Capítulo 20

SITUADO frente a la población de la que toma su nombre, el Club Náutico de Coma-Ruga es un puerto deportivo que ofrece al pequeño y mediano argonauta actual todos los servicios que puedan llegar a necesitar en la práctica de la navegación a vela o propulsión mecánica: reparación y mantenimiento de embarcaciones, grúa de 8 toneladas, gasolinera, servicios de vigilancia permanente a cargo de personal especializado, alquiler y venta de embarcaciones y motos náuticas, escuela de vela, estación meteorológica, aparcamiento para vehículos, remolques y embarcaciones, biblioteca náutica y cartográfica, servicios de capitanía y marinería, una bocana orientada a levante y otra a poniente, y un total de 265 amarres que brindan protección total a un amplio abanico de embarcaciones deportivas y de pesca. Además de todo esto, el club posee un excelente varadero público y una cafetería-restaurante donde se cocinan las mejores paellas y fideuás de toda la playa.

Algunos minutos después de la vertiginosa marcha de su compañero sentimental, Sandra caminaba con paso ligeramente inseguro a lo largo del puente de hormigón que une el casco urbano de Coma-Ruga con su club náutico. La mujer llevaba el cabello recogido en una juvenil cola de caballo, vestía una camiseta blanca deportiva y unos shorts tejanos bastante ajustados que resaltaban su sensualidad, calcetines de tenis, zapatillas deportivas y un pequeño macuto de tela que hacía juego con sus minipantalones. A pesar de su aspecto seductor innegable, notaba en su pecho una desagradable combinación de pérdida, tristeza y vértigo ante la decisión tomada, pero hurgando en el fondo de su alma intuía que había hecho lo correcto.

Tras adentrarse en el recinto del puerto deportivo, la mujer de los shorts sugerentes advirtió enseguida que un individuo totalmente ataviado con uniforme de patrón de yate la estaba esperando de pie sobre la proa de un estilizado Beneteau blanco de fibra de vidrio y unos diez metros de eslora por dos y medio de manga. MacLeland ayudó a Sandra a subirse a la embarcación ofreciéndole su mano al tiempo que se llevaba un dedo índice a los labios en un claro gesto de solicitar silencio. Inmediatamente, el barco se puso en marcha y cinco minutos después ya estaba saliendo por la bocana sur del puerto con todo el velamen desplegado, internándose majestuosamente en los dominios del dios Neptuno en el Mare Nostrum.

—Muchísimas gracias por atender mi llamada, señorita Rialc. Aunque preferiría llamarla simplemente Sandra.

—Señorita Rialc es suficiente, gracias —replicó la mujer secamente, mostrando una evidente frialdad en el semblante—. Y ojalá tenga usted una buena razón para haberme citado hoy aquí, porque acabo de tener un serio disgusto con mi compañero a causa de este enigmático rendez-vous.

—Lamento oír eso, señorita, Rialc. Pero le puedo asegurar que existen razones de peso que justifican sobradamente que usted y yo nos hayamos reunido en esta embarcación, lo más lejos posible de la costa y a salvo de oídos indiscretos.

—¿Le importaría ir al grano, por favor? —demandó con voz grave la catalana mientras cruzaba sus brazos bajo unos pechos prominentes.

Arrugando las cejas y mirando a Sandra fijamente, MacLeland extrajo una foto del bolsillo de su chaqueta marinera y se la entregó sin más.

—¿Y qué demonios significa esto? —preguntó la sensual fémina, desorientada.

La foto mostraba la cabeza de Sandra en el centro de una diana.

—Significa exactamente lo que usted y yo estamos pensando, señorita Rialc. Nos tememos que alguien ahí fuera pretende matarla. Esta foto fue interceptada hace cuatro días por uno de nuestros hackers en el documento adjunto de un correo de Internet que viajó desde Roma hasta Barcelona.

—¿Cómo…? —exclamó Sandra con el rostro desencajado y una mirada de incredulidad—. ¿Acaso es usted policía o algo así?

—No, señorita Rialc, pertenezco a una antigua sociedad secreta que trata de protegerla de enemigos muy poderosos. Y créame; se lo pido muy sinceramente.

Sandra empezaba a tener serias dudas acerca de la salud mental de aquel individuo, y ahora se lamentaba de no haber seguido los sabios consejos de su compañero sentimental. Mientras el supuesto marino paraba el motor y reajustaba garfias y velas, Sandra se preparó mentalmente para asestar en cualquier momento un golpe seco de karate en la entrepierna de un asesino en serie que seguramente la había llevado hasta allí con la intención de violarla, pegarle un tiro y lanzar finalmente su cuerpo al mar.

Tras haber corregido ligeramente el rumbo de la embarcación, MacLeland volvió su mirada hacia la atemorizada joven. El hombre había notado que la pasajera se hallaba demasiado tensa y supuso con buen criterio que había llegado el momento de las aclaraciones. El pequeño yate se hallaba ahora a unas seis millas náuticas de la playa y apenas podía distinguirse la costa. Finalmente, MacLeland recogió la vela y soltó el ancla. Ahora la quilla del Beneteau se dejaba acariciar suavemente por las pequeñas olas de un mar en calma.

—Señorita Rialc, soy plenamente consciente de que lo que voy a transmitirle le resultará un tanto sorprendente, y también quiero que sepa que no tengo intención alguna de causarle el menor daño.

—¡Atrévete, cabrón! —masculló ella entre dientes.

—Primero de todo, y antes de las explicaciones pertinentes, le ruego que se haga cargo de algunos objetos que usted podría necesitar en un futuro inmediato.

El patrón de la embarcación estaba entregando a Sandra algunas de las cosas más inesperadas del mundo, tal como una pistola Beretta 3032 Tom Cat, un cargador adicional de siete disparos y un robusto fajo de billetes de cincuenta euros.

«Si este tipo es un violador, juraría que no está siguiendo el procedimiento habitual», dedujo acertadamente la atribulada joven.

Sandra había iniciado un tránsito mental desde el miedo hasta la perplejidad más absoluta, pero instintivamente fue introduciendo el cargador supletorio y el dinero en el pequeño macuto que había traído consigo. Sin embargo, la muchacha se colocó la Beretta delante de su ombligo, entre la camiseta y el pantalón, por si las moscas… Finalmente, MacLeland también le entregó una tarjeta de visita que Sandra ojeó fugazmente:

 

Isaac Ben Zahdon
Généalogiste
Rue de la Marmitte 15
41000 - Blois
Loire-et-Cher
France

—Ya puede usted suponer que la pistola es para su protección personal… —le informó, circunspecto, el británico—. La tarjeta de visita contiene la dirección de alguien con quien usted debería entrevistarse cuanto antes, y el dinero es para cubrir los gastos que pueda ocasionarle el desplazamiento hasta esa localidad francesa.

—Deme usted un buen motivo por el cual debería yo seguir sus instrucciones —gruñó Sandra, frunciendo mucho el ceño.

—Le daré dos, de momento. En primer lugar, opino que ése sería un gesto amistoso por su parte hacia nosotros; y en segundo lugar, sería muy conveniente que usted hiciese lo que le digo si quiere seguir manteniéndose viva —sentenció MacLeland en tono glacial.

La joven también guardó la tarjeta en su macuto de tela mientras el patrón del velero preparaba dos Martinis con hielo. En el ínterin, notaba que la sensación de acoso inminente que había estado sintiendo hasta ese preciso instante iba evolucionando rápidamente hacia un estado anímico de total estupefacción.

«¡Esto no puede estar pasándome de verdad! ¿Estaré siendo víctima de algún programa de cámara oculta de alguna telebasura?», se preguntó.

Sandra no sabía qué pensar y mucho menos qué hacer, pero algo tenía que decir.

—Señor John MacLeland —articuló las palabras muy lentamente—, ¿sería usted tan amable de explicarme, y con la mayor claridad posible, a qué demonios estamos jugando usted y yo, aquí y ahora?

—Desde luego que sí, mi querida amiga… —Él esbozó una sonrisa de circunstancias—. Ahora siéntese usted tranquilamente en el banco de la nave y dispóngase a escuchar cosas que no se oyen cada día.

«Definitivamente, esto forma parte de un programa de cámara oculta», decidió Sandra, escudriñando el yate y el mar a su alrededor con una mirada incrédula.