ENTRE LA CREACIÓN Y LOS DISGUSTOS FAMILIARES
Desde que Miguel publica la primera parte del Quijote en 1605 hasta la fecha de su siguiente publicación, en 1613, pasan otros ocho años. Son esos años, más los que le quedaban a partir de ahí hasta su muerte, los que fueron de verdadero oficio de escritor y sólo de escritor. Él que había sido estudiante, militar, cautivo, pretendiente a un cargo de la administración, espía al servicio del estado, recaudador de impuestos y, de cuando en cuando escritor, va a convertirse justo al final de su vida por fin en el escritor por el que todo el mundo y la posteridad le recordará. Esta última etapa de su vida, la más importante desde el punto de vista creativo, comienza con la redacción del Quijote, como ya vimos, y se irá haciendo cada vez más intensa hasta llegar a estos años de plena fecundidad, en los que alternará la producción de las Novelas ejemplares, muchas de las cuales se suponen ya escritas o comenzadas en épocas más pretéritas, la segunda parte del Quijote, el Viaje del Parnaso, las Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados e incluso su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Años de trabajo que verán sus frutos en los cuatro últimos de su vida, produciéndose en estos una auténtica cascada de publicaciones, la última de ellas con él ya fallecido.
Aunque don Quijote en la novela en un momento de lucidez que nos deja en suspenso pronuncie estas palabras: «Yo sé quién soy», creo que su creador no lo tuvo nunca muy claro hasta este momento tan avanzado de su vida. Si Cervantes se preguntaba en 1607 quién o qué era, por primera vez se podría contestar a sí mismo: «Yo soy escritor». Esta circunstancia suponemos que le haría sentirse más feliz que el resto de su vida, aunque la felicidad le hubiera llegado cuando ya sus facultades físicas, que no mentales, estaban muy mermadas. Sin embargo, no todo era un camino de rosas para el escritor, la vida se obstinaba en seguir recordándole que este era un valle de lágrimas, por si con los éxitos de sus novelas se le había olvidado.
Tras el desagradable suceso acaecido en el verano de 1605 a consecuencia del asesinato en las puertas de su propia casa de don Gaspar de Ezpeleta, nuevos vientos de cambio recorren los mentideros de la nueva y breve capital que fue Valladolid: parece que el rey, o más bien Lerma, tras sólo cinco años desde que se trasladó la Corte a la capital del Pisuerga, ha vuelto a cambiar de opinión. Ahora Valladolid ya no reúne las condiciones idóneas para ser la capital de la monarquía, y se decide volver a Madrid en 1606. Por supuesto la familia Cervantes, con las hermanas llevando la voz cantante, acompañan a la Corte en su traslado para no perder la clientela que tenían como modistas. Miguel vivirá intermitentemente entre Madrid, Esquivias y Toledo hasta que se establezca definitivamente en Madrid a partir de 1609, aun pasando algunas temporadas en casa de su mujer en Esquivias. Fijará su residencia primero en la calle de la Magdalena, muy cerca de la casa de su impresor Juan de la Cuesta en la calle de Atocha donde se había impreso el Quijote.
Una ciudad como el Madrid del siglo XVII, rutilante y llena de espectáculos teatrales y literarios, donde se juntarán, como nunca lo volverán a hacer, tantas y tantas figuras artísticas de primerísimo orden, y en donde todo era fiestas y despilfarro, se suponía que Cervantes, aunque siempre escaso de fondos, podía relajarse por fin y disfrutar de su creación artística y de su vida. Pero no va a ser el caso. En el crepúsculo de su agitada existencia, una desdicha más va a amargarle en su vejez. La causa de esta inesperada e inoportuna nueva turbación la va a protagonizar su hija, Isabel de Saavedra. Es en esta época cuando da comienzo el culebrón familiar que terminará con la separación definitiva entre padre e hija.
Tras su llegada a Madrid, Isabel va a contraer matrimonio con Diego Sanz, pero sin dejar la relación de amante y protegida que tenía con un hombre que podría ser su padre por edad y que vivía con bastante holgura económica, Juan de Urbina, secretario del duque de Saboya, casado y con varios hijos e incluso una nieta. Antes de enviudar de Diego Sanz, Isabel de Saavedra tendrá una hija a la que pusieron el mismo nombre que su madre, si bien era hija de Juan de Urbina, no de su padre legítimo. No habían transcurrido tres meses cuando volvió a contraer matrimonio con un excautivo, como su padre, y escribano real, Luis de Molina, quien aceptó el matrimonio sólo a cambio de una sustanciosa promesa económica, una dote cuantificada en diez mil ducados. El donante de dicha cantidad no era otro que el amante de Isabel, Juan de Urbina, quien también le entregó una de sus casas, en la calle de la Montera, no lejos de su residencia, para que el matrimonio de Isabel y Luis de Molina pudiera vivir. Pero se hizo un contrato por el cual la casa de la calle de la Montera estuviera escriturada a nombre de la hija y nieta de Cervantes, la pequeña Isabel Sanz, conservando su madre y su padrastro el usufructo. En caso de la muerte de la niña, la propiedad pasaría a Miguel de Cervantes, nuestro escritor y padre de Isabel de Saavedra, pero una cláusula secreta firmada entre Miguel y Juan de Urbina preveía que en dicho caso la propiedad volvería a manos de este, su antiguo dueño. Y ocurrió lo peor: la niña Isabel Sanz, propietaria legítima de la casa, murió en 1610 y Urbina reclamó la casa que él había cedido sólo pensando en su propia hija. No cabe duda de que Cervantes ayudó a Urbina a ejercer sus derechos sobre su hija, quien se negaba a entregar la casa donde vivía. Reconocido como propietario legal de la casa, según los términos del contrato firmado un año antes, Miguel renunció a sus derechos ficticios para entregársela a Urbina. Isabel intenta una acción judicial contra su padre. Desde este momento se produce una ruptura entre padre e hija a la que nunca más volveremos a ver.
Esta desdicha vino a sumarse a las provocadas por la muerte de sus dos hermanas, primero Andrea en octubre de 1609 y poco más de un año después, en enero de 1611, Magdalena. Miguel quedará al cargo de su sobrina Constanza, la hija de Andrea, con quien convivirá junto a su esposa Catalina hasta el final de sus días.
Con la muerte pisándole los talones, a Cervantes le va a entrar una preocupación espiritual por la salvaguarda de su alma que le hará ingresar, en abril de 1609, en la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento, una orden muy literaria, pues a ella se adscribieron también Lope de Vega, Luis Vélez de Guevara, Salas de Barbadillo, Quevedo, Vicente Espinel, etc., y con sede en el convento de los Trinitarios, la orden que le había rescatado en Argel. Por lo que imaginamos que entre rezo y rezo, debía de funcionar más como una academia literaria que otra cosa. Más tarde, en 1613, Miguel ingresará en la Orden Tercera de San Francisco, donde habían ingresado ya con anterioridad sus dos hermanas y su mujer.
Entretanto, Cervantes volverá a sufrir una nueva decepción. En 1610 su nuevo protector don Pedro Fernández de Castro y Andrade, séptimo conde de Lemos, uno de los mecenas más cultos e interesantes de su época, ha sido nombrado nuevo virrey de Nápoles. Lemos pensaba llevarse consigo a toda su corte de escritores y poetas a los que protegía y Cervantes no dudó en que él tenía que ser uno de ellos. Con el espíritu inquieto y de aventura que siempre le había caracterizado, Miguel, a sus sesenta y tres años, aún sueña con comenzar una nueva vida volviendo a la ciudad que tanto le había cautivado en su juventud, treintaicinco años atrás. El conde encomendó a su secretario particular y poeta Lupercio Leonardo de Argensola la tarea de seleccionar a los poetas que habrían de acompañarle a la soleada y trepidante ciudad de Nápoles. Cervantes se presentó como candidato para acompañar a su señor, pero fue descartado por su otrora amigo Argensola, quien sabiéndose un poeta mediocre, eligió sólo aquellos que no le fueran a hacer sombra, todos ellos hoy desconocidos. Esta decisión le supo a Miguel como una puñalada de quien le había dedicado los más vivos elogios en su Galatea y en el Quijote y sin embargo así se lo pagaba. En este momento es cuando se sitúa la posible estancia de Cervantes en Barcelona, según el ilustre cervantista catalán Martín de Riquer, para hacer más presión frente al conde de Lemos, quien se aprestaba a embarcarse rumbo a su nuevo destino en Italia. De las impresiones que Cervantes sacara de este viaje a la ciudad condal se verán más tarde plasmadas en su segundo Quijote donde el ilustre caballero acude en compañía de su inseparable Sancho Panza.
Quizá para soslayar tantos sinsabores seguidos, y tras la muerte de su hermana Magdalena, Cervantes decidió enclaustrarse en Esquivias, en donde pasará una larga temporada de casi un año. En los primeros meses de 1612, de regreso a Madrid, la familia Cervantes, reducida ya al matrimonio y a su sobrina Constanza, se trasladan a vivir a la calle de las Huertas, siempre por el mismo barrio, donde otros escritores insignes como Lope de Vega o Quevedo tenían fijada su residencia, por algo hoy en día se le denomina a este barrio el de «las Letras». Aquí ultimará la revisión de sus Novelas ejemplares, cuya aprobación data del 9 de julio de 1612, aunque su publicación se alargará aún un año más.