Capítulo 38
COMO si de una turista al uso se tratase, Sandra se dispuso a recorrer las elegantes calles de Blois, visitar su espléndido castillo y tomarse un gran helado de tiramisú en alguna terraza elegante de la ciudad. Se había vestido informalmente con un polo amarillo, pantalón y chaqueta tejanos, zapatillas deportivas y una cesta veraniega de paja suspendida de su hombro izquierdo. La joven tenía intención de estirar las piernas cubriendo largas distancias a pie, dejar al inevitable Krilenko físicamente agotado y burlar su vigilancia en un momento de distracción. Pero la catalana no había contado con que el cerebro maquiavélico del judío converso había dispuesto que la tarde discurriese para ella de una manera distinta.
Eran las 16:30 cuando un Audi A3 negro, conducido por un chófer con gorra y uniforme del mismo color que el vehículo, abandonaba el garaje de monsieur le Généalogiste en dirección a la vecina población de Vendóme.
«¿Un coche? —se preguntaba la muchacha, extrañada—. ¿Y para qué un coche, si la casa está en el mismísimo centro urbano de Blois?»
Después de unos veinte minutos de recorrido, el chófer estacionó el Audi en un gigantesco aparcamiento y Krilenko condujo a Sandra hasta un lugar donde solamente podían verse avionetas. Acababan de hacer su entrada en el recinto del magnífico aeródromo de Blois. A la mujer no le llevó ni un segundo mostrar una perplejidad genuina al hallarse ante la presencia de un hombre vestido con ropa de cuero, perilla al más puro estilo cardenal Richelieu y una ostentosa placa de latón que mostraba el nombre de la empresa Loire Valley Tour Aviation en su pecho. El piloto les estaba esperando con una sonrisa de oreja a oreja junto a una avioneta Cessna 172 Rocket impulsada por un motor Rolls Royce de inyección y diseñada con el ala alta para que los pasajeros pudiesen disponer de una mejor visión del paisaje que iban a sobrevolar. Esa tarde, Sandra se había preparado mentalmente para cubrir largas distancias. Pero jamás llegó a imaginar, ni por un instante, que esas largas distancias las iba a hacer volando.
Los dos pasajeros se colocaron sobre unos cómodos asientos que se alzaban varios centímetros sobre el que ocupaba el piloto que tenían delante y se abrocharon los cinturones de seguridad. Inmediatamente después de elevarse desde la pista central del aeródromo de Blois, los dos turistas ya podían admirar el bello contraste que ofrecían el rico llano de cereales de Beauce y el inmenso territorio de bosques de Sologne, lugar ideal para la caza menor y la pesca fluvial. Las dos regiones se veían tan diferentes entre sí que solamente parecía unirlas el hecho de estar físicamente separadas por un mismo río. Pocos minutos después la Cessna comenzó a enfilar la ruta de los hermosos castillos del Loira.
El primero en aparecer fue el más impresionante de todos, el Château de Chambord, mandado construir por el rey Francisco I en 1519. Pero Sandra y Krilenko solamente pudieron apreciar sus imponentes torreones redondos, su robusta muralla y los abundantes campanarios y chimeneas que coronaban el gran palacio que en su día cedió Luis XVI al mismísimo conde de Saint-Germain por tiempo indefinido. Inmediatamente después, la avioneta sobrevoló el hermoso Château de Cheverny, excelente muestra de la arquitectura vanguardista francesa de la primera mitad del siglo XVII. Y así, los tres ocupantes del monoplano fueron sobrevolando sucesivamente otros castillos que formaban parte de aquella fugaz excursión aérea: Chaumont, Chenonceau y Amboise. Al pasar por esta última fortaleza, Krilenko no pudo evitar dejar escapar algunas palabras en un tono inusualmente emocionado:
—En la capilla de ese hermoso castillo reposan los restos mortales de uno de los genios más ilustres de toda la historia de la humanidad: el gran Leonardo da Vinci.
—Yo ya sabía eso, gracias… —respondió la joven con la mayor crueldad femenina posible—. Pero ahora no recuerdo el nombre exacto de la capilla donde Leonardo fue enterrado.
—Yo tampoco —respondió Krilenko, rascándose el cogote.
—Ah sí, la capilla de Saint Hubert —concluyó Sandra, mordaz.
El experto en cultura cristiana ya no abriría la boca en toda la tarde.
Veinte minutos después de haber despegado, la Cessna se posaba suavemente sobre la misma pista de aterrizaje desde la cual había partido. Al descender de la avioneta, Sandra no sabía si estaba más cabreada que decepcionada o más decepcionada que cabreada. La mujer decidió allí mismo que se sentía ambas cosas a la vez. Aquello era lo mismo que visitar un manantial de aguas cristalinas, tener mucha sed y no haber podido beber ni una sola gota. Sus deseos de caminar en libertad, recorriendo calles, plazas y monumentos históricos se habían convertido literalmente en agua de borrajas gracias a la perfidia de un lunático con tirantes que la mantenía retenida contra su voluntad. La Protegida había empezado a odiar al genealogista de Blois con toda la fuerza de su corazón, y aquella combinación de burla y dominación que le había sido impuesta esa tarde de verano iba activando en el alma de Sandra un peligroso artefacto de resentimiento que podía hacer explosión en cualquier momento.
Mientras Krilenko y Sandra caminaban de vuelta hacia el aparcamiento del aeródromo, donde los esperaba el chófer del Audi A3 que les había llevado hasta allí, la mujer notó repentinamente que un objeto caía dentro de la cesta que llevaba colgando de su hombro. Metido en un traje arrugado y con un pañuelo negro alrededor de su cuello, advirtió que le adelantaban las anchas espaldas de un joven rapado que se alejaba rápidamente de allí. Pero optó sabiamente por hacerse la despistada para no llamar la atención de Krilenko, y ahora estaba deseando llegar al viejo caserón para ver qué demonios le había dejado en la bolsa de paja el dueño de un cogote pelado que creía haber visto el día anterior en aguas de Coma-Ruga; el mismo cogote de un hombre que la había ayudado a poner a flote el bote de salvamento del Beneteau; el misterioso individuo embutido en un traje de neopreno, portador de gafas oscuras y un fusil de precisión a la espalda que Sandra había visto alejarse de la embarcación pilotando una moto náutica del mismo color que el Mediterráneo.