Capítulo 28
EN pleno corazón de Francia, a mitad de camino entre las ciudades de Tours y Orleans, y a unos 180 kilómetros de París, se halla la ciudad histórica y monumental de Blois. La capital del departamento de Loir-et-Cher es famosa en todo el mundo por los hermosos castillos que la rodean, por su floreciente industria de vino, coñac, calzado y chocolate, y también por la extraordinaria belleza de los paisajes que la envuelven. Y allí, entre la rue Denis Papin y la rue du Commerce, y a escasos metros del castillo renacentista de Blois y del Musée des Beaux-Arts, se encuentra la exclusiva rue de la Marmite, donde pueden admirarse magníficas casas señoriales construidas entre los siglos XVI y XVIII, cuyas chimeneas de ladrillo vista contemplan, con cierto desdén nobiliario y mayor disgusto arquitectónico, las nuevas construcciones republicanas de cemento, vidrio y acero que se alzan insolentemente alrededor de estas joyas del arte de la construcción.
Hacia las diez de la noche, un Freelander gris plateado con dos pasajeros a bordo se internaba en los sótanos del número 15 de la rue de la Marmite, una de las residencias más veneradas de la zona por su antigüedad, aunque hacía muy poco tiempo que había sido totalmente rehabilitada interior y exteriormente. El edificio era, y todavía es, un pequeño palacio de principios del siglo XVIII de cinco plantas, con fachada de granito, imponentes puertas de hierro, ventanas con rejas de filigrana, escaleras de mármol de Carrara, gárgolas que en la oscuridad de la noche parecían cobrar vida, tejados de pizarra azul y chimeneas de ladrillo rodeadas de cámaras semiocultas, antenas parabólicas de radiotelefonía y seguimiento vía satélite, y un potente telescopio; donde no hace mucho tiempo tenía allí su domicilio fiscal un judío convertido al Cristianismo que respondía fiscalmente al nombre de Isaac Ben Zahdon Ben Ami.
El dueño de la mansión gozaba de una respetabilidad socialmente acreditada por generosas aportaciones económicas destinadas a la mejora de la ciudad y por ser uno de los ciudadanos más cultivados, científicamente activos y acaudalados de todo el departamento de Loire-et-Cher. Sin embargo, Isaac Ben Zahdon era cordialmente conocido entre sus vecinos como monsieur le Généalogiste gracias a la deslumbrante placa de latón que todavía anunciaba junto a la robusta puerta de entrada la curiosa actividad a la que teóricamente había dedicado la mayor parte de su vida, y de la cual se había retirado algunos años atrás.
Durante la mayor parte del día, el genealogista de Blois vivía oficialmente entregado a su desmedida afición por las comunicaciones y por el estudio del cosmos. Y hasta tenía una pequeña legión de colaboradores especializados en el campo de las nuevas tecnologías que a diario acudía a su casa, supuestamente para compartir conocimientos con el excéntrico millonario. Pero esta situación de normalidad aparente era sólo una hábil tapadera de cara al mundo exterior, porque en la mansión del genealogista retirado se llevaban a cabo actividades tan lícitas como las que se realizan en el CAC 40, la Bolsa de París; y también tan ilegítimas como las que suelen perpetrarse en cualquier centro clandestino de lavado de dinero negro que los grandes capos del narcotráfico internacional controlan en ciertas partes del mundo.
Bajo el manto de una teatralidad más o menos discreta que le proporcionaba ser rico, extravagante y socialmente respetado a un mismo tiempo, Isaac Ben Zahdon Ben Ami albergaba en su casa uno de los mayores centros privados de seguimiento, control y rastreo electrónico de personas, vehículos y objetos de toda Francia. Además, estaba permanentemente conectado a todos los grandes centros bursátiles del mundo y mantenía un moderno bureau desde el cual se coordinaban la mayor parte de las actividades económicas de una sociedad secreta y poderosa. Y tampoco eran precisamente muchos los que en Blois, o en cualquier otra parte del mundo, sabían que monsieur le Généalogiste ostentaba el cargo de Primer Senescal de la Orden de los Pobres Caballeros y Damas de Cristo y del Templo de Salomón, lo cual le convertía de facto en la segunda autoridad de un soberbio entramado global de dinero y poder en la sombra, y en uno de los hombres más influyentes de Francia a plena luz del día. Aquel templario de nuestro tiempo había sido distinguido por el Gobierno de la República con la insignia de la Legión de Honor, la más alta condecoración francesa, por méritos civiles y militares demostrados en la Guerra de Argelia, aunque el judío converso poseía otros muchos galardones a los que concedía una importancia algo más discreta.
Hacía ya más de cuarenta años que Isaac Ben Zahdon había realizado los correspondientes votos de pobreza que exigía la cofradía secreta que le había elevado al rango de Primer Senescal, y a la cual profesaba una lealtad casi absoluta. Sin embargo, el moderno templario no tuvo jamás el menor reparo en reunir, de paso, una de las mayores fortunas de Francia a lo largo de una trayectoria especulativa marcada por hábiles maniobras de ingeniería financiera y algunas otras actividades mucho menos confesables.
Pero ahora, el Primer Maestre de aquella orden milenaria había encargado al poderoso genealogista de Blois una tarea de auténtico cuento de hadas: ratificar a una hermosa profesora de Historia de Barcelona como la Protegida de una sociedad mesiánica, una princesa auténtica capaz de ocupar en su día el trono de una Europa unida, fuerte, teocrática y finalmente liberada de las arcaicas cadenas del dogma vaticano.
—Mademoiselle Rialc, monsieur Krilenko, soyez bienvenus cordialement chez moi.
El señor Ben Zahdon pronunciaba estas palabras de bienvenida al tiempo que estrechaba calurosamente las manos de sus invitados y mostraba una genuina satisfacción personal por tenerles finalmente a salvo y en casa.
—Merci, monsieur. Je suis enchanté —respondió Sandra algo menos solemnemente; dado que su francés no daba para mucho más.
—Monsieur Ben Zahdon, c'est un grand honneur —habló el ucraniano.
Y tras obsequiar a su anfitrión con una ostentosa reverencia, Krilenko entregó al asistente que le estaba aguardando el maletín negro que ahora solamente contenía una pequeña muestra de la extensa Documentación Sagrada que la orden custodiaba desde hacía siglos en centros secretos diseminados por toda Europa.
—Mademoiselle Rialc, no se esfuerce usted en hablar francés —aclaró Ben Zahdon con una amplia sonrisa—. Yo nací y me crié con mis padres en Tetuán, ciudad del Protectorado español del norte de África en aquellos tiempos. Y, como seguramente sabrá, los pocos niños que allí podíamos ir al colegio recibíamos las clases exclusivamente en castellano. Más adelante, tuve la gran fortuna de pasar buena parte de mi juventud entre Barcelona y Argel, cursando estudios de derecho. Además, yo soy de origen sefardí, por lo que usted debería considerarme como un compatriota… ¿No le parece?
—¡Uf! —respiró Sandra, aliviada—. No sabe cómo me alegra oír eso, monsieur Ben Zahdon, porque mi francés es una agresión directa al oído.
—Bueno, supongo que después de tantas emociones vividas en tan poco tiempo ambos estarán tan cansados como lo estoy yo, así que cenen ustedes a mi salud y luego procuren descansar todo lo que puedan. Este viejo chocho ya se iba a la cama, con el permiso de ustedes… Ah, y una auténtica pena lo de MacLeland y sus chicos… —comentó el anfitrión, dirigiéndose a Krilenko con una fugaz mueca de disgusto—. En fin, estimados huéspedes, espero que mañana tengamos ocasión de charlar tranquilamente y conocernos todos un poco mejor durante el desayuno, que nos será servido a las nueve en punto en el petit jardin. Les deseo muy buenas noches a ambos.
—Buenas noches, monsieur Ben Zahdon —respondieron Sandra y Krilenko casi al unísono, inclinando sus cabezas respetuosamente ante su poderoso anfitrión.
La persona que les había recibido con tanta cordialidad era un hombre albino y de aspecto aparentemente bonachón que frisaba los sesenta y ocho años de edad. Tenía una estatura mediana y se movía con ligereza a pesar de su vientre abultado, producto de un buen apetito y una afición desmedida por la cerveza irlandesa. El hombre contaba con una cabeza escasamente poblada de pelos algo mal avenidos, pero los que aún conservaba eran de un rubio pajizo que Ben Zahdon se teñía con cierta frecuencia. Sus ojos, de un tono gris opalino, escudriñaban el mundo a través de unas lentes progresivas incrustadas en una montura de oro blanco, y poseía una dentadura magnífica para su edad. Vestía camisa blanca de fina seda, pantalones de pinzas con tirantes y unos llamativos zapatones negros que resplandecían como ascuas en la chimenea.
Sin perder un solo minuto, Sandra y el ucraniano fueron conducidos por una doncella, ataviada a la perfección para el servicio doméstico, hasta un suntuoso salón-comedor donde todos los elementos que decoraban la sala eran auténticamente del siglo XVIII; todos, excepto los dos camareros impecablemente uniformados que les estaban aguardando a pie derecho a ambos lados de una mesa magníficamente dispuesta para la ocasión.
«¡Estupendo, genial, de coña, tía! —se reprochó Sandra a sí misma—. Vaya manera de hacer el ridículo en el país de la moda y la sofisticación social. Los camareros de rigurosa etiqueta, y yo con camiseta de playa, pantalones cortos y deshilachados, zapatillas de tenis, y una ropa interior que huele a demonios. ¡Caramba con la futura Emperatriz de Europa!»