Capítulo 54

TRAS un largo recorrido por buena parte del Vaticano, los tres convocados se plantaron al fin ante la enorme puerta de fresno de la oficina del prefecto. El despacho del cardenal era un lugar espacioso, pero no exactamente suntuoso, pues su ocupante era un hombre de costumbres austeras que mostraba una escasa inclinación hacia cualquier tipo de mobiliario que no tuviese un fin estrictamente funcional. Una mesa de nogal, presidida por una robusta cruz latina de bronce y un ordenador portátil, algunas sillas de la misma madera que la mesa, un mobiliario igualmente oscuro que albergaba grandes archivos y una biblioteca bien escogida constituían los elementos esenciales del despacho del prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El amplio ventanal, por donde el sol entraba a raudales, hacía totalmente innecesario cualquier dispendio de luz eléctrica que hipotéticamente pudiera proceder de la espléndida araña de cristal de Murano que pendía del techo.

Sandra y Álex fueron saludados muy efusivamente en inglés por un sonriente anfitrión que enseguida les invitó a tomar asiento en su despacho junto al comandante Maldini, quien en todo momento había actuado como un intermediario impecable.

El agente, secreto vaticano fue el primero en tomar la iniciativa de aquella reunión matinal imprevista al colocar sobre la mesa del prefecto el disco que contenía la delicada información que Sandra le había sustraído valientemente al enemigo de turno aquella misma madrugada. Después de contemplar el DVD durante algunos segundos con una curiosidad escasamente disimulada, el cardenal lo puso en manos de un cura con sotana, de los de antes de la guerra: un individuo enjuto que parecía haberse bebido las mejillas y que ninguno de los presentes había notado que estuviese allí, salvo el prefecto, quien le había convocado algunos minutos atrás. Ávidamente, el discretísimo clérigo tomó el disco en sus manos y dibujó en su rostro una sonrisa algo maquiavélica que dejó al descubierto una hilera de dientes mal colocados y algo grisáceos. Aparentemente, el odontólogo del Vaticano no estaba haciendo bien su trabajo con todo el mundo. Aquel sacerdote franciscano había sido un soberbio practicante de la marcha atlética en su juventud y era conocido cariñosamente en toda la Santa Sede con el sobrenombre de Correcaminos, debido a su prodigiosa habilidad para trasladarse caminando hasta cualquier punto de la aquella ciudad-estado en un tiempo auténticamente récord.

Pero ahora, el antiguo corredor de fondo había sido llamado al despacho del prefecto con la misión de verificar el contenido del DVD y la orden tajante de no difundir un solo byte de la información que allí se hallaba almacenada bajo ningún concepto. Auténtico hacker de la red, parco en palabras y más delgado que un hilo, el sigiloso clérigo abandonó el despacho como una exhalación tan pronto como se hizo con el artilugio digital. El experto informático del Vaticano sabía perfectamente cómo debía tratar aquel pequeño elemento de software, pues había sido precisamente él quien había indicado a la colaboradora vaticana infiltrada en la mansión del genealogista de Blois el modo de programar el disco de manera que, una vez colocado sobre la bandeja óptica del ordenador en cuestión, el prodigio digital pudiese superar sin ningún problema todos los cortafuegos y contraseñas que pudieran salirle al paso antes de acceder al trascendental Archivo Miranda.

Haciendo uso de la computadora del birreactor que les había traído hasta Roma, Álex ya había podido comprobar que el Primer Nivel de la orden derrotada lo integraban personalidades de gran relieve social y político: miembros de la nobleza europea, políticos en activo, directores de cine, escritores, pintores, renombrados modistos españoles, franceses e italianos, y hasta caras muy populares del mundo del cine y de la televisión, pero el agente vaticano optó muy sabiamente por guardarse este secreto.

Tan pronto como Correcaminos abandonó el despacho, Maldini puso sobre la mesa el maletín que contenía el dinero y los documentos que Álex había exigido. El cardenal insistió en que el joven hiciese el recuento de los bonos al portador emitidos por la Banca Vaticana, equivalentes a un millón y medio de euros, pero el teniente de la Guardia Suiza se negó a ello con un elegante ademán de su mano diestra. Después cerró la tapa del maletín, dándolo todo por bueno. A su comandante, esa prueba de confianza le pareció simplemente estupenda.

—Well, well, well! —comenzó diciendo el cardenal en su propia lengua—. En primer lugar quiero felicitar a nuestro agente secreto por la brillante acción llevada a cabo, pero, sobre todo, quiero agradecer a la señorita… ¿Saint Clair? —Sandra asintió con la cabeza— su enorme sentido de la responsabilidad, su arrojo, su capacidad de sacrificio y las tremendas decisiones que ha tenido que tomar en las últimas horas en una soledad casi absoluta… Señorita Saint Clair, muchas gracias en nombre de Su Santidad, en el mío propio y en el de toda la Cristiandad.

—Gracias, monseñor —respondió ella en un gesto cortés y lacónico a un mismo tiempo, y es que a la ex Protegida las frases grandilocuentes le producían migraña últimamente.

—Y permítame igualmente recordarle de paso, señorita, que no es ésta la primera vez que un miembro de su linaje toma la decisión de ponerse al servicio de la causa de Cristo, aunque sé que usted será indulgente conmigo si pongo en duda que por sus venas corra la sangre del Salvador.

—Monseñor —repuso Sandra de inmediato con una sonrisa tímida—, todo lo que puedo saber sobre esa cuestión es que mi factor RH siempre fue plebeyamente B positivo, y los analistas médicos que me han atendido hasta ahora jamás hallaron prodigio alguno en el fluido rojo que circula por mis venas. En cualquier caso, monseñor, agradezco sus palabras, pero debo confesarle que no siempre estuve demasiado segura de lo que debía hacer.

—Eso solamente puede contribuir a reforzar nuestra gratitud hacia usted, señorita Saint Clair. Con su valerosa actuación, usted y su compañero han evitado que se produjese un malentendido entre el Vaticano y algunas instituciones seculares de nuestro tiempo.

—¿Un malentendido dice, su eminencia? —Sandra se había quedado un tanto desorientada—. Pues yo pensaba que ustedes estaban en guerra contra masones peligrosos que poseían información comprometedora contra la Santa Sede.

El cardenal cruzó sus manos, cerró los ojos, arrugó el ceño y trazó una sonrisa en su rostro que a Sandra le pareció un tanto chulesca.

—Mire usted, señorita Saint Clair: ni O'Donnell ni Ben Zahdon, ni siquiera la sociedad a la cual se entregan con una lealtad digna de mejor causa, son los verdaderos artífices de la gran conspiración antivaticana que aspira a adueñarse del mundo occidental y cristiano. Toda esta gente actúa únicamente como testaferros de lujo a quienes poder echar la culpa de todo cuando las cosas no salen bien. Además, la masonería auténtica es otra cosa, miss Sinclair. Como experta en el tema, usted debería saberlo mejor que nadie.

Sandra callaba prudentemente, pero Álex estaba muy perplejo.

—Pues entonces… ¿quiénes son exactamente los grandes conspiradores antivaticanos, eminencia? —El guardia suizo parecía estar realmente preocupado.

—¿Los grandes conspiradores antivaticanos? —repitió el cardenal con deliberada lentitud, arrugando de nuevo el entrecejo al tiempo que se pasaba la mano por la barbilla—. Teniente, los grandes conspiradores antivaticanos han sido siempre monarcas, jefes de Estado, políticos, científicos prestigiosos, intelectuales encumbrados e individuos muy influyentes repartidos por todo el orbe. Algunos conspiran a la luz del día, y otros continúan maquinando en la sombra, pero les puedo asegurar a ustedes que todos ellos nos tienen… ¿Cómo diría yo…? —El alto clérigo medía sus palabras—. Nos tienen… nos tienen un cierto «respeto», eso es. También hay entre ellos flamantes multimillonarios y personajes de gran relevancia social a quienes encantaría poder hincar el diente a esta Casa. Pero nosotros tenemos un poderoso aliado que nos cuida desde hace ya mucho tiempo.

—¿Un poderoso aliado? —preguntó Álex con toda inocencia, antes de morderse el labio inferior.

«¡Pues claro, chaval, pareces tonto! intentaba transmitir Maldini a su agente telepáticamente, mirándole de soslayo y dibujando en su rostro una sonrisa de suficiencia—. ¡La CIA, chorlito!»

Álex miraba a su comandante como un bobo acabado y sin comprender las palabras del cardenal, al tiempo que Sandra bajaba la cabeza y miraba a su eminencia por el rabillo del ojo con una sonrisa cómplice. La mujer sabía perfectamente a qué «poderoso aliado» se había referido el californiano, pero también podía ser discreta.

Fue entonces cuando el prefecto alzó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba, elevó la mirada hacia un cielo que se adivinaba más allá de los techos de la basílica y mantuvo su postura durante algunos segundos, señalando en silencio la supuesta ubicación del «poderoso aliado» y agradeciéndole a un mismo tiempo la ayuda recibida.

Álex se sonrojó como la esfera solar al ponerse entre brumas, sin saber realmente dónde fijar la mirada; todo ello mientras el comandante seguía hablando en silencio, sólo que esta vez se estaba dirigiendo a sí mismo: «Mira que llegas a ser gilipollas, Giaccomo. Veinte años en el Vaticano y todavía no los conoces.»

El cardenal continuó expresando a los tres convocados su punto de vista acerca de algunos asuntos con gran determinación y un mayor optimismo. A pesar de sus 62 años recién cumplidos, aquél era un hombre jovial, locuaz, buen polemista y casi tan convincente en el uso de la palabra como pudo haberlo sido en su tiempo el mismísimo Santo Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos y la lengua más afilada de la Santa Inquisición. Monseñor parecía saber de todo y se expresaba con la seguridad de una mente inspirada por la voluntad divina; pero, al igual que Sandra, también sabía escuchar.

—Hermanos, desde que nuestra Iglesia existe, los vigilantes de la verdad revelada nos hemos dedicado con toda la fuerza de nuestra fe a defender los principios del Cristianismo contra herejías de todo tipo, monarcas soberbios, templarios, iluminados, francmasones, carbonarios, prioratos de Sión y otros grupúsculos de mayor o menor entidad. Y todos ellos siempre aseguraron tener pruebas definitivas para acabar de un plumazo con la Iglesia de Roma.

—¿Y no les preocupa tener que hacer frente a tanto enemigo junto, eminencia? —terció Sandra.

—Solamente lo justo, hija mía… —contestó el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en tono paternal—. Les contaré un pequeño secreto: no existe nada supuestamente auténtico que esos fantasiosos aseguren tener en su poder que no tengamos nosotros guardado en la Biblioteca Vaticana o en algunos de nuestros centros de seguridad.

—¿Incluso los Evangelios gnósticos, monseñor? —Esta vez Sandra preguntaba con más malicia que unos momentos antes.

—Especialmente los mal llamados «Evangelios gnósticos», señorita —replicó el cardenal con toda rotundidad—. ¿Para qué preocuparse de copias manipuladas escondidas aquí y allá cuando los auténticos códices y las reliquias cristianas más venerados siempre estuvieron en nuestro poder? ¿O acaso creen ustedes que los antiguos cristianos se deshacían alegremente de sus documentos después de cada concilio? On the contrary, my dear. Los guardaban como oro en paño en las cámaras secretas de iglesias y monasterios medievales, hasta que casi todo el material fue siendo transferido poco a poco a la Iglesia de Roma a lo largo de siglos, para ser finalmente depositado en la Biblioteca Vaticana y en otros almacenamientos secretos construidos a partir de 1337, cuando la catedral de San Juan de Letrán cedió su sede papal al Vaticano.

—Según parece deducirse de sus palabras, monseñor —soltó la joven repentinamente—, ustedes también podrían ser custodios del mítico Santo Grial.

La pregunta borró de un plumazo la sonrisa que hasta ese preciso instante había presidido el rostro del nuevo prefecto, que ahora miraba a Sandra con ojos más incisivos y un semblante contraído.

—Mire usted, señorita… Aquí no sentimos una gran afición por delirios medievales, fantasías esotéricas o autores de relatos mesiánicos cuya finalidad principal consiste en ganar dinero con sus ensoñaciones utilizando a la Iglesia Católica como producto de consumo. Yo personalmente creo que, como sucedió con muchos objetos sagrados de la época de Cristo, el Cáliz Sagrado simplemente se perdió en algún momento de la Historia, pero su importancia simbólica sigue iluminando la llama de nuestra fe como el primer día. Naturalmente, dejando aparte el interés arqueológico que esta reliquia pudiese levantar en el caso remoto de ser hallada.

—Así pues, supongo que su eminencia tampoco tendrá formada ninguna opinión sobre el llamado «enigma de Montserrat» —añadió Sandra más maliciosamente que nunca.

—¿El enigma de Montserrat? —Ahora el cardenal estaba delatando ante los presentes un estado de perplejidad total—. ¿De qué clase de enigma me está usted hablando, señorita? —La aludida le respondió con un silencio impenetrable y los ojos clavados en las pupilas del prefecto—. Supongo —continuó éste, mirando a Sandra con un talante intimidatorio— que usted no se estará refiriendo a los ochenta y dos Evangelios apócrifos que un monje benedictino guardaba hasta ayer mismo en una caja fuerte de seguridad y que cierta antepasada suya donó a la abadía de Montserrat, junto con todas sus joyas, como muestra de gratitud por la protección eclesiástica recibida.

Ahora era Sandra quien se había quedado muda por la sorpresa recibida. El contraataque del prefecto no podía haber sido más directo, contundente e inesperado.

—¿Ustedes sabían todo eso? —preguntó Álex con un semblante no menos desconcertado que el de su compañera.

—But of course! —El cardenal respondía mostrando una gran seguridad—. Hace más de doscientos años que una copia del Anuario de Montserrat de 1793 descansa en uno de los estantes de la Biblioteca Vaticana, agente Martínez. Estoy seguro de que la fecha le resultará familiar a su compañera de aventuras… ¿Me equivoco, señorita Saint Clair?

Sandra permanecía en un silencio engendrado por la perplejidad mientras también se preguntaba a sí misma: «Pero… ¿cómo puede saber este tío todo eso?»

—Sin embargo, señorita Saint Clair —prosiguió el cardenal, dirigiéndose a Sandra en exclusiva—, debo confesarle que hasta ayer mismo nadie en la Santa Sede se molestó jamás en rastrear su linaje. Ya les he comentado a ustedes anteriormente que el esoterismo mesiánico no es precisamente una de nuestras debilidades.

Sandra seguía muda de asombro, Álex estaba mentalmente noqueado, pero Giaccomo Maldini había dado un respingo en su silla. Y es que a lo largo de toda aquella aventura, ni a Urquiola ni a él mismo se les había pasado por la cabeza que el secreto de los Rialc hubiese estado riéndose de ellos en la solicitud de la Biblioteca Vaticana hasta que el abad de Montserrat confirmó al defenestrado jesuita la verdadera identidad de Sandra por medio de un fax el día anterior.

—Entonces, eminencia —intervino Álex, tratando de tranquilizarse como creyente—, aquí tampoco debemos preocuparnos demasiado por las tumbas de Jesucristo y María Magdalena.

—Permítame la precisión, joven: las falsas tumbas de Jesucristo y María Magdalena, el falso anillo de Pedro o el falso tesoro bíblico de Rennes-Le-Cháteau que el rey visigodo Alarico supuestamente se llevó de Roma tras saquear la ciudad. Pero debo insistir, una vez más, en el hecho de que todas esas fantasías esotéricas y mesiánicas aquí no interesan lo más mínimo. Sabemos que cada cierto tiempo nos las hemos de ver con los mismos pesados de siempre. Tienen sus sociedades más o menos secretas, su estructura jerárquica, sus ceremonias delirantes, y sus dogmas heréticos a los cuales entregan su voluntad y su fe… ¡Pobres diablos! Nosotros simplemente dejamos que jueguen a las conspiraciones durante algún tiempo y, cuando deciden enseñar los dientes, volvemos a colocar cada cosa en su sitio y a cada uno en su lugar.

—Entonces… ¿qué es lo que verdaderamente les preocupa a ustedes, en estos tiempos tan vacilantes para el espíritu que nos ha tocado vivir? —inquirió Sandra, tratando de reponerse de su sorpresa.

—¡Esa es la pregunta, señorita! —exclamó el prefecto, señalándola con un dedo índice—. Miren ustedes, lo que verdaderamente nos preocupa hoy día es el hambre en el mundo, los conflictos armados, el integrismo religioso y violento de cualquier signo, la pérdida de valores tradicionales o el materialismo salvaje espoleado por una publicidad diabólica. Pero también nos preocupa la rapidez con la que se están extendiendo nuevos movimientos heréticos en el seno de comunidades cristianas, dirigidos a gentes intoxicadas en su buena fe por escritores oportunistas e intelectuales falaces y desaprensivos cuyo principal objetivo no es otro que hacerse ricos y famosos lo más rápidamente posible, y generalmente a costa de la verdad.

—Pero el auge del gnosticismo en todo el mundo tradicionalmente cristiano es un hecho incontestable, eminencia. Ahí tiene usted, por ejemplo, a los novelistas de moda, vendiendo millones de libros antivaticanos por todo el mundo —señaló Sandra oportunamente.

—Mire usted, señorita: el esoterismo gnóstico y otras sandeces por el estilo suelen aparecer en tiempos de crisis moral, culto al materialismo, pérdida de valores tradicionales o incertidumbre ante el futuro. Luego, esos profetas de cartón piedra aprovechan la ocasión para levantar sospechas sobre la verdadera naturaleza de las cosas: el mundo no es lo que parece; los poderes tradicionales encarnados por la Iglesia Católica y los gobiernos afines nos ocultan la verdad; existe una conspiración ecuménica que nos mantiene en la ignorancia y en la superstición; el Papado apagó la luz de la Historia en la Edad Media, y otros disparates por el estilo… Templarios modernos contra el Vaticano… ¡Qué tontería, Dios mío! Por suerte o por desgracia, el mundo en el que vivimos es mucho más complicado y diverso de lo que podría deducirse de este antiguo conflicto entre cristianos que, al fin y al cabo, están condenados a entenderse más tarde o más temprano.

El californiano estaba inmenso, y a Maldini se le caía la baba sólo con verle y oírle.

—Sin embargo —prosiguió el prefecto—, también debemos reconocer que no son pocos los que hoy día se dejan llevar fácilmente por estas llamadas a la amoralidad y al relativismo religioso, lanzadas a los cuatro vientos por evocadores de un supuesto pasado perdido, profetas de cartón-piedra y arríanos de pega que pretenden hacernos creer que no existe más paraíso que el que nosotros mismos podemos montarnos aquí, en la Tierra. Los paganos de nuestro tiempo proclaman la existencia de una diosa universal que nunca existió, nos incitan a cultivar los placeres de la carne, predican la inexistencia de valores supremos, la ausencia de vida más allá de la muerte, la inclinación hacia lo fácil, lo cómodo o lo más bajo de nuestra naturaleza humana. Ésas son nuestras grandes preocupaciones, señorita Saint Clair, y no los supuestos secretos histórico-religiosos que dicen poseer esos falsos templarios que tienen cuentas numeradas en paraísos fiscales, visten ropa de Armani, Versace o Vuitton, conducen coches deportivos de gran cilindrada, juegan al golf, beben whisky de treinta años, frecuentan los grandes casinos y clubs privados de todo el mundo, y hacen un gran alarde de su Visa dorada allá donde se presentan. Y encima se hacen llamar «Pobres Caballeros y Damas de Cristo y de no sé qué más». ¡Qué cara más dura, Dios mío!

—Pues yo tenía entendido que algunas de esas organizaciones realizaban labores sociales y obras de caridad en países del Tercer Mundo de vez en cuando.

El comentario pertinente de la joven quedó sin respuesta, lo cual hizo sentirse a Sandra un tanto incómoda. El prefecto se había despachado a gusto contra los enemigos modernos de la Iglesia Católica, Maldini mostraba una satisfacción materializada en una sonrisa de oreja a oreja, y Sandra y Álex parecían haber optado por un prudente silencio que el cardenal no estaba dispuesto a consentir que se alargara más de la cuenta..

—Y usted, señorita Sinclair, ¿qué opina de todo esto? —La pregunta que el cardenal había dirigido a la joven estaba impregnada de una curiosidad genuina.

—Tengo entendido que el apellido es Saint Clair, eminencia —corrigió Sandra lo que ella entendía como una manifestación de prepotencia y falta de respeto.

—Sinclair es la versión norteamericana del apelativo europeo Saint Clair, señorita.

Eso no se lo habían dicho los nuevos templarios a Sandra.

—Gracias por la aclaración, eminencia… —respondió la joven profesora con las mejillas ligeramente enrojecidas—. En cuanto a mi opinión sobre todo lo que nos ha contado… Bueno… yo pienso que existe la posibilidad de que la verdad completa se halle repartida entre las Cartas de Pablo, los Evangelios canónicos, los Evangelios apócrifos y otros documentos antiguos. Como historiadora, yo votaría por revisarlo todo con una buena lupa.

—Eso ya lo hicimos nosotros al establecer el canon hace muchos siglos, hija mía, y no hemos visto que haya brotado nada nuevo bajo el sol. En lo que a mi congregación atañe —concluyó el prefecto con afectada gravedad—, devolver la fe a quienes puedan haberla perdido, o simplemente la mantienen momentáneamente en suspenso, se ha convertido en la gran misión que da sentido a nuestra vocación pastoral. Pero también le puedo asegurar que aquí se estudian los textos antiguos con la mayor atención y respeto.

—¿Y no les inquieta a ustedes que la verdad de esos falsos profetas pueda llegar a acorralar la verdad oficial que aquí se predica?

Al formular esa pregunta, Álex mostraba un cierto aire de inquietud en el semblante. Al fin y al cabo, él seguía siendo un creyente.

—Mire, teniente… Solamente hay una verdad posible; todo lo demás, simplemente, no es verdad. Nosotros llevamos casi dos milenios predicándola y ha sobrevivido a cientos de movimientos anticlericales, cismas heréticos, ordenes masónicas y chiflados de todos los colores. Y aquí seguimos, ocupando la cátedra de Pedro con nuestros errores humanos y también con nuestros aciertos, pero siempre guiados por la fe que nos fue revelada por Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; que nos fue predicada por Pablo y los Evangelistas del canon; que nos inculcaron los mártires de la Iglesia a lo largo de todos los tiempos con su sacrificio personal; que mantuvieron viva los monjes medievales en la soledad de sus monasterios. La misma fe que hoy día siguen profesando muchos millones de creyentes en todo el mundo que no se han dejado arrastrar por engañosos cantos de sirena. A todo eso dedicamos nuestro esfuerzo diario, nuestra voluntad y la vida misma, y nadie puede sentirse más feliz que nosotros en la gran empresa que nos ha sido confiada por el Señor.

—Disculpe mi insistencia, monseñor, pero todavía tenemos pendiente el enigma de Montserrat —intervino Sandra, que volvía a arrugar el entrecejo.

—Excuse me, miss Sinclair, pero desconozco a qué dichoso enigma sigue usted refiriéndose tan insistentemente. Por lo que yo sé, los monjes benedictinos de Montserrat siempre se mantuvieron fieles a la Iglesia de Roma y a la regla de San Benito.

—¿Se refiere a la misma regla por la cual se regían los antiguos caballeros templarios masacrados por el Papa Clemente V y el rey de Francia, monseñor? —repuso la joven. Ésa tampoco era una pregunta carente de intencionalidad.

—Bueno… sí… los verdaderos templarios seguían esa regla, claro —masculló el cardenal visiblemente molesto por la aguda observación de Sandra—, aunque con grandes aportaciones de las reglas de San Agustín y del Císter respectivamente, como usted seguramente sabrá. En cualquier caso, señorita, los monjes montserratinos siempre obedecieron escrupulosamente el mandato evangélico de dar asilo a los perseguidos… —Carraspeó un poco—. Mire usted, no hace demasiados años, por ejemplo, esos monjes todavía ofrecían su santuario a disidentes políticos del régimen de Franco, lo cual supuso a los clérigos tener que sufrir la enemistad manifiesta de los poderes públicos de la época, y…

—No se trata de eso, eminencia —le interrumpió Sandra—. El misterio de Montserrat podría ser algo mucho más relevante que todo lo que nos estamos contando.

—¿No se estará usted refiriendo a las sorprendentes caras humanas que forman algunas montañas de Montserrat recientemente fotografiadas por satélites de la NASA? —preguntó Maldini en un esfuerzo baldío por desentrañar el misterio.

—No, comandante. Tampoco me refería a eso.

—Bueno, pues ya me dirá usted de qué estamos hablando, señorita —resumió el príncipe de la Iglesia entre incómodo y resignado.

Hasta ahora, el prefecto había creído tener la llave de todas las respuestas y mostraba la seguridad propia de un iluminado, pero la reflexión que Sandra estaba a punto de proponerle iba a dejar al californiano prácticamente sin habla y algo memos iluminado que unos momentos atrás.