EL REINADO DE FELIPE III

El que recibiera el cetro y con él la enorme tarea de regir un imperio tan vasto, tan heterogéneo y con tantos problemas, no era precisamente la persona más indicada. Felipe III, hijo de Felipe II con su cuarta esposa doña Ana de Austria, no era la persona más capacitada para llevar tanto peso sobre sus espaldas. Las palabras que pronunció Felipe II antes de su muerte son a este respecto harto elocuentes: «Dios que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de regirlos». A Felipe II se le podrá criticar muchas cosas, pero nunca el de haber hecho dejación de su cometido como rey: fue uno de los monarcas más responsables, más trabajadores y que más en serio se tomó su papel de todos los de la Edad Moderna. Felipe III, quien sentía una total sumisión y reverencia por su padre al cual intentó emular en casi todo, fue sin embargo incapaz de parecerse a él en su amor por el trabajo y su implicación en los tediosos asuntos de gobierno. Su carácter indolente fue superior a su intento de parecerse a su padre en este aspecto. Esta incapacidad de la personalidad del monarca fue notada y explotada hábilmente por un noble cortesano con una ambición sin límites que consiguió colocarse cerca del príncipe como sumiller de corps[4]: Francisco de Sandoval y Rojas, V marqués de Denia y futuro duque de Lerma.

Una de las primeras medidas del nuevo reinado iba a ser la de romper con muchas de las «tradiciones» del reinado anterior. Conscientes como eran ya de que existían problemas estructurales que afectaban al buen funcionamiento de la Monarquía Hispánica, se quiso dar un cambio de timón: en política exterior se alzó la facción de los pacifistas en la Corte, que esgrimían con mucha razón que España no podía seguir aguantando la sangría económica de mantener tantos frentes abiertos en Europa. Se imponía, por tanto, una nueva política regida por la razón de Estado, por la cual la defensa de la fe católica en Europa no tenía que colisionar con los intereses propios del reino. Había que firmar pues las paces con los enemigos en aras de no sucumbir en el empeño; pero eso sí, las paces tendrían que ser hechas de manera honrosa, es decir, lo más ventajosamente posible para España. Se esperó a la muerte de Isabel I de Inglaterra y la subida al trono de su sucesor, Jacobo I Estuardo, mucho más maleable y bonachón, para concertar una paz con Inglaterra en 1604. Más tarde, en 1609, le llegó el turno a las provincias rebeldes septentrionales de los Países Bajos, las que recibían el nombre de las Provincias Unidas, que correspondían con la actual Holanda, que ya se habían independizado de facto del dominio español, con quienes se firmó no una paz, sino una tregua de doce años, que no hizo más que posponer el conflicto. En la política interna, se cambió el modelo personalista de un Felipe II, que no soltó en ningún momento las riendas del poder teniendo siempre la última palabra en cualquier asunto y que nunca delegó su responsabilidad en ningún valido, por la política del valimiento, por la que el que mandaba de facto era el valido, en este caso el duque de Lerma, dejando al rey la única misión de firmar los documentos, descargándole así del arduo trabajo de gobernar, para alivio suyo. «La administración en el reinado de Felipe III se caracterizó más por las relaciones personales que por relaciones institucionalizadas, de ahí que en la elección de sus servidores no fueran los criterios de aptitud los más significativos para alcanzar un cargo, sino las relaciones clientelares establecidas por los grandes patrones cercanos al rey» (Martínez Millán). Esta nueva política provocará un sinfín de corruptelas, de rencillas entre los nobles y de intrigas palaciegas, que en nada beneficiaron a la buena marcha de la monarquía.

Una de las primeras medidas que se adoptaron fue el cambio de la capitalidad de Madrid a Valladolid, para conveniencia del nuevo hombre poderoso del reino, el duque de Lerma. Con lo que Madrid volvió a quedar desierto pues toda la Corte —con todo el aparato que llevaba consigo: los aristócratas y poderosos con sus familiares, sirvientes y personas que dependían de ellos, todas las personas que se arrimaban al poder para sacar algún beneficio, peticionarios, artistas y escritores, entre ellos Cervantes— se trasladaron a la nueva capital. En Valladolid puso Cervantes el punto y final a la primera parte de su Quijote, que fue publicado en Madrid en 1605. Al año siguiente, en 1606, después de cinco años de capitalidad del reino en Valladolid, se volvió a cambiar por Madrid, ya de forma definitiva.

Hijo de Felipe II, este monarca prefirió traspasar los poderes de la monarquía a su valido, el duque de Lerma. Con él comienza la decadencia española, pero también bajo su reinado se publicó el Quijote y florecieron las artes y las letras. PANTOJA DE LA CRUZ, Juan. Felipe III (1606). Museo del Prado, Madrid.

Otra de las medidas que causó gran impacto social y económico y que marcó a este nuevo reinado fue la decisión final que se adoptó para solucionar el problema de los moriscos en España. Después de haber intentado varias soluciones, como la de la dispersión, y ver que tampoco funcionaban, pues seguían sin integrarse, se optó por la más tajante, como fue la expulsión total de todos los moriscos de suelo español en 1609. Entre esta medida y la mortandad de la epidemia de peste se calcula que Castilla perdió unas setecientas mil almas, la décima parte de su población, en el transcurso del corto período entre 1596 y 1614. La mezcla de miseria rural, despoblación, caos financiero y recesión del comercio americano produjo la primera gran crisis española de la Edad Moderna (Lynch), y lo malo no había hecho más que empezar.

Boceto que representa el embarco de los moriscos en las playas de Valencia. En 1609 se obligó a la minoría de raza morisca que vivía en España desde hacía generaciones a que abandonaran la Península. CARDUCHO, Vicente. La expulsión de los moriscos (h. 1627). Museo del Prado, Madrid.