LA CRISIS FINISECULAR DE UN REINADO
La última década del reinado de Felipe II fue una época de clara conciencia de crisis, con una sucesión de fracasos políticos que se mezclaron con malas condiciones económicas, climatológicas y de epidemias, que ahondaron aún más en provocar una sensación de desconcierto y de desconsuelo a los españoles de su tiempo. Empezaron a oírse de manera anónima, por supuesto, voces críticas a la política llevada por el rey Prudente. El cansancio ante un reinado tan largo y una política de guerra abierta en tantos frentes a la vez (en la última década del siglo se estaba en guerra no sólo con Inglaterra, sino también con Francia y por supuesto con los Países Bajos) hizo que se empezara a percibir un profundo hastío y sensación de que algo no se estaba haciendo del todo bien. La decadencia física del rey, torturado por innumerables achaques y deterioro, se correspondía con la sensación de decadencia del imperio. A las malas cosechas que produjeron hambrunas en los últimos años del siglo se vino a sumar una de las peores pestes que asolaron a Castilla —según John Lynch esta epidemia se llevó hasta unas quinientas mil almas— que, sumado a la sangría de hombres debido a las numerosas guerras, comenzó a acusarse la tendencia de recesión demográfica que caracterizó al siglo siguiente. La falta de productividad de un país que importaba la mayoría de las manufacturas de Europa empezó a resentir su economía, pues se veía con desesperanza como todo el oro que procedía de América salía directamente fuera sin apenas pasar por España. Esto, sumado a la improductividad de una nobleza y clero cada vez más numeroso, ahogaba a los pecheros sobre cuyas espaldas recaía todo el peso fiscal. Un año antes de la muerte de Felipe II se produjo la tercera bancarrota del reinado, colapsando aún más las finanzas que exigían cada día más y más recursos. Quizá por este motivo, unos meses antes de la muerte del rey en mayo de 1598, se firmó con Francia la Paz de Vervins. Al mismo tiempo, se dio una especie de autonomía a las provincias meridionales de los Países Bajos, la actual Bélgica, nombrando unos corregentes para gobernarlas en las personas de Isabel Clara Eugenia, la hija preferida de Felipe II, y su marido el archiduque Alberto de Austria.
El 13 de septiembre de 1598, tras meses de una lenta y dolorosa agonía, moría en El Escorial Felipe II, el monarca que había infundido respeto y odio a partes iguales, bajo cuyo reinado se había llegado al cénit del poder de la Monarquía Hispánica, pero también al principio de la decadencia. Se cerraba así un capítulo crucial de la historia de España y de Europa, pues fue él quien marcó las pautas de esa segunda mitad del siglo XVI en todo el mundo, el siglo de la hegemonía española, dejando paradójicamente un reino empobrecido, desorientado, debilitado y ensimismado, pero que no renunciaba a sus sueños de grandeza y de ideales caballerescos en defensa de la religión católica.
Cervantes dedicó uno de sus mejores sonetos, Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla, al monarca, que fue quien marcó la mayor etapa de su vida, para el que luchó denodadamente en Lepanto poniendo en riesgo su propia vida, e incluso con quien mantuvo correspondencia escrita durante sus apuros con la justicia en su período de recaudador de impuestos:
¡Voto a Dios! que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla;
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
¡Por Jesucristo vivo! Cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.
Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.
Esto oyó un valentón, y dijo: «Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado.
Y él que dijere lo contrario, miente».
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.
Es este un soneto que, por lo comprometido que es el personaje al que va dirigido, tiene que ser oscuro en su comprensión, pero aun así no deja de sorprendernos que Cervantes no fuera puesto en galeras por escribirlo, pues rezuma un tono de ironía y socarronería bastante evidente, dirigido a la sacrosanta figura del monarca. La soflama está hecha ante el túmulo funerario del rey difunto, probablemente en la catedral de Sevilla; arte efímero que se exponía en las principales iglesias de la monarquía tras el fallecimiento de un miembro de la casa real, y que más suntuoso y rico era cuanto más importancia tenía el personaje. El de Felipe II y en una ciudad como Sevilla tuvo que ser magnífico. Por eso Cervantes se «espanta de tanta grandeza», en un momento de tanta penuria económica como aquella por la que estaba atravesando el reino, sugiriendo que «cada pieza» de aquel efímero túmulo de madera y cartón «valía más de un millón». El estilo del lenguaje: «¡Voto a Dios!», es el típico de un soldado de los tercios, por lo que su autor nos está transmitiendo su desarraigo hacia ese monarca que no supo valorar los esfuerzos e ilusiones gastadas en su juventud por ese soldado de Lepanto que fue Cervantes, cuando aún creía que merecía la pena luchar por el ideal que encarnaba la figura de Felipe II para todos los buenos cristianos. La última estrofa del soneto, después de enumerar tantas grandezas: «fuese, y no hubo nada», parece que nos viene a decir que de qué sirvieron tantas guerras, tanto dinero gastado y tantos soldados muertos en pos de la magnificencia de un monarca, que murió dejando a un país arruinado y acosado por todos sus flancos. Así, con este soneto, Cervantes se va a sumar a todos aquellos críticos con el rumbo que había tomado la monarquía de Felipe II en la recta final de su reinado.

A pesar de que las Bellas Artes y las Letras en la España del cambio del siglo XVI al XVII gozan de mejor salud que nunca, se empiezan a apreciar ya los síntomas de la decadencia que durante el siglo XVII se irá acentuando progresivamente. MURILLO, Bartolomé Esteban. Niño espulgándose (1650). Museo del Louvre, París.
Este rasgo de la desilusión es el que caracteriza a una nueva era que ya ha comenzado, aunque la mayoría de sus contemporáneos no lo perciban, el Barroco. Como todos los grandes genios de todas las épocas, Cervantes supo absorber todo ese ambiente que le rodeaba y, procesándolo, transmitírnoslo a través de su obra. «Testigo lúcido de un tiempo de dudas y de crisis, Cervantes es el intérprete de una nación a la que observó en un momento de su historia», según Canavaggio. Cervantes, un autor a caballo entre el Renacimiento y el Barroco, va a crear una obra típicamente renacentista como fue La Galatea, y veinte años más tarde, otra que ya nos anuncia el Barroco: el Quijote. Por eso, en el escrutinio de libros que él mismo deshecha a través del personaje del cura en su primera parte del Quijote, se encuentra su propia Galatea, en cuyos principios estilísticos ya no cree.