El QUIJOTE DE AVELLANEDA, UN PLAGIO QUE HARÁ HISTORIA
El éxito tan fulgurante de la primera parte de la historia de don Quijote pedía a gritos una segunda parte, y el primero en reclamarla era el editor Francisco de Robles, ávido de volver a ganar tanto dinero como ganó con la primera parte. Sin embargo, el que menos prisas parecía tener era el mismo Cervantes, imbuido como estaba en nuevos proyectos que se le amontonaban unos con otros. Una vez terminadas sus Novelas ejemplares, su Viaje del Parnaso y sus Ocho comedias y ocho entremeses, parece que Cervantes tomó papel y pluma para volver a hacer cabalgar a don Quijote, mientras lo alternaba con la que, según él, iba a ser su mejor creación de todas, el Persiles. En esto estaba nuestro escritor cuando, en septiembre de 1614, ya casi acabada la segunda parte de su novela más universal, al llegar al capítulo LVIII, un hecho inesperado alteró todo el proyecto inicial. Al sin par don Quijote le había salido un hermano bastardo. Alguien se le había adelantado y había publicado la segunda parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. ¿Su autor? Escondido tras la máscara de un seudónimo: Alonso Fernández de Avellaneda.
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Portada del Quijote de Avellaneda. Nunca se ha descubierto todavía quién se escondía tras el seudónimo del licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, si es que era un pseudónimo. Lo que sí es seguro es que su prólogo, en el que se ataca duramente a Cervantes, fue, o bien escrito, o bien dictado por el mismo Lope de Vega.
Suponemos que Cervantes debió recibir la noticia de que le habían plagiado como una puñalada por la espalda, y más, con la incertidumbre de no saber de quién se trataba. En esta época no existían leyes contra el plagio, por lo que Cervantes no podía resolver el caso en los tribunales, como se haría hoy en día. Sólo le quedaba agudizar el ingenio más aún de lo que estaba habituado, y el resultado no pudo ser más brillante, ni su respuesta más elegante, como no podía ser de otra manera tratándose de él. Porque el tal Avellaneda no sólo se limitó a reescribir el Quijote auténtico, sino que en su prólogo arremete contra Cervantes de una forma hiriente y cruel. Sin duda Avellaneda conocía bien a Cervantes y le tenía un odio cerval.
¿Quién se escondía tras el pseudónimo de Avellaneda? Esa es la pregunta que durante estos cuatro últimos siglos todos los especialistas se hacen, sin que hasta el momento hayan recibido ninguna respuesta satisfactoria. En los esfuerzos por averiguar la verdadera personalidad del impostor durante todo este tiempo, se ha querido ver a hombres de letras como Mateo Alemán, Bartolomé Leonardo de Argensola, Guillén de Castro, Tirso de Molina, Suárez de Figueroa, y, por supuesto, Lope de Vega, quien de hecho bien pudo escribir el prólogo insultante. También se ha querido ver la mano de un gran señor, como el duque de Sessa, amigo y protector de Lope; un religioso, como a Juan Blanco de Paz, el dominico que acusó a Cervantes de sodomita en Argel, o fray Luis de Aliaga, el confesor del rey. Por boca de don Quijote, el auténtico, el mismo Cervantes nos da una pista al decir que su plagiador debía de ser aragonés, ya que «tal vez escribe sin artículos». Por la cantidad de citas religiosas en latín eclesiástico, las alabanzas a la vida conventual y las alusiones repetidas a la devoción al rosario, más parece tratarse de un clérigo que de un lego, aunque podría tratarse de clérigo y escritor a la vez. El cervantista Martín de Riquer nos ha puesto sobre la pista de un sospechoso que tiene muchas posibilidades: Jerónimo de Pasamonte. Soldado y escritor que inspiró a Cervantes el personaje del galeote Ginés de Pasamonte que libera don Quijote de la cuerda de presos que se dirigen a las galeras. De origen aragonés, según de Riquer, este habría puesto su pluma al servicio de Lope para cometer tamaña venganza. De hecho, el personaje de Ginés de Pasamonte reaparece en la segunda parte del Quijote bajo los rasgos de Maese Pedro, el titiritero al que don Quijote destroza sus marionetas.
Avellaneda nunca logró su propósito, el de eclipsar las figuras creadas por Cervantes de don Quijote y Sancho Panza, los auténticos, pues en su novela estos no alcanzan a los otros ni en dignidad, ni en realismo, ni en gracia, ni en trascendencia; no son más que unos monigotes irrisorios que incluso ensalzan más a los auténticos, a los creados por el verdadero genio, con lo que aún le hizo un favor a Cervantes. Es como si las Meninas hubieran sido copiadas por un pintorucho de segunda categoría; tendríamos siempre el punto de comparación entre lo mediocre y cotidiano y lo excelso y sobrenatural. Una obra vulgar que refleja la personalidad mediocre también de quien la creó, especialmente en su insolente prólogo, en el que arremete contra Cervantes de forma totalmente gratuita, diciendo que es tan viejo como el castillo de San Cervantes, haciendo referencia seguramente al de San Servando, en Toledo. Le tilda de amargado y malhumorado, pues «todo y todos le enfadan», dando así su explicación de por qué Cervantes no encontró a ningún poeta amigo que quisiera ilustrar los preliminares del primer Quijote con sus versos.
¿Cuál va a ser la respuesta de Cervantes a estos ataques en el prólogo de la segunda parte auténtica? En primer lugar con un absoluto desprecio a las burdas palabras del mezquino impostor. Él sabe con la impaciencia que el atacante espera su réplica, pues no le va a dar ese gusto:
¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganza, riñas y vituperios del segundo «don Quijote», digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona[11]! Pues en verdad que no te he de dar este contento; que puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Quisieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya.
D. Q. II, Prólogo
Convendrán los lectores conmigo en que Cervantes no puede ser más elegante y señor en su respuesta. Lo único que le va a reprochar a continuación son sus insultos personales, como no podía ser de otra manera:
Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; […] y hace de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.
D. Q. II, Prólogo
Estas palabras de Cervantes ante un enemigo tan implacable denotan inteligencia, sabiduría de la vida, templanza y un espíritu mesurado, humano y de buena ley, lo que le hizo estar en inmejorables condiciones para crear la segunda parte de su Quijote que, para todos los grandes críticos de la novela, supera a la primera, dándole ese carácter de inmortalidad que va a tener para siempre.