EL AÑO EN QUE NACE CERVANTES, PUNTO DE INFLEXIÓN ENTRE DOS ÉPOCAS
En efecto, 1547, año del nacimiento de Cervantes, es un año crucial en el siglo XVI. Es un año bisagra, en el que podríamos poner una línea imaginaria divisoria entre dos reinados de forma general: el del emperador Carlos V, de corte más liberal y abierto todavía a nuevas influencias, más universal, ecuménico, más optimista, heredero del esplendor del primer Renacimiento, y el de Felipe II, su hijo, más cerrado a influencias exteriores, más reaccionario, más receloso ante peligros reales o imaginarios.
En primer lugar, en 1547 mueren dos de las grandes figuras políticas del escenario europeo: Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia, dando paso así al relevo de nuevas generaciones de monarcas y dirigentes europeos. Carlos V abdicará nueve años más tarde, completando dicha renovación. Pero es que, además, en el plano político interior de España, curiosamente también se produce ese relevo generacional; los antiguos consejeros del emperador se van sucediendo en los óbitos: cardenal Tavera (1545), Juan de Zúñiga (1546), Francisco de los Cobos (1547), dando paso a una nueva generación de consejeros: los Granvela, el duque de Alba, Ruy Gómez de Silva, etcétera, que serán los protagonistas del reinado de Felipe II.
Es en 1547 cuando también se produce la gran victoria de los ejércitos de Carlos V contra sus vasallos rebeldes protestantes de la Liga de Esmalcalda en la batalla de Mühlberg, a orillas del río Elba, inmortalizada por el gran cuadro de Tiziano en donde podemos admirar a Carlos V montado en su corcel negro, con su lanza en ristre y su primorosa y deslumbrante armadura, en un gesto grandilocuente de señor victorioso sobre la herejía protestante.
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TIZIANO. Retrato de Carlos V a caballo (1548). Museo del Prado, Madrid. Muestra al emperador, vencedor contra sus enemigos de la Liga de Esmalcalda en la batalla de Mühlberg.
Una de las características que más diferenciaron la época de Carlos V con la de su hijo Felipe II fue la distinta forma de afrontar las ideas renovadoras y las opiniones diferentes, especialmente en cuestiones religiosas. Si en el reinado de Carlos, sobre todo al principio, España y Europa entera se rendían entusiásticamente a las enseñanzas de un hombre que revolucionó todo el universo del pensamiento y del sentimiento religioso, como fue Erasmo de Róterdam, en el reinado de Felipe, el avance del protestantismo debido a la acción de Lutero y sus imitadores Calvino y Zuinglio, hizo que España en particular, pero toda Europa en general, se replegara en sí misma, recelándose unas posturas de las otras: católicos contra protestantes, cristianos viejos contra cristianos nuevos, erasmistas contra contrarreformistas, etcétera. Este clima de desconfianza provocó no pocas desuniones y divisiones irreconciliables, que dan la tónica de la Europa de la segunda mitad del siglo XVI, la que el historiador e hispanista británico J. H. Elliott acuñó con el nombre de «La Europa dividida».
Pues bien, un elemento que ya avanzaba esa división y esa España intransigente con el «diferente» se empieza a dar justamente en este año de 1547, cuando el nuevo arzobispo de Toledo, el cardenal Silíceo, el que fuera preceptor del príncipe Felipe y por tanto el más responsable de su formación, introdujo un nuevo estatuto que invalidaba la pertenencia al cabildo catedralicio de cualquier miembro que no pudiese comprobar su limpieza de sangre de cualquier antepasado morisco o judío, de los que tanto abundaron en España en los siglos bajomedievales. Habían nacido los Estatutos de Limpieza de Sangre que pronto se extenderían a todos los ámbitos sociales y laborales, provocando una verdadera obsesión en las generaciones de la época de Cervantes y posteriores, al crear un círculo vicioso y excluyente en el que para ser alguien o hacer algo en la vida había que demostrar antes que nada que la sangre estuviera libre de impureza semítica o morisca. Se creó así una sociedad supuestamente perfecta, basada no en la valía personal, sino en algo tan aleatorio como la pureza de la sangre de cristianos desde generaciones inmemoriales, lo que se denominaba con orgullo como pertenencia a familia de cristianos viejos.
Por eso decimos que a partir de la época en la que nació Cervantes se producirán los cambios que caracterizaron el reinado de Felipe II. El mundo más abierto a innovaciones de todo tipo, aunque con algunos resabios aún bajomedievales, dará paso a otro escarmentado de aventuras e ideas nuevas, que prefiere en términos generales la espada a la palabra para defender sus principios religiosos. Es la época que se conoce como de las Guerras de Religión. Y el escritor Miguel de Cervantes perteneció cronológicamente a este segundo mundo, aunque, como veremos más adelante, nada conforme con él.
¿QUÉ SIGNIFICABA SER CONVERSO EN LA ESPAÑA DE CERVANTES?
Converso o judeoconverso se denominaba a todo aquel que siendo de origen y religión judía se convertía al cristianismo. Como en el resto de Europa a finales de la Edad Media, en España la minoría de religión hebrea se había convertido en un problema de asimilación para las autoridades, y la población cristiana los miraba con hostilidad en muchos casos. El problema principal para las autoridades era que esta población de origen judío, convertida al cristianismo muchas veces por presión o por miedo, siguiera practicando su antigua fe en privado, lo que se llamaba judaizar. Los que esto hacían eran denominados marranos o falsos conversos. Y de hecho, es verdad que muchos lo hacían, y esta práctica era considerada como herética por las autoridades cristianas, pero no existía ningún mecanismo legal para castigar a quienes judaizaban en secreto. Por eso, en 1478, los Reyes Católicos instituyeron el Tribunal de la Inquisición para juzgar y castigar a los falsos conversos. Pero aún había una parte de la población judía en España que no se había convertido nunca, es decir, que seguía practicando la religión judía sin ningún problema. Se consideraba que esta población judía contaminaba a los que se habían convertido, animándoles a seguir en secreto con su antigua religión. Si se pretendía que la población conversa fuera asimilada con el tiempo a la cristiana, sin tentación de seguir practicando su antigua religión, había que obligar a toda la población judía sin excepción a que se convirtiera o abandonara su casa, su lugar de nacimiento, es decir se autoexiliara fuera del reino. Por eso, el 31 de marzo de 1492, los Reyes Católicos firmaron el Edicto de expulsión de sus reinos de todos los judíos que no se quisieran convertir. La mayoría prefirieron la expulsión a la conversión. Pero muchos se quedaron y fueron bautizados. El término converso se refería a los judíos que se convirtieron y nunca más volvieron a su antigua fe. Con el tiempo, los descendientes de estos conversos fueron víctimas de una discriminación racista por parte del resto de la población cristiana.