«YO MISMO TRAERÍA LA LEÑA PARA QUEMAR A MI HIJO SI ESTE FUERA UN HEREJE»

Se dice que estas mismas palabras fueron pronunciadas por Felipe II en el gran Auto de fe que se celebró en Valladolid en mayo de 1559. Creo que, de ser verdad que las dijo, son muy definitivas para entender la personalidad de este monarca que ha sido y es aún hoy en día uno de los iconos históricos que más se relacionan con España. No con la España actual, claro está, pues con nuestra mentalidad es difícil de entender cómo un padre puede pronunciar semejantes palabras, pero sí con la España en la que vivió Cervantes.

Hacia finales de la década de los cincuenta del siglo XVI Europa vio como se cernían negros nubarrones de intolerancia y dogmatismo religioso que oscurecieron la luz del primer Renacimiento. En Roma, el pontificado de Paulo IV Caraffa, aquel que excomulgara a Felipe II, dio un giro de ciento ochenta grados al estilo de vida mundana que venía caracterizando a la curia papal durante el Renacimiento. El arte de Miguel Ángel y de Rafael, aunque también, por qué no decirlo, la vida licenciosa y pagana de los papas, dio paso a las hogueras de la Inquisición en Campo dei Fiori, la plaza dedicada a este tipo de actos, y a una mayor austeridad. En 1559 se publica el primer Índice de libros prohibidos para la Iglesia católica y cinco años después se clausurará el Concilio de Trento, promulgando una serie de rígidos preceptos tridentinos de obligatorio cumplimiento en todos los países católicos.

Ese mismo año de 1559, es también el de la vuelta a España de un Felipe II más decidido que nunca a acabar con cualquier foco de herejía en cualquier parte de sus vastos territorios. En septiembre de 1558 había fallecido en el monasterio de Yuste su padre el emperador, y en noviembre de ese mismo año, su esposa, la reina de Inglaterra María Tudor. Después de imponer sus condiciones a Francia en la Paz de Cateau-Cambrésis, ya nada le retenía en el norte de Europa, y preocupado por el hallazgo de dos importantes focos protestantes en Sevilla y Valladolid, decidió regresar cuanto antes —ya no volverá a salir nunca más de España—, no sin antes dejar a su medio hermana la princesa Margarita de Parma como gobernadora de los Países Bajos, asesorada por su hombre de confianza, el cardenal Granvela.

Nada más poner un pie en España, se celebran los famosos autos de fe de Valladolid, presididos por él mismo, y de Sevilla, donde fueron quemados vivos un centenar de herejes. En ese mismo año se publica en territorio español el Índice de libros prohibidos del inquisidor Valdés, mucho más restrictivo que el mismo romano, y se cierran las fronteras para que ningún español vaya a estudiar fuera de España, exceptuando las universidades de Coímbra y Bolonia. También se inicia un proceso inquisitorial contra el que había sido confesor real e inquisidor, el arzobispo Bartolomé de Carranza, acusado de erasmista. Este es un dato muy significativo, pues por primera vez hasta un prelado de la más alta jerarquía eclesiástica como Carranza, hombre de confianza del rey e incluso antiguo inquisidor, era víctima del temido Santo Oficio, cundiendo la sensación de que nadie, por muy alto nivel en la jerarquía social a la que perteneciera, estaba a salvo ante la Inquisición, otorgándole un poder aterrador. Había que extremar las precauciones de qué se decía en público o qué se escribía, si no se quería pasar por la desagradable experiencia de vérselas frente al alto tribunal. Atrás habían quedado la libertad de pensamiento, la innovación, el optimismo y la sensación de estar viviendo uno de los momentos más brillantes de la civilización occidental: el del primer Renacimiento, más o menos entre 1400 y 1550. La aparición del protestantismo y del calvinismo, que había supuesto la mayor fractura social y del estatus quo en Europa desde el principio de la cristiandad, había dado paso a un recelo por los cambios y las nuevas ideas, que había hecho que cada credo religioso, católicos y protestantes, se atrincherara en sus rígidas posiciones intentando imponerse el uno al otro por la fuerza. Cualquier indicio de sospecha de poder tener al enemigo en casa, bien fueran protestantes en España o bien católicos que conspiraran en los centros del protestantismo, era un riesgo que nadie se podía permitir. Por eso, la segunda mitad del siglo XVI va a vivir una auténtica histeria colectiva por ambos bandos motivada por el miedo a la herejía, que pudiera desestabilizar los gobiernos y la sociedad, ya fuera la católica o la protestante[2].

En Inglaterra a la muerte de María, subirá al trono su medio hermana la princesa Isabel como Isabel I, conocida como la Reina Virgen, quien dirigirá con mano firme los destinos de ese reino durante cuarenta y cuatro años, volviendo a ponerlo bajo la religión protestante desde el primer momento, desafiando así al rey de España en particular y al resto de monarcas católicos y al Papa en general, liderando las fuerzas del protestantismo en Europa como el país más importante adscrito a ese credo religioso.