EL AGOTAMIENTO DE CARLOS V: EL EMPERADOR CEDE EL PESO DE LA MONARQUÍA A SU HIJO FELIPE

Después de la gran victoria del emperador Carlos V contra sus rebeldes protestantes en Mühlberg en 1547, la fortuna le dio la espalda, hasta que el cúmulo de frentes abiertos y una serie de derrotas acabaron minando su salud, no sólo física sino, peor aún, mental.

Primero fue la traición de su único aliado protestante, el príncipe Mauricio de Sajonia, quien se pasó a los enemigos de la Liga de Esmalcalda, liderando la ofensiva contra su antiguo aliado y amigo, el emperador, sorprendiéndole en 1551 cuando este se encontraba en Innsbruck, donde a punto estuvo de ser hecho prisionero por Mauricio si no llega a escapar a tiempo, lo que le avergonzó y humilló para el resto de su vida. Luego la estrepitosa derrota del sitio de Metz en 1553, antigua ciudad imperial, ahora ocupada por el nuevo rey de Francia Enrique II, cuya heroica resistencia obligó al hasta ahora invencible estratega militar español, el duque de Alba, a levantar el cerco de la ciudad, dejándola así en manos francesas para siempre.

El emperador veía perder su salud de día en día. Acechado por la gota, catarros, estreñimiento y un sinnúmero más de enfermedades, a sus cincuenta y tres años estaba prematuramente envejecido. Durante todo el año de 1553 y buena parte de 1554, Carlos sufrió una severa depresión. Ya se había observado anteriormente algún episodio depresivo en su vida pero ninguno tan profundo y prolongado como este: «Siempre está pensativo y muchas veces y ratos llorando tan de veras y con tanto derramamiento de lágrimas como si fuese una criatura», escribía un consejero al príncipe Felipe. Durante esta fase de su vida, el emperador aborrecía tratar ningún asunto de estado, poniendo así en peligro la buena marcha de su monarquía. Era tal el peso de sus responsabilidades que se convenció a sí mismo de que había llegado la hora de pasar el testigo a su hijo, el cual estaba ya suficientemente preparado para tal efecto.

El 25 de octubre de 1555, en Bruselas, ante una sala abarrotada con todo lo más granado de la nobleza borgoñona y flamenca que conformaban los llamados Estados Generales de los Países Bajos, el emperador Carlos entró en la sala avanzando de modo renqueante, apoyándose en un bastón con una mano y en el hombro de un jovencísimo Guillermo de Orange, el que más tarde sería enemigo implacable de Felipe II, con la otra. Antes de ceder la soberanía de los Países Bajos a su hijo, Carlos pronunció aquel famoso y emotivo discurso que decía:

[…] nueve veces fui a Alemania, seis he estado en España, siete en Italia, diez he venido aquí a Flandes, cuatro en tiempo de paz y de guerra he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui a África. Y para eso he navegado ocho veces el mar Mediterráneo y tres el océano, y agora será la cuarta que volveré a pasarlo para sepultarme.

FRANCKEN EL JOVEN, Frans. Alegoría de la abdicación del emperador Carlos V en Bruselas (h. 1630-1640). El monarca abdicó el 25 de octubre de 1555. Rijksmuseum, Ámsterdam (Países Bajos).

Mientras hablaba, no había «un solo hombre en toda la asamblea que no derramara abundantes lágrimas». Hasta el mismo emperador, ese gran hombre que había dictado su ley en Europa durante casi medio siglo, tuvo que interrumpir su discurso al verse embargado por la emoción. Su hijo, el hasta ahora príncipe Felipe, tomó el relevo, pero su discurso no fue tan lucido. Lo primero que hizo fue disculparse por no poder hacerlo en francés, la lengua oficial de los Estados Generales —Felipe sólo hablaba bien castellano y algo de portugués—, y en consecuencia, invitó al gran consejero borgoñón de su padre, Antoine Perrenot, el cardenal de Granvela, a que diera el discurso en su nombre. Mal comienzo y mala impresión para los que iban a ser sus súbditos a partir de ese momento.

El resto de los territorios de Carlos se cedieron mucho después. El 16 de enero de 1556 se transfirieron los territorios de España y sus dominios. Posteriormente Carlos cedió a su hijo los territorios italianos del Sacro Imperio: el ducado de Milán. En febrero de ese mismo año se transfirió el Franco Condado, la otra parte del ducado de Borgoña. La abdicación formal de la corona imperial, es decir la del Sacro Imperio Romano Germánico, no se hizo hasta 1558, unos meses antes de la muerte del emperador Carlos. Por un acuerdo familiar, se decidió que esta corona pasaría no a su hijo, sino a su hermano Fernando, escindiéndose así las dos ramas de la familia Habsburgo: por una parte la española, que a partir de ahora dejaría de ostentar el título de emperador, y por otra la austriaca, que gobernaría el Sacro Imperio y más tarde el Imperio austrohúngaro hasta su desaparición tras la Primera Guerra Mundial en 1918.

Como de todos es sabido, Carlos V, el gran césar que un día dominara el mundo entero, se retiró al monasterio de Yuste en Extremadura, donde entre salmos y tedeums por la salvación de su alma que entonaban los monjes se fue apagando poco a poco. En los últimos años de su vida, Carlos, que había gozado tanto de los placeres de la vida, se volvió un santurrón, obsesionado con la idea de la salvación. Consciente de no haber podido acabar con el protestantismo en Europa, y viendo que incluso iba ganando posiciones y adeptos cada día, muy influenciado también por el ambiente religioso cada vez más beligerante de España, había abandonado ya hacía tiempo toda ilusión de poder llegar a un entendimiento con los protestantes, por lo que puso todas sus esperanzas en su hijo Felipe, a quien conminó a que liderara con mano férrea la lucha contra la herejía para acabar con esa hidra de siete cabezas en la que se había convertido.