El juez penal me sentenció como eran las sentencias de aquellos tiempos. Sentencia para toda una vida. No firmé porque ya he dicho que no sé leer ni escribir, pero si el juez hubiera podido ver hasta adentro de mi corazón, sabría que su sentencia me dejó muy triste.

Y le he contado a usted cómo de nuevo, poco a poco, se me fue renovando la esperanza.

El tiempo en que solicitaba al Dios bueno de los costarricenses una papa con que mitigar el hambre, ya se perdía en el olvido.

Ahora de vez en cuando huevos, medio jarro de leche cada día, carne una vez a la semana, sopa de avena.

Cierto, que la sopa de avena con leche era de vez en cuando, pero si la servían nosotros estábamos muy contentos.

Y el hambre se había marchado sobre la cresta de las olas.

Me fui haciendo viejo. Un poco más cada día y el pecho se me hundió.

Los ojos se me fueron acercando hasta el extremo de que el blanco de las paredes (años y años de encierro) fueron limitando la visión. Poco a poco sentía que la vida se me iba fugando de las manos. Ya no estaba muy seguro de que iba a morir en la isla y que se me enterraría en ese lugar de espanto que he contado: en el cementerio que no cambió. Ahora cuando un reo se enferma hay hospital, y si es grave, se le manda a Puntarenas o a San José.

Ahora pensaba lleno de tristeza lo que iba a ser el día de mi libertad.

Yo no maté a nadie.

Pero es cierto que cuando joven estaba lleno de ambición. Ahora esta ambición estaba muerta. Después de tantos años de vivir en la más grande pobreza imaginaba que un día me iba a decir:

—Jacinto, el mes entrante vas a trabajar recogiendo las hojas secas del parque en Palmares y por eso ganarás cien colones al mes.

Y entonces me iba a volver loco.

Porque el Consejo Superior de Defensa Social daba una especie de libertad a los hombres bien portados con la garantía de pasar todo el día en alguna obra municipal y regresar en la noche a la cárcel.

Pero yo no había aprendido ni siquiera un oficio en los últimos 30 años de cárcel, como tampoco aprendí a leer y a escribir.

¿Dónde ir? Por eso me siento como un hombre derrotado. En una finca manejando el hacha y machete me podría defender.

En Defensa Social soñaban con un patronato de ayuda al ex presidiario, pero estaba haciendo falta dinero para lograrlo.

Papá y Mamá, por noticias, han muerto hace muchos años.

Aunque mi edad no se puede llamar la de un viejo, he tenido tantas enfermedades, tan mala alimentación, que cualquiera que mira mi rostro duda si tengo sesenta años.

Hace como quince años un compañero escribió una carta en mi nombre dirigida a una hermana y ella jamás me respondió.