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Cervantes, soldado de los
tercios (1569-1575)
LA EXPERIENCIA ROMANA
Las palabras escritas por Cervantes cuando tenía ya «puesto su pie en el estribo» —como él mismo alude de esa manera tan gráfica a la cercanía de la parca en la dedicatoria de su Persiles escrito tan sólo dos días antes de su muerte— podrían muy bien estar rememorando su propia experiencia jubilosa, cuarenta y seis años más joven, cuando se vio por fin, después de tan largo periplo, frente a la Ciudad Eterna, libre y fuera del peligro de ser apresado:
¡Oh grande, oh poderosa, oh sacrosanta
alma ciudad de Roma! A ti me inclino,
devoto humilde y nuevo peregrino,
a quien admira ver belleza tanta.
Tu vista, que a tu fama se adelanta,
al ingenio suspende, aunque divino,
de aquel que a verte y adorarte vino
con tierno afecto y con desnuda planta.
La tierra de tu suelo, que contemplo
con la sangre de mártires mezclada,
es la reliquia universal del suelo.
No hay parte en ti que no sirva de ejemplo
de santidad, así como trazada
de la Ciudad de Dios al gran modelo.
Los trabajos de Persiles y Sigismunda, IV, III
En este momento comienza para Cervantes un largo período de diez años —ni él mismo se imaginaba que iban a ser tantos— que son los que pasará fuera de su casa, de su patria y lejos de los suyos. Los primeros cinco años de este período, esto es su época como camarero de un príncipe de la Iglesia primero y como militar con base en Italia después, será una etapa de formación —en un espíritu inquieto y a una edad perfecta para ello—, en la diversidad de las naciones, de las culturas, de las religiones, en la realidad del mundo en suma, que tanto en el siglo XVI como en este es diverso y cambiante, como diversos y cambiantes somos los seres humanos. Lo que en el lenguaje vulgar se llama ampliar horizontes y ver mundo, disciplina tan necesaria y pedagógica para la formación de un espíritu libre, crítico y sin prejuicios, tanto ayer como hoy. Más difícil y singular en el siglo XVI, por las dificultades que entrañaban los viajes y desplazamientos, reservados sólo a una exigua minoría (la mayoría de la población nacía y moría en el mismo lugar, sin tener la oportunidad de ver más mundo que su propia ciudad o aldea).

Roma en el siglo XVI era el gran teatro del mundo, el lugar ideal para que el exquisito espíritu de Miguel de Cervantes se refinara y enriqueciera entrando en contacto directo con su vasta historia y cultura milenaria. Vista del Panteón de Agripa en Roma por Giovanni Battista Piranesi (½ s. XVIII).
Una vez en Roma y a salvo de la justicia española, Miguel, un joven de veintidós años, lleno de vida y con ganas de comerse el mundo, libre y con algo de dinero para su supervivencia —que le habrían prestado sus allegados antes de partir para el exilio—, podemos intuir que se sentiría exultante y pletórico. Más aún, encontrándose donde se encontraba: en esa época, el verdadero ombligo del mundo. Una ciudad como Roma, con toda la belleza y misterio de sus ruinas, en plena transformación hacia la Roma barroca caput mundi que los papas posteriores al Concilio de Trento planearon crear como símbolo del poder renovado de la Iglesia católica, multicultural, multinacional y multilingüe, cuna del arte y del humanismo italiano, que era el foco del mundo entero, le desplegaría ante sus ojos todas las maravillas y ventajas que Cervantes no podría ni haber soñado un año antes. Pues Roma en particular, e Italia en general, era la meca de todo aquel que en esta época pretendía refinar su espíritu y ampliar su horizonte cultural y estético. Especialmente para los españoles de la época, muchos de ellos militares, la experiencia italiana marcaba un antes y un después. Era un universo muy diferente al español, mucho más abierto, tolerante en las costumbres, incluso demasiado licenciosas para algunos, donde podían esponjar su espíritu en los placeres de la vida de todo tipo sin miedo a la Inquisición. Italia era un mundo mucho más rico, inmensamente más refinado y exquisito, culto y desarrollado que España. Nada que ver con el aspecto austero y severo de Castilla. Tanto el paisaje como las ciudades eran mucho más bucólicas, sugerentes y magníficas. Y su sociedad mucho más heterogénea y plural, de costumbres mucho más relajadas y siempre buscando el máximo placer a la vida, en vez de la mortificación castellana, placeres que se reflejaban no sólo en los de la mesa, el sexo y la alegría de vivir, sino también en el arte y la literatura. Por eso, el español que salía de su aldea y pasaba una temporada en Italia ya no volvía a ser el mismo ni a sentir lo mismo cuando volvía a su casa de regreso. La Italia que conoció Cervantes era un complejo de ciudades-estado que se habían convertido desde hacía más de un siglo en el espejo donde toda Europa se quería reflejar, por su creatividad artística y cultural, donde nació el Renacimiento y que aún en la época de Cervantes seguía dando sus últimos frutos (Miguel Ángel había muerto en Roma tan sólo cinco años antes de que llegara Cervantes). Se respiraba un aire de libertad que ya no se toleraba en España, donde todo se había hecho más uniforme y tendente a una ortodoxia controlada. Incluso en Roma, a pesar de ser el centro del poder de la Iglesia católica, se respiraba un ambiente mucho más relajado en las costumbres y se ejercía un control por parte de la Iglesia menos estricto que en España. Estas características de Italia la hacían diferente al resto de Europa, y los italianos, muy conscientes de ello, consideraban bárbaros a todo aquel que viniera de fuera del ámbito cultural italiano. Se daba la paradoja además de que en esta época los estados italianos habían perdido todo el poder político en la misma medida inversamente proporcional con la que se habían hecho con el poder cultural y estético, por lo que miraban despectivamente, no sin cierto rencor, a los invasores que venían de fuera, especialmente a los españoles, que se habían enseñoreado de buena parte de su territorio. Así vemos que, a pesar de las maravillas que se ofrecían ante sus ojos, algunos españoles no aprobaban ciertas costumbres o trato de los lugareños hacia ellos, como se desprende de esta descripción de Roma hecha por el poeta y prosista Luis Gálvez de Montalvo, amigo de Cervantes:
La vida de Roma es, señor, de harto trabajo, do no basta la mucha merced que el cardenal [Ascanio Colonna] me hace para poderla sufrir. Está todo tan estragado y malo de suyo, que sin duda ha de ser mal hombre el que se hallare bien: la mentira, la lisonja, la poca fe, el engaño tan avecindadas, que cada uno come con ellos y duerme; y ansí, cuando recuerdan algunos, se hallan donde es imposible salir. No hay un real, y hay cien mil trapazas; las cárceles, llenas de españoles; los italianos parecen mozos de mulas, toda la vida cantándonos infamias; las calles, llenas de putanas, casadas y por casar; doce mil están en lista, dolas al diablo, y apenas hay quien las mire a la cara; trátase la sodomía con menos recato, harto menos, que comer un huevo en viernes. ¡Bravo caso, aquí donde se topa a cada paso un vicario de Cristo, y tantas y tan grandes reliquias que se puede llamar archivo del cielo!
Estas palabras de Gálvez de Montalvo ponen en evidencia una característica muy típica del sentir y forma de ser del italiano en contraposición al español: si bien los dos países eran indiscutiblemente católicos y el espíritu de la Contrarreforma tenía la misma vigencia en los dos territorios, para los italianos, incluyendo a la alta jerarquía eclesiástica, no estaba reñido el ser católico con el disfrute de los placeres de la vida, para lo que, a veces, no tenían ningún reparo en saltarse ciertas normas rígidas, mientras se guardaran las apariencias, mientras que para el español, mucho menos pragmático, el ser un buen católico exigía cumplir las normas a rajatabla, sin ningún tipo de atajos. El español no entendía un comportamiento moral y religioso adecuado si no era igual tanto de puertas para adentro como de puertas para afuera, de ahí la rigidez que le caracterizaba y le distinguía de entre las demás naciones, incluso en esta época de la que estamos hablando.

Aspecto del foro romano tal y como se lo
encontraría Cervantes en 1570. PIRANESI, Giovanni
Battista. Veduta di Campo Vaccino. Estampa Aguafuerte (entre
1748 y 1778). Biblioteca Digital Hispánica.
Disponible en:
http://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/bdh0000145654
Cervantes llegaría a Roma aproximadamente hacia el mes de septiembre de 1569. Una vez allí, como cualquier turista de cualquier tiempo, lo primero que haría sería pasear por sus calles, plazas y ruinas, y admirar la grandiosidad de sus monumentos, especialmente los de la antigüedad romana, muchos de ellos, aún en esta época, semienterrados o invadidos por la vegetación y los rebaños de ovejas. Estos cinco años en la vida de Cervantes de los que tratamos en este capítulo puede que sean de los mejor documentados, pues a la abundancia de archivos procedente de los registros y pagas de la milicia, se suman muchos extractos de sus obras que bien podrían ser autobiográficos, aunque este tipo de aseveraciones tratándose de la vida de Cervantes siempre hay que cogerlas con bastante precaución. Uno de esos extractos que los especialistas estiman como posibles recuerdos de las experiencias del propio autor en Roma son los que, en boca de Tomás Rodaja, su posible alter ego y protagonista de una de sus más famosas Novelas ejemplares, la del Licenciado Vidriera, nos relata sus quehaceres nada más llegar a Roma:
Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y la beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, y por sus calles, que con solo el nombre cobran autoridad sobre las de las otras ciudades del mundo: la Via Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró y notó y puso en su punto.