—Jacinto: como en la última semana has estado un poco enfermo por el retorno de la fiebre de otros tiempos, te pido que estés pronto en dos horas porque te he de enviar en una lancha a Puntarenas.
En esas palabras me anunció el señor director mi salida de la isla maldita.
Es verdad que había estado muy enfermo porque la muerte de Juanita dejó un gran vacío aquí dentro de mí.
Esa mañana el director recibió el telegrama de don Rigoberto Urbina donde le decía que se sirviera trasladar a la colonia Agrícola de San Carlos al interno Jacinto «por los medios que esté a su alcance».
Conté las palabras que me libraban de la isla, eran como 23. Muy pocas comparando con las ciento y más de ciento que usó el señor juez penal de Puntarenas para terminar imponiendo la pena de una palabra.
Una sola palabra pero larga y angustiosa como una escalera a los infiernos: «indeterminada». Lo que significaba «para toda una vida».
Permanecí solo en la casita donde viví tantos años y en donde mi esposa logró hacer un pobre remedo de hogar. Miraba las tablas y el color de la pintura de agua que yo mismo cambiaba año tras año. Era el único lugar alegre de la isla. Era una casita hecha de tablas que una a una vinieron cabalgando sobre las olas del mar… Esas mismas olas que me trajeron un día a este penal donde la vida se me detuvo.
Miré largo rato todas las cosas que Juanita trajo desde Puntarenas: su vestido nuevo, las dos ollas de aluminio, el reloj alemán que compró a un marinero triste y nos despertaba con una campana a las cuatro de la mañana, que ahora empezaba el día de los reos. En un lugar escondido a la humedad estaban las semillas de platanillo, de enredadera, que ella guardó para cuando llegara el momento de poder sembrarlas allá en nuestra casita de Alajuela.
Tomé mis cosas y las coloqué en una bolsa de lona y luego, como aún tenía tiempo, me encaminé hasta el Coco.
Quería ir por última vez a la playa y ver lugares donde fui intensamente desgraciado y alguna que otra vez un poquito feliz.
Dios, lo sé ahora, es bueno.
Más buena que todo lo mejor del mundo y nunca ha permitido que todo sea pena y dolor para el corazón del hombre dondequiera que se encuentre. Y como una suprema promesa de su bondad dio vida a la esperanza.
La esperanza, que es el máximo milagro de la vida.
¡Ah, las cosas que me hicieron feliz!
Las primeras lluvias. El canto del aguacero sobre las olas de un mar muy enojado. Es escuchar a las mujeres visitantes de mis compañeros canturreando en la mañana antes de colar el café. El correr de los niños que jugaban con todos los reos sin saber dónde se encuentran; el manoteo de un tambor de hambre con maíz hervido sobre las piedras del fogón o en la panza del comal para hacer tortillas. Una que otra carta que en lo lejano de los años algún ex compañero me envió y que otro me leía tres veces en alta voz hasta que ya no me pudiera olvidar lo que decía.
Poco a poco, camino del Coco, recordaba sus tardes de rosa, únicas, que se duermen sobre el horizonte poniendo todo el incendio de la alegría hasta subir al cielo. Y allá, revolando sobre las casas de los reos, se desgajan desde el campanario de la iglesia un chorro de palomas que alguna vez, furtivamente, bajé a pedradas del alto de la cruz o desde sus nidos en la enredadera de campánulas y me las comía crudas con un poquito de sal.
Desde lejos miraba la campana de la iglesia que cuando sonaba en días de fiesta sus notas eran como un coro de niñas bonitas clamando gozo en un día lleno de sol, de cielo, de luz…
El Coco es la playa más bella de la isla y ahí también es donde se encuentra el cementerio.
El Cementerio de la Isla de los Hombres Solos. ¡Cómo han cambiado las cosas!
Ni siquiera era yo un reo: se me llamaba «interno» como si con eso pudiera olvidar todo lo que había sufrido. Ahí estaba la entrada de ese cementerio maldito con su pórtico colonial rajado por el tiempo, dando paso a la luz y enmarcado por la cruz blanca en el centro.
Aquí quedaban algunos de mis buenos compañeros que deseaban ardientemente regresar a la vida donde la gente es… buena y es…
Y desearon ardientemente ser libres de este infierno donde la vida es malosa y más…
Era necesario rezar un poco por ellos ahora que ya conocía el poder de la oración y poniendo mi rodilla buena sobre la arena con sal les dije un «adiós» grande, cariñoso que seguro ellos entendieron bien. Lloré un poco… porque en muchos años pensé que éste sería mi último lugar sobre la tierra.
El mar seguía cantando su eterna canción de cuna.
Las gaviotas aterrizaban bien lejos, más bellas que nunca, sobre el verde, como partiendo en dos el azul montaña donde mis ojos apenas distinguían la catarata del Tárcoles que simulaba hilo de plata y oro bajando desde el cielo…
El director me preguntó si tenía dinero. Le dije que sí, un poco, que yo conté sobre su escritorio: ciento cincuenta colones.
—¿Es todo lo que ha logrado ahorrar en treinta años?
—Sí señor, es todo.
Creí que él se asombraba de que fuera tanto, pero luego caí en la cuenta que su asombro era porque después de treinta años un hombre solamente hubiera ahorrado menos de doscientos colones para vivir.
—¡Ah, pero he ganado más, lo que pasa es que un día le compré zapatos y vestidos a Juanita!
Los compañeros me acompañaron al muelle. Uno de ellos portaba mi bolsa de lona, el otro un cuchillo que me regaló el señor administrador Lalo Sancho.
Lo único que mantenía bien lleno era el corazón: en ese momento sentía que eran muchas las cosas que yo agradezco a los hombres de buena fe que me brindaron sus manos buenamente, noblemente, sabiamente. Mi agradecimiento era para esa gente, alguna de las que he citado en esta conversación y que eran tan grandes como el mundo: desde el mar hasta los montes altos, el ganado que pacía sobre el potrero, los pájaros que iban pasando.
Mi agradecimiento era tan grande como todo lo que miraba.
El motor de la lancha arrancó y poco a poco la isla maldita se fue haciendo pequeña, pequeña.
Se quedaron para siempre cosas terribles que por gracia infinita de Dios ya nunca iban a regresar hasta mi vida.
Del muelle a la estación.
El guardián me guiaba de la mano para que los carros no me atropellaran. Todo parecía tan raro y tan distinto. En verdad que no sabía que una ciudad fuera todo eso.
Conocí ventanas grandes de vidrio como de tamaño de casas. La mujer porteña es muy bonita con esa su piel de crema batida con cacao. Los hombres sonreían y en ninguna cara se estaba ese mirar cauteloso y resentido del penal.
Y empezó una larga ruta del tren dejando en ambos lados su lluvia de cosas bonitas.
Casitas pintadas una vez, hace diluvio de años. Corrales para ganado, bonitos como el traspatio de una casa rica, y escuelitas sin paredes, recatadas y honestas en su sentido como una novia pobre y tan dejadas de la mano como el corral para el ganado sabanal adentro.
Riachuelillos agualatosos y otros grandes como el Barranca con sus mil islas de pedregal.
Allá, muy lejos, siempre una montaña vestida de contento, de lindo, de verde, amapola y azul que desciende mansamente hasta besar los pastizales. Vacas que se multiplican como hongos en línea hasta donde se asoma a veces el cacho de la luna. Y almendros, almendros, como soldados alerta que se acurrucan a lo largo del lineal en espera de una voz de mando para salir corriendo hasta alcanzar el tren.
Aruñando paredones, quebradas, troncos y casas viejas, van pasando matorrales como prendedores de concha que se han prendido sobre el pecho de una miseria estéril.
En cada pueblecito de dos minutos de largo abundan los charcos de agua sucia en media calle como testigos mudos de una lluvia que cayó ayer.
Una anciana tostaba café al aire libre sobre un fogón de cuatro piedras inmensas y en fila india las gallinas coloradas, con un gallo cuijen, daban vueltas alrededor de su enagua de azafrán.
Carreteras, callecitas, callejuelas, callelindas, callefeas, callesucias cruzadas por callesucas y calletrillos que van desde la línea rumbo a todos los lados y terminan más allá del corazón que tiene la montaña.
Alguna de esas calles eran negras, grises, coloradas, dejadas de la mano como estampas mismas del silencio, con su mensaje de guía que va dibujando el caballo manso y bueno.
De repente manos extendidas de una niña que dice adiós y en este momento siento raro apretujón en el pecho cuando recuerdo a mi amada, la muchachita modesta y linda que desde hace mucho tiempo me espera en alguna parte del camino por la vida y que a pesar de Juanita no puedo olvidar. Así era María Reina, como esta niña que me dice adiós.
El chiquichis del tren que suena como el corazón de un quizarrá.
Allá por el camino de azul montaña, muy lejos, un techo que luce al sol y es la señal de una iglesia cuya campana de bronce ilumina la distancia como una estrella que fulgura en la eternidad.
Marañones, mangas dulces, olorosas naranjas que se ofrecen en manos de unas niñas con uniforme de cercana escuela que vienen ahí entre recreo y recreo para vender sus frutas.
Y la tierra entera como un portal de Navidad desde donde, de un momento a otro, nos parece que se han de asomar los Tres Reyes Magos que vienen de Oriente por aquel caminito a polvo rojo y que se dirigen hasta el negro culebra que está al pie de la cordillera.
El último pitar del tren. Un letrero grande que dice «Ciruelas» teñido de un rojo tierno avisa una estación. Campanas que hacen maromas en la cuerda como monos que tienen hambre.
Manos extendidas. Gente que corre y al final la muerte del chiquichas del tren que suena como el corazón de un quizarrá.
Y después la carreta alajuelense como para darme un baño espiritual.
¡Eran tantos los años de no tener libertad!
La gente dueña de mil fincas han acurrucado en sus cercas ejércitos de amapolas. Una aroma de flor sobre la campiña entera tendía su perfume extraño hasta más allá del río.
—Allá afuera, Jacinto, la gente es buena y da su mirada amable para que uno pueda ir tranquilo por todos los caminos del viento… Es buena, Jacinto, buena y más…
Naranjos que se visten de bonito como una noviecita de veinte años.
Y otras manos que siguen diciendo «adiós» como si nos conocieron desde hace mucho tiempo.
La carretera sigue enfilando con rumbo al río San Carlos.
Es casi el momento en que la tarde toca tenuemente en el portal de la noche y ya los grillos empiezan a sembrar de puyitas el silencio de las cosas.
Las cigarras guardan su pandereta de seda y de luz bajo el refugio de los matones verdes.
El tiempo amenaza lluvia y desde lo alto de una nube un gavilán hace piruetas.
Cada minuto era como un broche que iba lentamente encerrando a la tarde en su caja de recuerdos buenos.
La carretera y el paisaje encendido como un canto a la ternura se iba yendo lentamente como la oración de un niño que termina pidiendo a Dios un manojo de ilusiones.
Empezó a lloviznar al ascender sobre las montañas del Poás, allá bien lejos.
Gotitas fugitivas calladamente penetran por la ventana abierta.
Dentro de unas horas llegaré hasta la colonia penal de San Carlos.
El carro sigue rápido como arrastrado por cien caballos. Cierro la ventana.
Afuera sigue la lluvia, regando la oscura tierra, fertilizando los campos y engalanando las praderas… Yo siento sueño, inclino mi cabeza a un lado.
Soñaba con esa carretera sembrada de flores por grandes trechos.
Miraba ahora con los ojos del alma lo que sentían esos hombres que nos cambiaron la vida en el presidio. Los buenos que ya cité y que cuando llegaban al penal se les ponían de repente los ojos tristes. Casi pudiera decir que ahora yo no era un reo. De verdad que ya no lo era, pues estaba en la final de un camino lleno de noche.
Conocí Grecia, Palmares, Ciudad Quesada; muy lindo todo, pero muy lindo.
En el muelle de San Carlos un bote de motor nos esperaba y navegamos horas y horas porque uno de los ríos más lindos que mis ojos vieron hasta llegar donde se une con el San Juan.
Ahí está la colonia penal de San Carlos.
Un pueblo recogido y al otro lado el caserío de los reclusos-colonos. Viven ahí con sus esposas e hijos y nadie les echa de más o de menos. Sus niños van a la misma escuela que los hijos de los libres. Solamente hay que estar ahí hasta el final de la condena.
Encontré viejos conocidos y principalmente a Enrique Sanabria con su esposa y sus hijos que tenía una casita donde criaba muchas gallinas y chanchos. Enrique ordeñaba y cuidaba las vacas de la colonia.
Es cierto que la idea de una colonia abierta como ésta es lo más dulce que los hombres libres pueden ofrecer a un reo para cambiar su vida de malo en bueno.
Algunos de los internos tenían rifles «u» para ir, hasta el corazón de las montañas, en busca del tigre, el danto grande como torete y de los lagartos que duermen en la orilla del río.
Me hospedé en la casa de Sanabria hasta que pudiera lograr un mejor destino con un rancho propio y por todo trabajo se me encargó cuidar el gallinero de la colonia.
Guardias no había por lado alguno pues ahí todo estaba en manos de la propia responsabilidad del recluso.
Solamente pensar que podía caminar hasta donde quisiera sin que una persona se lo impida o bogar río arriba o río abajo, me daba saber que de verdad era casi todo un hombre libre. Me di cuenta de mucha cosa curiosa, como eso de que ahí llueve tanto que hay cuatro cosechas de maíz al año y hasta los cerillos deben de ser guardados en cajas especiales y de lata para que la humedad no moleste.
Recordé San Lucas donde hasta las candelas se derriten por el calor.
Sanabria me llevó junto al río y nos sentamos bajo la sombra de unos plátanos.
Conversamos de viejos recuerdos, pues él había sufrido allá en la isla infernal tanto como yo.
Hasta mis oídos llegaba la risa de sus hijos que jugaban con un chanchito.
El río San Juan como una carretera de vidrio corría rumbo al mar.
Como prendida en el corazón de la lejanía se escuchaba el ruido de una lancha rumbo al castillo de Nicaragua.
Al frente la montaña que se ofrecía toda entera para que uno hiciera con ella cualquier cosa como si fuera una mujer.
La tarde estaba bonita aunque un viento fresco y húmedo anunciaba la tormenta.
Sanabria acudió al llamado de su esposa para que le jalara una carga de leña y quedé solo.
Una banda de olominas corría por entre la raíz de los lirios amarillos y rojos.
Una humedad me cerró los ojos y entonces me di cuenta que estaba llorando.
Era el principio del caminar como un hombre libre y lo peor había pasado.
En ese momento pensé sobre el primer día que ingresé al presidio de San Lucas.
Recordé la desesperación de María Reina cuando se lanzó al río para salvar a la niña.
Y en ese instante sentí como un frío que me corría por la espalda y creí escuchar con toda nitidez una voz de mujer que a gritos me llamaba desde el fondo del platanal.
Miré a todos lados asombrado, pero no sorprendí a nadie, nadie.
Intenté levantarme lentamente para regresar a casa de los Sanabria, cuando en ese momento escuché una voz cerca de mí que reconocí al instante a pesar que hacía treinta años no la escuchaba: era la voz dulcísima de María Reina que me decía:
—No temas, Jacinto, es el viento que va por entre la enramada de los árboles…