Capítulo 23
AL ingeniero naval le parecía natural que la joven no se hallase todavía en condiciones de darle demasiado crédito a la relación de unos hechos difíciles de digerir a bote pronto, pero también parecía claro que se había sobresaltado bastante tras escuchar la última confidencia que le habían soltado. Transcurrieron algunos largos segundos de tenso silencio, durante los cuales Sandra realizó notables esfuerzos por recuperarse a sí misma tras el impacto psíquico recibido. Luego, se dispuso a sonsacarle a MacLeland alguna opinión personal sobre todo lo que el moderno templario le había ido contando hasta ese momento de estupefacción más o menos controlada.
—¿Y usted qué piensa de todo esto? ¿O tal vez me hallo ante la presencia de un loco de atar vestido de marinerito que «no sabe/no contesta»?
—Mi opinión no cuenta, señorita. Las decisiones sobre usted las toman el Primer Maestre y sus cuatro senescales, luego son refrendadas o rechazadas por los cincuenta Maestres del Primer Nivel. Yo solamente soy un miembro del Segundo Nivel, lo cual significa que mis superiores pueden contactar conmigo y darme instrucciones, pero no al revés. Y créame si le confieso que yo también empiezo a estar un poco cansado de todo esto. Últimamente suceden demasiadas cosas que no acabo de entender… pero… bueno, ésta es otra cuestión.
Con aquel comentario enigmático, MacLeland parecía insinuar que él mismo albergaba ciertas reservas mentales sobre la naturaleza de la misión que le habían encomendado. De nuevo un silencio incómodo volvió a imponerse entre ambos interlocutores, lo cual dio a Sandra la oportunidad de poner sus neuronas a trabajar y contrastar la información del británico con las únicas armas de que disponía: su extenso bagaje cultural y un sentido común a toda prueba.
—Señor MacLeland, me temo que hay algunas cosas que no encajan en lo que me acaba de contar.
—Lo suponía —respondió él encogiéndose de hombros.
—¿Me permite usted que le haga alguna matización al respecto? —sugirió Sandra.
—Claro. —El patrón del yate dibujó en su rostro una mueca de resignación; sabía perfectamente lo que se le venía encima.
—Según afirman ustedes mismos, los únicos descendientes directos del Sangreal que quedan en el mundo se identifican con los apellidos franceses Saint Clair y Plantard. Y yo, ni soy francesa y ni respondo a ninguno de estos apellidos.
—Lo cual es absolutamente cierto, señorita. Por eso mismo debe usted reunirse con nuestro genealogista en Blois cuanto antes, pues él es quién tiene la clave del misterio. Pero, si quiere conocer mi opinión, yo no creo que usted sea la Protegida de nuestro tiempo. Bajo mi punto de vista, su escepticismo radical la excluye absolutamente.
—Bueno, al menos usted parece algo más sensato que el resto de sus correligionarios. Pero déjeme expresarle alguna opinión acerca de lo que me ha relatado. Después de todo, y muy a pesar mío, parece ser que ya formo parte del entramado paranoico y delirante que ustedes se han montado sin contar previamente conmigo. Y también voy a rogarle que no me interrumpa mientras hablo… ¿De acuerdo, señor MacLeland?
—Completamente de acuerdo, señorita Rialc —replicó el de Inglaterra, ahora sí, con la mirada puesta en los ojos de Sandra.
—Mire usted… No existe ninguna prueba sólida que certifique históricamente una relación marital, o simplemente de pareja, entre Jesucristo y María Magdalena, absolutamente ninguna. Esta mujer, elevada a los altares por la Iglesia Católica, y jamás denostada tras su arrepentimiento, seguramente nunca pisó tierras de Francia. La Iglesia Ortodoxa cree que María Magdalena marchó a Oriente a predicar la Palabra de Cristo y murió evangelizando junto al apóstol San Juan, posiblemente en Éfeso.
«Dios mío, qué ojos tan cautivadores los de esta mujer», se decía el templario mientras se esforzaba por mantener la atención que un rostro seductor, una mirada avellanada y una figura estilizada estaban desviando hacia puntos de interés tan excitantes.
—Es rigurosamente cierto —siguió diciendo Sandra— que los primeros cristianos mantenían criterios particulares sobre la vida, pasión y muerte de Jesucristo, pero prácticamente todos ellos coincidían en lo esencial. Las verdaderas divergencias surgen a partir del siglo II con la proliferación de los llamados «Evangelios gnósticos». Sin embargo, y por mayoría aplastante de sus obispos, la Iglesia tomó los escritos de Lucas, Marcos, Mateo y Juan, además de las Cartas de Pablo, como el canon de la Sagrada Escritura en los Concilios de Laodicea e Hipona, ambos celebrados en el siglo IV.
—¿Y por qué se eligieron esos Evangelios precisamente, y no otros? —preguntó el marino, fingiendo estar muy interesado.
—Pues porque los Evangelios canónicos fueron escritos en el siglo I, entre otras razones de peso. La particularidad de, haber sido los Evangelios más próximos a Jesús en el tiempo los hacía más fiables que cualquier otro texto escrito posteriormente. El resto de los Evangelios propuestos fue rechazado simplemente porque reiteraban lo ya contado en los Evangelios canónicos, o se adornaban de una complejidad filosófica que no resultaba comprensible para la gran mayoría de destinatarios en una época en la cual sólo unos pocos ilustrados podían tener acceso a las fuentes del conocimiento, pues casi nadie sabía leer ni escribir. Otros Evangelios fueron desechados simplemente porque no contenían otra cosa que especulaciones delirantes sobre lo humano y lo divino. Una gran parte de los llamados «Evangelios gnósticos» fue escrita algunos siglos después de la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo, y son el resultado de confusas tendencias filosófico-cristianas cuya verdadera intencionalidad resulta un tanto difícil de precisar.
«Y qué figura tan turbadora, con esa camiseta tan sugerente y esos shorts tan ajustados —seguía diciéndose el ingeniero naval en silencio—. Es como si los mismísimos dioses del Olimpo la hubiesen modelado en arcilla y posteriormente le hubiesen dado vida.»
—Tampoco recuerdo —añadió Sandra— que ningún historiador serio haya aportado jamás la menor prueba de que el linaje de los supuestos descendientes de Cristo llegase a entroncar con los descendientes de Meroveo, ni en qué momento de la historia la sangre de Jesús se mezcla con la de los merovingios francos; quienes, a su vez, nunca reconocieron la autoridad del Papa de Roma hasta la conversión de Clodoveo, hacia el año 500 de nuestra era. Y otra cosa, señor MacLeland…
¡Como si el aludido pudiese oírla en esos momentos!
—A pesar de lo que algunos indocumentados aseguran hoy día por ahí, los templarios de Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena y Protector del Santo Sepulcro —insistía ella con alguna vehemencia—, no encontraron nada de nada bajo las ruinas del Templo de Salomón. Las legiones romanas de Tito Vespasiano, los seljúcidas, los hijos del Islam, o los mismos hebreos, ya habían saqueado el Templo de Jerusalén hasta sus cimientos cuando Godofredo y sus caballeros llegaron a ese lugar mil años después de su destrucción.
«Es sencillamente perfecta —cavilaba un MacLeland embobado—. Una mujer de ensueño, a pesar de la catilinaria que me está soltando.»
—Como seguramente sabrá usted, el Santo Grial es un conjunto de leyendas surgidas en un tiempo en el que cálices de oro y piedras preciosas coexistían con fantasías sobre magos omnipotentes, dragones que exhalaban fuego, espadas mágicas, sortilegios y castillos de Camelot, materia de entretenimiento para príncipes y princesas aburridas. Pero nada de esto es historia verificada. Y sin ningún ánimo de ofender sus creencias, señor MacLeland, debo decirle que asociar el Santo Grial, o Sangreal, al vientre de María Magdalena a mí me parece un claro indicio de delirium tremens.
«¡Lástima de esa inclinación irreprimible a querer sentar cátedra sobre cualquier cosa! Por lo demás, esta mujer es lo más parecido que he visto a una princesa de verdad —pensó el británico mientras Sandra le iba rebatiendo punto por punto la información que le había transmitido—. Y qué cuello tan largo y elegante. Parece el tallo de un girasol.»
—En cuanto a los templarios, señor MacLeland, permítame usted que le recuerde algunas cosas.
«¡Vaya, por Dios, nos llegó el turno!», meditó en silencio un oyente ahora menos distraído, pero que se mordía el labio inferior con un aire evidente de fatalismo.
—Seguramente sabrá que el rey Felipe IV de Francia y el Papa Clemente V cargaron contra los templarios en 1307 simplemente para desposeerlos de sus grandes fortunas y de las inmensas propiedades mobiliarias e inmobiliarias que esta orden había ido acumulando por medios un tanto peculiares y muy ingeniosos.
«Juraría que la enciclopedia más sexy del mundo ha puesto la directa.»
—De hecho, los caballeros del Temple se habían adelantado a su tiempo creando por toda Europa un complejo entramado financiero de grandes proporciones que les hacía totalmente autónomos en su funcionamiento, y esto levantaba ampollas en muchos círculos del poder secular y religioso. Debido a los votos de pobreza que habían jurado respetar, los templarios eran teóricamente pobres en lo personal, pero la orden era inmensamente rica como sociedad. Esta peligrosa acumulación de riqueza y poder, sumada a la codicia de sus enemigos, fue lo que condujo a los templarios hacia el destierro o la hoguera, y no los secretos bíblicos supuestamente hallados bajo las ruinas del Templo de Salomón. Ya sabrá usted, señor MacLeland, que la actuación de Felipe IV no fue secundada por el Papa inicialmente, pues los templarios se hallaban formalmente bajo la protección de Roma. Más tarde, sin embargo, el Papa Clemente V se sumaría a la persecución contra los caballeros del Temple en todo el continente. Por cierto, en ese tiempo el Papa no residía en Roma, sino en la ciudad francesa de Avignon… ¿Lo sabía? Era prácticamente un rehén del rey de Francia.
MacLeland asentía con la cabeza mecánicamente mientras su pensamiento vagaba a su aire. «No sé yo en qué lugar de Europa debía de estar soltando excomuniones Clemente V en aquella época, pero yo sigo pensando que este par de piernas no las supera ni la Naomi Campbell de sus mejores tiempos», continuaba diciéndose el templario en silencio, cada vez más turbado por unas cualidades físicas que adornaban una personalidad arrolladora.
—Y en otro orden de cosas, amigo MacLeland, de diré que no existe en el mundo nadie que pueda aportar una sola prueba de que Leonardo, Bernini o Newton perteneciesen a ningún Priorato de Sión, o que el mismísimo Priorato existiese antes del siglo XIX, aunque se cree que Isaac Newton fue tan masón como lo fueron seguramente Washington, Jefferson o Benjamin Franklin. En cuanto a los supuestos misterios de Rennes-Le-Cháteau, permítame decirle que son la combinación esotérica del supuesto hallazgo de un tesoro oculto en una iglesia y de la lamentable historia de un cura ávido de dinero, poder y fama. El resto pertenece al universo de la leyenda, de lo especulativo y de la imaginación, pero no es historia verificada.
—¿Ah, no? —El anfitrión no tenía la menor idea del sentido real de su escueta pregunta.
—Pues no, señor MacLeland. Y una última cosa.
«Gracias a Dios», se dijo el marino aliviado, elevando discretamente su mirada al cielo.
—Soy todo oídos…
—Lo de la supuesta guerra entre ustedes y el Vaticano, a mí personalmente me parece de pura paranoia. Y en cuanto a la susodicha «Protegida», la cosa alcanza ya niveles de enajenación mental colectiva. Lo siento mucho, señor MacLeland, pero no tengo la menor intención de secundar toda esta bufonada urdida por fanáticos seguidores de las doctrinas de la denominada «Nueva Era».
—A pesar de todo, señorita Rialc, yo le recomiendo que haga usted esa visita a monsieur Ben Zahdon, el genealogista de la orden. Es un hombre un tanto excéntrico, pero muy accesible en lo personal, y que parece disponer de información muy relevante acerca de su linaje. No obstante, le aconsejo que no se muestre ante él tan crítica sobre nuestras creencias como ha hecho conmigo esta mañana. La orden no suele tratar demasiado bien a las Protegidas que traicionan nuestros principios, o que se muestran excesivamente escépticas sobre nuestro legado. La lealtad a las reglas de esta sociedad forma parte de nuestra manera de entender la vida, y también la muerte.
—Le agradezco ese sombrío consejo, amigo MacLeland. Si finalmente me decido por aceptar su sugerencia, le prometo que haré lo posible por no resultar tan insufriblemente didáctica durante mi posible encuentro con ese tal Ben Zahdon como lo he sido con usted esta soleada mañana. Por cierto, permítame que le diga que he visto rostros más despiertos que el suyo en una clase sobre la ideología política del historiador británico George Trevelyan a las ocho de la mañana, y también algo menos pendientes de mis piernas.
—Eh… no sé exactamente a qué se refiere, señorita Rialc. —El ingeniero naval mentía con una habilidad escasa y el rostro más enrojecido que un tomate canario.
Sandra esbozó su sonrisa de profesora avezada y después dibujó en su semblante un gesto inequívocamente femenino que parecía explicarlo todo.
«Te has perdido la clase chaval. En nuestra próxima entrevista me pongo un chándal.»
—En fin, lo único positivo de todo esto —concluyó la joven en tono irónico— es que, si me decido a aceptar su oferta, quizás tenga la oportunidad de hacer un poco de turismo gratis y visitar el château de Chambord y algunos otros del Valle del Loira… —Se pasó la lengua por el labio inferior—. Al fin y al cabo sigo de vacaciones, y ahora todo parece indicar que vuelvo a ser una mujer libre y sin compromiso.
—¡Vaya! Eso sí que es una magnífica noticia para la mitad masculina de la humanidad, con el debido respeto, Princesa.
Los senescales ya habían advertido a MacLeland de que Sandra era una escéptica de grado once en una escala de cero a diez, lo cual significaba que la muchacha estaba dispuesta a creer solamente lo que podía ver con sus ojos, tocar con sus manos y experimentar con el resto de sus sentidos. El británico ya se había mentalizado al respecto. Sin embargo, también le habían asegurado que Ben Zahdon poseía datos fiables e información suficiente como para hacer saltar por los aires el muro de incredulidad que envolvía a la joven. Sólo tenían que esperar unos días más, y entonces la Protegida comería dócilmente de la palma de la mano del genealogista de Blois.
El semblante de preocupación contenida que Sandra había mantenido durante varios minutos había dado paso ahora a una sonrisa desenfadada. Luego, y sin saber exactamente por qué, la nueva Elegida de la orden besó cariñosamente la mejilla derecha de su interlocutor. Aquel admirador circunstancial y un tanto apesadumbrado empezaba a caerle a Sandra bastante mejor que unos minutos atrás. Por su parte, John MacLeland se sentía poseído por una sensación de embriaguez mental inexplicable. La hermosa criatura que se hallaba ante él no se ajustaba precisamente al perfil sumiso que cabría esperar de una Protegida, pero al marino retirado le parecía que Sandra Rialc era una mujer con temple de auténtica emperatriz, a pesar de su escepticismo arraigado y de su tendencia a analizar el mundo a través del método científico.
—Por cierto, señor MacLeland… —dijo Sandra—. ¿A cuál de las cuatrocientas cincuenta sociedades que se consideran herederas de la antigua Orden del Temple pertenece usted?
—A la única y verdadera, señorita Rialc.
—Ya me lo suponía —repuso ella al instante, esbozando después una sonrisa socarrona.
—Pertenezco a la primigenia Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, y hace más de nueve siglos que existimos… —afirmó él con énfasis—. No hay otra.
—¿Y cómo demuestran ustedes eso? —Sandra necesitaba pruebas.
—Pues porque somos la única sociedad templaria a la que el Gran Maestre Jacques de Molay legó su testamento político poco antes de morir en la hoguera. Hay unos documentos cuya autenticidad ha sido verificada por papas, reyes y expertos en la materia a lo largo de siglos. Todos los que reivindican una identidad templaría fuera de nuestra orden son libres de hacerlo. Y hay algunos que lo hacen con la mejor intención del mundo, pero ninguno de ellos es un templario de verdad.
—¿Y dónde guardan ustedes esa documentación tan acreditativa?
—En uno de los lugares más seguros del mundo, por supuesto.
—¿La Fosa de las Marianas… la gruta de Ali Babá… el calcetín de la abuela… Fort Knox, quizás? —preguntó Sandra un tanto embromada.
—No, señorita Rialc, y se lo digo muy en serio… —le respondió MacLeland, sonriendo perspicaz—. Una sección de ese testamento político se halla depositada en una caja fuerte de la cámara acorazada de las dependencias centrales de la Banque de Crédit Suisse, en Zurich. La ubicación del resto del documento solamente la conocen el Primer Maestre y su Primer Senescal.
—¡Vaya! Supongo que esto debe de ser información muy confidencial, ¿no? —Sandra estaba intrigada.
—Le aseguro que no, amiga mía. Lo sabe casi todo el mundo.
—Yo no lo sabía.
—Ahora sí —replicó MacLeland, mirándola de soslayo.
Mientras removía los cubitos de hielo de su Martini, el hombre ataviado de patrón de yate se sentía tan confiado y feliz que en esos momentos no se percató de que una lancha neumática camuflada se les estaba acercando sigilosamente por la sección de proa, oculta por un suave oleaje de Levante que se había ido alborotando discretamente en los últimos minutos. El individuo de cabellos claros, tez sonrosada y ojos azules no podía saberlo todavía.
Nadie puede.
Pero la agradable sensación que aquel hombre acababa de experimentar tras el beso que su hermosa pasajera le había propinado iba a convertirse en la última gran satisfacción de su vida. Sandra se giró lentamente para tomar su vaso de Martini del salpicadero, y entonces oyó un silbido siniestro. Cuando volvió su mirada al miembro del Segundo Nivel de la Orden de los Pobres Caballeros y Damas de Cristo, advirtió horrorizada que su cabeza se inclinaba lentamente hacia atrás mostrando un orificio en la frente. La bala le había atravesado el cráneo completamente.
—Láncese… al… agua.
Fue lo último que Sandra oyó decir a MacLeland antes de morir éste. No se lo pensó dos veces.