Me dice usted que ya se lo habían contado. Bueno, es cierto que no sé leer ni escribir.

Pero alguna persona tiene que dar a conocer estas penas que le he de ir contando a usted y que irán saliendo poco a poco.

De cosas como un libro no he sabido nunca nada.

Pero sé muy bien hablar y hablar de todo lo que he vivido y siempre lo hago con este tono de penar en mis palabras. En verdad toda mi vida ha sido como esa tristeza que se adivina en los ojos de un grupo de gallinas cuando tienen hambre y está lloviendo y desde hace muchos días han estado esperando que pase ese llover y llover.

Mil veces yo he contado esta historia.

¡Es que no sé cuántas veces!

Recuerdo que son muchas, y casi ahora la vuelvo a repetir de memoria como si fueran mil letras escritas en uno de esos periódicos de la capital.

Pero nadie antes me ha solicitado que le cuente la historia para dejarla entre las páginas de un libro lleno con todo lo que son mis penas y donde hombres muy sabidos, mujeres bonitas y personas humildes como yo, puedan llegar a saber lo que es la forma de vivir en un lugar donde no hay más que un mar por la derecha; un trozo de mar por allá al frente, mar aquí, a este lado, y un río verde, largo, grande y ancho todo lleno de mar.

Y nosotros metidos en esta isla donde además de los hombres solamente existe la tierra con sal, y piedras, tantas como para hacer bueno lo que es un camino maluco en mi pueblo y a todos los pueblos de mi provincia.

Es la historia de los hombres que hemos pasado muchos años llenos de soledad.

Donde cada día tuve que pasarlo más lleno de soledad que en ninguna otra parte o puede que acompañado por los recuerdos buenos un momento o por los recuerdos malos que nos hicieron llegar hasta el Presidio de San Lucas.

Además de las piedras y de los soldados —que son feas y que son malos— había allá algunas cosiquillas buenas: los caminos polvorientos y terronudos del verano; mañanitas frías; tardes de calor de una violeta en que el sol como una flor que se revienta hace un camino sobre el mar por el que se va y se va lentamente, poco a poco —como son todas las cosas aquí— hasta que viene una noche de humo, negra como los barriales del invierno, en que alguna vez se asoma la luna blanca como una de esas conchas del ostión flotando en el viene y en el va de la olas que tiene el cielo. Pero antes que le cuente todo lo que fue mi vida en ese presidio infernal, usted tiene que prometerme que por estas palabras nadie me ha de pegar otra vez. Nadie ha de hacer un impulso para regresarme de nuevo. Nadie se ha de sentir herido. Y se lo ruego mucho porque sería terrible que por decirle este montón de verdades a usted, como me lo ha solicitado, tuviera entonces que llorar de nuevo.

¡Es tan amargo el presidio y hay tanto sabor a fiera entre sus paredes!

Bueno, ya que usted me asegura que no debo tener miedo, le he de ir contando poco a poco, a como yo lo sé, esta manera de contar y contar lo que le sucede a uno en toda una vida.

Y usted me ha de perdonar este acento que voy teniendo en mis palabras y que se parece mucho a esa tristeza que se adivina en los ojos de una gallina cuando tiene hambre y desde hace muchos días es el llover y el llover.

Yo vivía más allá del río Morote.

Es un río metido en una de las tantas montañas a días muy lejos desde el Golfo de Nicoya.

En la orilla de sus aguas, cuidando el ganado de don Beto desde que era pequeño y recolectando bejuco de «tarzana» para vender en la tienda de los chinos, me hice muchacho y después hombre.

El río es pequeño pero largo, como uno de esos bejucos que aparecen en todos los rincones de la montaña y son parte de una madeja que la aprisiona toda y que se eleva desde las hojas negras del suelo hasta perderse en el arriba de las enramadas. Tiene, eso, sí, un poco hondo, en los lugares donde los lagartos han hecho una cueva y por eso cuando cuidaba el ganado de don Beto, me preocupaba mucho de los sitios donde creía que uno de los toros o caballos podía encontrar la muerte entre los colmillos del animal cuando se acercaba a tomar agua.

Es un río que no tiene nada de pesca pero sí mucha leña en cada una de sus orillas. A pesar de vivir en un rancho muy pobre, puedo decir que cuando cumplí los trece años ya era un hombre feliz. Cierto que no tenía la suerte de otros que ya a los doce años habían salido a conocer Santa Cruz, Cañas, Bagaces, Las Juntas de Abangares y otras ciudades más donde hay cosas tan raras que extrañaban a la gente sencilla y buena de nuestro pueblo, como aquello de las candelas metidas en un vidrio y que para encenderlas no es necesario prender un fósforo, bastando para hacerlo tocar un botón negro como la punta de los cachos que tiene el venado. Tampoco llegué a conocer esas cajas que dan música de guitarra como si dentro de su corazón se hubiera metido un conjunto de marimberos y cantores.

A pesar de no conocer mucho de esas cosas nuevas de que la gente habla cuando regresa de los pueblos lejanos, en cambio tenía una novia. A ella no me fue posible hacerle un regalo de cosas caras, pero alguna vez marchaba a lo largo de la montaña, más arriba de donde nacen los ríos y las nubes cubren cada colina, con el fin de regresar con un puñado de esas lindas flores del madroño que tanto le gustaban a ella. Se llamaba María Reina.

¿Sabe usted lo que es el madroño? Es un árbol que cada mes, cuando la luna se arrastra por el cielo como del tamaño de una colita de venado, llegan las brujas a visitar —las que son buenas— para hacer reunión y fabricar la alegría con la que viven esas mujeres y hombres que habitan en el centro de la montaña, los grandes ríos y más allá de donde queda el bajar de los cerros. Y cuenta, la gente que sabe, y que son las que tienen un cabello tan blanco como ceniza del maíz, que las flores del madroño por ese motivo en cada luna nueva llevan el canto llenito de la buena suerte que dejaron las brujas en su última visita. Y era así como yo me iba para la montaña y regresaba con un manojo del madroño, que cuando se cortan en tales días duran por semanas en un florero de barro o metidas dentro de una tinaja de esas que de tanto frío se ponen a sudar al otro lado del fogón, o pender desde los horcones como si fueran un racimo de banano perseguido por las abejas.

María Reina era blanca, y de ojos tan azules como el azulenco a donde van a pastar las nubes en las tardes del Veranillo de San Juan, en mitad de todos los años.

Su pelo era rubio y de un lindo tal que muchas veces en mi recuerdo lo he comparado con un rayito de sol tomando alivio sobre una piedra en mitad de la quebrada y que cuando vienen los amanecidos son los primeros en prenderse hasta en los rincones más íntimos que cuenta el río o en la chamarasca húmeda que sale por encima de las aguas. También era largo y suave como esa seda bonita que crían las begonias en la orilla de todos los remansos y triques de la selva. Sus senos redondos como dos piedrecillas que vienen rodando desde la cabecera del río y que están ahí en mitad de la corriente, todo frescura y empezando a nacer. No sé qué sería lo que ella miró en mí, pero es verdad que a pesar de la piel morena, como un pan que se pasó de tiempo que yo tengo, y este mi pelo como hilos turbios o crin de caballo; estos ojos achinados tan requemados por el sol y que andaba siempre con los pantalones rotos de ruedos para arriba y rotos también desde arriba hasta los ruedos, ella me quería.

Tenía hermanas, pero ninguna así de tan bonita como ella. Cuando nosotros íbamos a algún baile celebrado en la ocasión cualquiera que inventan los habitantes en los ranchos de allá, recuerdo que sufría mucho porque los hombres ya mayores la miraban en una forma muy rara, le decían palabras coquetonas delante de mí y declaradas en forma tan bonita como no lograba hacerlo yo, que en esos tiempos de piropos no sabía nada.

Los marimberos se levantaban de puntillas por encima del cedro de sus marimbas y tocaban más y bonito con los ojos pegados, muy pegados, en el cuerpo de mimbre y rosa, movimiento y ternura, que tenía la novia mía.

Había un hombre que la perseguía más que todos juntos y se llamaba con mucho respeto don Miguel.

Nadie tenía más poder que él en todo el pueblo por usar un revólver con el permiso del señor Presidente. Era todo un Señor Autoridad y metía a la gente opuesta al Gobierno en un calabozo con las manos para atrás; lo mismo que así enviaba hasta la cabecera del Cantón a los que solía encontrar sacando guaro de contrabando en alguna de las vueltas que tenía el Arroyo Grande que era como un río chiquito, muy de horas y horas adentro de nuestro caserío.

Tenía tanto poder que bastaba una palabra diciendo que necesitaba diez hombres para ir tras de algún cristiano que huía por robo o haber dado muerte a otro vecino, para que de inmediato los diez voluntarios escogidos, armados para perseguirlo durante días y noches por las peñas de la serranía, en las quebradas más ocultas o haciendas desperdigadas en el corazón mismo de la montaña, hasta lograr la captura del fugitivo.

Era don Miguel el Agente de Policía de nuestro pueblo.

Gustaba de mascar pedazos de breva y se pasaba escupiendo siempre hasta el extremo de que cada punta de su bigote se le había puesto tensa y negra como una cola de alacrán, echadas para abajo, y le caían sobre los labios. Era alto, fuerte, valiente y feo. Por su fama de valiente todas las mujeres soñaban con hacerlo su hombre y recogerse las enaguas en algún rancho para siempre junto a su compañía, ya que así era como se juntaban las parejas en un lugar como nuestro pueblo donde una vez cada año, para el tiempo de canícula, era la visita del señor sacerdote para casar legalmente a todos los que durante el año no habían tenido paciencia.

Lucía unos ojos negros como hoyancos, caminaba descalzo pero con unas polainas negras bien apretadas que terminaban en un par de espuelas de plata, que alguna persona murmuraba era un regalo del señor Presidente. Al cinto pendía el arma de fuego y al otro lado la filosa cutacha de la que nunca se desprendía.

No era de nuestro pueblo.

Un día llegó hasta el Comisariato del Chino Juan diciendo que desde ese momento en adelante era la Autoridad y enseñó las llaves de la cárcel, un papel que nadie supo leer, y ya. Nada más.

A los pocos días de llegar el Señor Autoridad se acercó al padre de María Reina y le dijo:

—Días, buenos días, ñor Gumersindo.

—Buen día le brinde Dios, don Miguel…

—¿Y cómo va la paloma de Reinita?

—Por ahí…, por ahí, cada día más muchacha.

—Ya lo veo, ya lo veo que se le está poniendo jugosita la muchacha.

Y contaba ñor Gumersindo que dijo: «se está poniendo jugosita», en un tono que cuando lo repitieron sonó a mis oídos como los primeros vientos negros que vienen delante de las tormentas en el mes de noviembre.

Los ojos se me llenaban de cólera cuando en el Comisariato lo escuchaba hablar de María Reina con una suficiencia a pesar de que él sabía que era mi novia. Para don Miguel era como si yo no existiera y cuando se refería a mi persona decía:

—Jacinto está todavía muy pollo como para cargar con la paloma.

Entonces me mordía los labios y hubiera querido pararle en el bote cuando me lo encontraba por el río cargado de mangle e invitarlo a una lucha en la poza más honda, para agarrarle por el cuello y hacerle saber que yo era el mismo que sabiendo derribar en cuatro horas el árbol más grande de la montaña a punta de hacha, también le podía dar la mano a una mujer y llevarla por toda la montaña sin hambre y sin miedo.

En alguna oportunidad trataba de ser humilde y respetuoso. Cuando me lo topaba en el camino le decía con un saludo muy cordial:

—Que el Señor sea con usted, don Miguel…

Pero él no respondía a mi saludo y me daban ganas de echarme atrás y gritarle cosas terribles hasta que se me hincharan las venas del cuello de tanto gritar. Pero no.

Desgraciadamente era el hombre al que el señor Presidente había mandado a nuestro pueblo para ser Autoridad.

¿Quién iba a intentar contra un hombre con chapa de Autoridad en el pecho? Bastaba un pequeño mensaje enviado a San José para llenar la montaña de hombres armados en busca de alguno que huía; si yo le pegaba era seguro que tenía que lanzarme de fuga al momento.

Una no; fueron docenas, las humillaciones que me brindó.

Una tarde cuando llegué hasta el pueblo a dejar quesos al Comisariato del Chino Juan, le encontré semiarrecostado en el mostrador y diciendo:

—¿La paloma de ñor Gumersindo? A esa en la de menos la monto en la grupa de mi caballo y la revuelco en el monte.

El dependiente del Chino me vio entrar y como para avivar el asunto preguntó:

—¿Qué será de Jacinto cuando se entere?

—¿Jacinto? —e hizo una mueca de desprecio al pronunciar mi nombre en tanto movía de un lugar a otro en su jeta de burro el tarugo de breva—. Pues como sé que la quiere mucho se la regreso cuando ya no sirva. Para los perros se han hecho las sobras.

Fue tanta la cólera, que tocándole por la espalda con la punta de mi cutacha, le advertí:

—No hable así, don Miguel, no diga eso, no…

El no me permitió terminar. De un manotazo me lanzó al suelo y cayendo sobre una de las piedras que sostenían un pilón de sacar arroz, me rompí la cabeza. Rápido y lleno de odio me levanté y esgrimiendo la cutacha en alto me lancé sobre él. Repitió la acción y otra vez caí llenando de sangre el entarimado del Comisariato. Ya dispuesto a todo, tomé con las dos manos la cutacha y le tiré un lance dispuesto a partirle la cabeza en dos como si fuera una mata de cuadrados. Al mismo tiempo le gritaba:

—Vas a ver hijo de…

Pero él, con un giro rápido, como un poco del viento que abanica una planta débil y hace remolino en los tiempos del otoño, sacó el cuerpo y tomando su cutacha me lanzó una finta a la derecha y otra a la izquierda. El machete de mis mallos rodó hasta el suelo como una lata de sardinas. Quedé indefenso, frente a frente, y vi en sus ojos un raro misterio que hasta entonces nunca antes miré en los ojos de otro hombre. Levantó la cutacha entre sus manos y yo me cubrí la cabeza con las mías. Y me miraba fijamente. Eran sus ojos como esos que muestran los cerdos de monte cuando en una cacería se les encuentra solos y ya en días pasados se les ha arrebatado una cría o balaceado a compañeros. Eran ojos de un odio negro como un camino de noche donde suelen asomar los espantos.

Me gritaba su acción que era él un hombre en cuyo camino jamás debía interponerme; que era más hombre que yo, más lleno de mañas en el manejo del machete y mucho conocimiento en la pelea. Pero en vez de partirme la cabeza lo lanzó de plan sobre mi espalda una y otra vez hasta el extremo que acudió el dueño del Comisariato pidiendo a gritos que no me fuera a matar.

Todos sabían que don Miguel era un hombre dotado de cien males juntos dentro del pecho como las patas de un ciempiés. Pero él no hacía caso y amenazó con partirle la cabeza al primero que se interpusiera.

Ya cansado de castigarme, tomó mi cutacha del suelo y lanzándola a mitad de la calle, y mi cuerpo tras del arma gritó:

—¡No sos tigre que asusta a mis vacadas, maricón!

Y como un final se fue por mitad de la calle, carcajiento y bailoso como un trompo, cuesta abajo, contando a todos los hombre lo que me había hecho.

Los hombres del Comisariato acudieron a levantarme y a volverme en mí poniendo para ello compresas de guaro sobre la frente. La espalda era un solo manchón de sangre.

¡Ay, cómo lloré de coraje!

De verdad que no significaba mi persona ni siquiera un cachorro de tigre, para un hombre que como él tenía cien males metidos corazón adentro. Se refería a esos tigres cebados que asuelan la manada en alguna de las fincas del pueblo y que ni siquiera el toro de los afilados cachos a punta de lima, puede evitar que aparezca y se marche con una novilla tierna como si hubiera llegado con un recibo firmado por el patrón.

María Reina contaba que don Miguel varias veces había intentado tomarla por la fuerza cuando ella iba a lavar la ropa a la orilla del río. Un día, cuando ella regresaba de dejar el almuerzo desde la zocola donde su padre y un hermano trabajan picando para regar frijoles, la interceptó muy sola e intentó besarla, y como ella le escupió la cara, el sacó la cutacha y le dio de plan sobre la espalda como en otra oportunidad lo hizo conmigo. También le golpeó los pies desnudos hasta hacerle tal daño que la pobrecilla renqueó durante varias semanas.

Pero don Miguel era un hombre de los cien males dentro del corazón, como un animal que camina por la vida con cien pares de pies. Y desde entonces, ya todo fue odio con miedo del que empezamos a padecer ñor Gumersindo, los hermanos de María Reina y yo.

El buen viejo me decía:

—¿Por qué no te casas con ella? Ya cumplió los trece años y así puede que ese hombre nos deje en paz.

Pero yo tenía catorce años y no podía pensar en casarme sino cuando estuviera un poco más hombre, mucho más hombre; cuando lograra la seguridad de dominarla cutacha y ningún tigre por lo mucho que lo fuera quisiera llegar hasta los aleros de mi rancho para hacerle canciones de amor a la mujer que yo tenía.

Por eso, únicamente por eso, era que todos los días trabajaba con más amor sobre la tierra sabiendo que el trabajo lo hace a uno mejor hombre; y en la noche de luna clara como en el amanecido del día, me iba hasta la próxima curva del bananal y sacando la cutacha hacía fintas y fintas a mi propia sombra estampada en la tierra, tirando a fondo y lanzando el filo al aire tratando de cortar de pasada el valor de los cocuyos tempraneros. Luego rato después, ya cansado, soñaba el día en que fuera posible llegar hasta el Comisariato y estando don Miguel con su mirada puesta en el fondo de un vaso ya vacío, le tocaría el hombro y en alta voz para que lo escuchara el pueblo, le diría:

—Don Miguel, aquí está su nene, ¿quiere hacerse de nuevo el tigre?

Pasaron semanas, meses, y cumplí un año más.

María Reina se ponía con el pasar de cada día más linda y estaba engordando un cerdo que le regalé para el tiempo de San Francisco. Cuando el chancho estuviera gordo —decía ella—, con el dinero nos sería posible comprar un montón de cosas pues deseaba ir a Puntarenas y regresar con objetos lindos: zapatos, un velo blanco y telas suaves. Todo para nuestro matrimonio que iba a ser el ocho de diciembre cuando el sacerdote hiciera su recorrido para la celebración de la Inmaculada Concepción.

Teníamos mucha fe en el cambio que iba a venir con las próximas elecciones en que con la marcha del Presidente, seguro nos iban a enviar un hombre de un poco más honradez para ser autoridad en nuestro pueblo. Sabíamos que a don Miguel una vez que se le quitara el revólver tendría que marcharse bien lejos.

Pero es sabido que los pobres somos siempre desgraciantes y nunca tenemos suerte, pues a pesar de que todos votamos por un partido que no era el gobiernista, éste ganó las elecciones. Don Miguel no sólo se quedó en el puesto nombrado para cuatro años más, sino que le aumentaron el sueldo a treinta colones mensuales y hasta le enviaron como obsequio un rifle nuevo que desde entonces él usaba para cazar chanchos de monte.

Al igual que hoy. Lo mismo que en este momento. Como si hubiera sucedido anoche lo que sucedió en aquella mañana, lo tengo pegado en mitad de los ojos como una de esas cosas que no se pueden y no se deben olvidar.

Ñor Gumersindo y su esposa llegaron en un llanto suelto al rancho de papá y contaron que había llegado don Miguel preguntando a gritos por María Reina. Las muchachas salieron corriendo a esconderse en el momento y después de ñor Gumersindo no había otro en la casa. Y aprovechando la vejez del pobre hombre sacó el revólver y colocándoselo en la cabeza le advirtió:

—Si no aparece María Reina dentro de cinco minutos le abro la jupa como si fuera un chancho de monte.

Ñor Gumersindo le preguntó temblando el motivo por el cual quería ver a su hija, a lo que respondió el matón que eso al viejo no le importaba y que solamente deseaba verla sin tratar de hacerle daño alguno.

Doña Margarita, ante las amenazas del bruto y por temor a lo peor, llamó a las muchachas de donde se habían escondido, las que se acercaron temblorosas hasta Miguel. El hombre al ver a María Reina metió su revólver en la cartuchera y a la fuerza le pasó un mecate por las manos y atándola a la grupa del caballo subió de un brinco, diciendo que la conducía presa en nombre de la autoridad, y al mismo tiempo volvía a amenazar con el arma al primero que se interpusiera.

Así, María Reina, con las manos atadas, fue obligada a ir tras el bandido.

Todo lo contaba ñor Gumersindo con la desesperación metida en los ojos y tomándose las manos en ademán de impotencia.

Pasaron tres días.

Todo el pueblo comentaba con indignación lo que don Miguel había hecho. Algunos proponían que fuera una comitiva ante el señor Presidente, pero al recordar que nuestra Autoridad fue uno de los hombres que más lucharon en la pasada Revolución y que contaba con la ayuda sin límites del Jefe, se llenaron de temor ante las consecuencias. Algunos decían que de la audiencia en Casa Presidencial iban a pasar a la cárcel con grillos hasta en el cuello. Ñor Gumersindo, miedoso y agobiado por los achaques y la vergüenza, le visitó donde él estaba con María Reina y le pidió que se casara con ella.

—¿Estás loco, Gumersindo? —Le preguntó con sorna en la voz—. Y además ella no quiere casarse conmigo…, ; ni a mí me interesa ya como mujer! Diga usted al cuida chanchos de Jacinto que esta noche se la dejaré por el camino en el Alto del Zoncho, que venga por ella, pero solo…

Todo el resto de la tarde pasé con el corazón hecho un tronco en mitad de la garganta. No había aprendido ni siquiera a llorar para desahogar los sentimientos, de manera que se me fueron las horas pensando y pensando sin que quedara cepa de banano que no recibiera una estocada de mi cutacha a fondo, derecha, al otro lado…

Y fui al Alto del Zoncho donde se me citó, con una carretada de malos deseos entre pecho y espalda. Con el filo del machete me hubiera sido fácil cortar hasta un pensamiento. En el rancho de mis padres se quedaron esperando ñor Gumersindo, ña Margarita y los hermanos de mi novia. Llegué convertido en un temblor de tierra por la cólera. Cerca del árbol de aguacate donde era la cita, me encontré a María Reina sentada sobre una raíz en tanto que don Miguel, con aires de impertinencia, sobre la montura del caballo y con la mano derecha en la funda del arma, me saludó en la siguiente forma:

—¿Cómo te va cuida chanchas…? ¿No te dije que para los que sobran como hombres es que se han hecho las sobras…? ¡Ahí la tienes!

Y dando grupas al caballo se perdió en los matorrales.

María Reina continuaba sentada con la cara entre sus manos y llorando de aquedito. Un ruido como de quejidos salía también de la montaña entera. Yo no sé si era que la montaña había llorado como lo hacen las mujeres o si era el viento al pasar por el ramaje de los árboles.

Varios días don Miguel había tenido a María Reina escondida en el rancho que fabricó con tiempo para su proyecto de robarse a la muchacha. En todos esos días me preguntaba qué me iba a decir cuando me encontrara frente a ella nuevamente.

Me acerqué junto a su cuerpo, tomé su cara bonita entre mis manos para que levantando los ojos pudiera ver cómo iban naciendo ya las estrellas y le dije:

—Ya es muy noche, Reina mía… ¡Mira cómo está el cielo llenito de estrellas…! En el rancho nos están esperando.

Juntos, en cada noche de muchas estrellas, nos íbamos a la orilla del río para hacer planes y entonces tomándole el rostro bonito entre mis manos le rogaba que contara estrellas. Reíamos bastante porque las luces que tiene el cielo son muchas, y al llegar a cien, perdíamos la cuenta un poco errada por los besos o quizá también porque entre María Reina y yo solamente sabíamos contar hasta cien.

Ahora estaba indiferente: no observó las estrellas ni levantó sus ojos hasta mis ojos; hizo un ademán invitándome a caminar delante de ella. Escuchaba la suavidad de sus pasos sobre la hojarasca húmeda del camino. Varias veces tropezó contra pedazos de troncos medio muertos, pero no dijo ¡ay!; ni dijo «si», ni dijo «no», ni decía nada.

Un ruido de tanto en tanto, como quejido pequeño, salía no sé si del pecho de María Reina o si era el viento que se iba tamizando al cruzar las palmas del coyolar. Tampoco deseaba volver a ver. Mis pensamientos caminaban quietecitos.

¡Corazón, éramos dos!

Alguna palabra sucia, fea, de venganza, asquerosa si se quiere, como la grupera de una mula, también seguía dentro de mi cerebro al recordar la acción del matón.

Un frío de noche, con viento como el que sentí tantas veces en los desolados potreros en tiempo de las vacadas, helaba mi rostro y las manos. Allá, saliendo desde el rancho de ñor Gumersindo se miraban unas luces que señalaban lámparas de canfín que de las manos de papá y un hermano de María Reina pendían, moviéndose, como diciendo algo, o esperando.

Sentí su mano suave que se posaba en mi hombro. Volví a ver y sorprendí en cada uno de sus ojos una súplica; al igual que cuando se le terminaban las palabras y con la mirada deseaba expresar muchas cosas.

Su mano apretaba fuertemente. Entendí su ruego y gritando a ñor Gumersindo que su hija iba conmigo, crucé con ella por entre los tallos del coyolar y tomando un camino que conocía me dirigí al rancho de los Juanes, que había quedado en abandono durante la última fiebre amarilla que asoló toa la región desde el río hasta la costa lejana.

Su manita cálida iba acurrucada entre mis manos.

Era una manita caliente como gallito de frijoles recién sacados del comal y suave como el plumaje de un pollo de a mes.

Detrás de nosotros el viento seguía llorando al cruzar entre las ramas como si también intentara gritar una pena escondida.

Ella nunca lo decía, pero yo le adivinaba un dolor callado que la hacía sufrir y no faltaba nunca bajo la sombra de sus ojos llorosos como es el gotear por entre las hojas del rancho cuando se eterniza el temporal.

Caminaba siempre triste por nuestro rancho con aquellos sus zapatos de hombre que le compré en el Comisariato, para que los yuyos no siguieran haciendo fiesta en sus pies blancos como la cáscara del huevo.

Durante noches que nunca podría terminar de contar, entre tanto ella no podía dormir, yo simulaba hacerlo al escuchar a lo lejos el gritar de un grillo que intentaba desesperadamente hacer un hueco que taladrara la selva; que sonaba a veces cerquita y otras lejano como la mañana y siempre el mismo como una oración a la tristeza, marcando minutos en el horario de mi no poder dormir; y entonces le adivinaba en sus ojos cerrados el martirio de su mente con el recuerdo, que mi cariño no fue posible la hiciera olvidar.

Vinieron los meses y se fueron los meses.

Llegaron las alegrías tras de los meses y con ellas se marcharon las penas. Siempre me han gustado las flores y los jardines. María Reina regó de flores el patio y una enredadera azul se fue incrustando en las paredes del rancho. De la tranquera al arroyo, desde donde hacía llegar el agua hasta el brevadero por medio de una mitad del corazón del bambú y lo mismo que allá por donde nace el sendero que iba hasta el camino real, todo eran flores.

Teníamos un horno donde María Reina asaba el rico pan que aprendió de los cartagos y un cerro de gallinas a colores con un cerral de pollitos. Cada vez que salía al pueblo trataba de conseguir almanaques con figuras lindas de flores, animales y dibujos que mi mujer fue colocando en la esquina de los tres cuartos del rancho.

Ella estaba más linda que antes y más que como nunca yo la había admirado.

Me gustaba mucho sorprenderla en la quebrada peinando aquel su cabello de oro todo chirlos como los pétalos de las flores del frijolar y que caían a un lado de su frente.

Cuando la tarde era bonita y nos íbamos al río para pescar mojarras, yo le contaba historias y entonces reía asomando unos dientes más blancos que el reventar en flor de naranjo; y en las mañanas, cuando con mi hacha iba para la socola, antes de recoger del horcón mi calabazo de agua, en la que ella ponía unas hojitas de hierbabuena, siempre me daba un beso regalón y sabroso que era para mí como el alivio del tiempo duro que tenía adelante del día en los tocotales, en la milpa del maíz o por dentro de las aguadas regando el arroz.

Siempre tenía para mí un adiós hermoso con aquellos sus ojos llenos de un escondido agradecimiento, que guardaba dentro de esas pestañas limpias y juguetonas como las cortinas en casita de fiesta donde se iba a celebrar algo así como el cumple de los años.

El rancho es lejos del lugar donde estaba el pueblo y mucho más lejano que la última cuesta por donde se empieza a bajar al caserío y está la calle tan llena de niñas casaderas que la gente la ha bautizado con el nombre Calle de las Solteras. Estaba mi rancho un poco cerca del río y no se podía llegar a caballo, ya que era necesario bogar un tanto en bote a fuerza de remo.

Nunca salíamos hasta el pueblo porque, como muy bien lo sabía, el rumor de la deshonra de mi mujer corría siempre de boca en boca al no verla la gente, con esa terquedad con que en los pueblos pequeños nada olvidan.

La gente de mi pueblo era torpe al juzgar y allá había pecados que duran toda una vida cuando se lanzan sobre una mujer aunque como en el caso de María Reina, ella no hubiera tenido la culpa.

Una vez al mes recibíamos la visita de ñor Gumersindo o alguna de las muchachas hermanas de mi mujer, y entonces nos llenaban de bromas porque pasaba el tiempo y no venía nuestro primer hijo. María Reina hacía eco a cada broma de sus hermanas respondiendo que éramos muy jóvenes aún. Pero yo sabía que también esas bromas la molestaban un poco porque cuando la familia se iba, caía en una de esas tristezas que ya muy de tarde en tarde le solían dar.

En un rincón del rancho y adornada con muselina de colores estaba una cuna de niño que María Reina compró yo no sé dónde y llena de trapitos también de colores que ella bordaba en sus ratos de no hacer nada: eran escarpines, capas y mantillas.

Un año pasó desde nuestra tragedia y el cuento ya se estaba quedando dormido a no ser que salía entre las conversaciones de las viejas beatas que anidan los cuentos en el corazón y que cuando se lo sacan de ahí duelen a poquitos.

Una y otra vez me marchaba con María Reina para el corazón de la montaña y regresábamos con sienta tinajas, tepezcuintes y flores de varios colores para nuestro jardín.

Eramos dos corazones y nada más deseábamos en la vida.

¿Verdad que a usted no le molesta que cuente los días felices que he pasado en mi vida? Bueno, está bueno.

Y fue en una tarde.

Una tarde como esta, y no se me ha vuelto a apartar de los ojos porque hizo un hueco en la vida como el hoyo que el pico del pájaro carpintero hace en la dura corteza de los altos pejibayes.

Venía río arriba bogando. De repente vi frente a mí, bajando en un bote verde, a don Miguel. Verle y llenarme de dolor y de miedo fue todo uno. Dejé de bogar, pero él como si no le diera importancia al encuentro, me lanzó un saludo de diablo diciendo además:

—Hola —y una risa que llegó hasta el fondo del río—. ¿Cómo te va con mi paloma?

Y pronunció mi paloma con vidrio en la voz.

No respondí nada y entonces él se echó una carcajada con aquella su mueca negra y torcida como el horcón de un rancho abandonado.

Un presentimiento terrible me agarró con las dos manos por la frente. Me acerqué a tierra y dejando el bote para que se lo llevara la corriente eché a correr por el pedazo de picada que conducía a mi rancho.

Encontré a María Reina tirada sobre el cuero de nuestra cama. Lloraba desesperada con la cabeza metida entre sus manos y completamente desnuda. Enaguas, blusa, el delantal, todo estaba hecho pedazos y los muebles sacados de sus campos, lo que indicaba una terrible lucha entre esta chiquilla y la fiereza del hombre.

En una esquina del rancho, debajo del fogón, el gato jugaba con la pantaleta rosa de mi mujer también hecha jirones. Todo su cuerpo estaba lleno de cardenales.

Tomé el machete y corrí hasta el río.

Ya no era posible perdonar al bandido la segunda chanchada que me hacía. Pero por más que corrí solamente encontré al final de la carrera un bote amarrado en el linde de un viscoyal como si también se estuviera riendo de mi persona. El hombre no apareció por lado alguno, ni siquiera la huella de sus pies se había estancado en el barro. Lo único que estaba ahí era el bote que se mecía mansamente y con el que me ensañé hasta dejarle convertido en astillas.

Mi propio bote lo encontré haciendo arrumacos en una orilla del río que lo había retenido pegado a un raicerío de bijagual.

Mucho tiempo después me enteré por boca de un amigo de oficio que en tanto yo desahogaba mi furor contra el maderamen del bote, el bandido violador se escondía tras de una macolla de raicilla, riéndose calladito.

Regresé al rancho y tomando a María Reina entre mis brazos la cubrí con una manta y luego la acosté. Pasé varios días convenciéndola de que para mí era como si nada hubiese pasado.

Pero ya jamás volvió a ser la mujer que yo había conocido. Su rostro olvidó para siempre las risas sabrosas y juguetonas como esa espuma que hace el río al chocar contra las piedras. Ella, mi reina, que tenía las manos limpias como una orilla del río, se juzgaba manchada, desesperada y definitivamente humillada. Su alegría se había ido para siempre como van las hojas en la corriente del agua, río abajo quién sabe hasta dónde y para ya nunca regresar.

¡Matar!

Matar como se hace con lo que no sirve en la montaña y que hace mal.

Eso era lo que ya no podía dejar de hacer. Merecía la muerte como la merecen las serpientes que andan por ahí entre los montes y en la orilla de las quebradas a la espera de que uno vuelva la mirada para otro lado, clavarle el colmillo y dejar el veneno en la carne hasta que el hombre eche espuma por la boca como si lo hubiera mordido un coyote con rabia.

Hasta entonces eran tantas las muertes de animales que tenía a mi haber que uno más entre esas fieras, no contaba.

Pero algo dentro de mí llamaba al miedo:

—¿Cómo sería matar a un ser humano?

Imaginaba que podría llegar por delante, por detrás, y como se hace con la serpiente, darle un solo filazo hasta saber que ya queda con los ojos mirando para arriba… Tal vez le daría tiempo para pedir perdón a Dios por lo malo que él se ha portado en la vida. Pero meditando bien en el asunto pensé que hay hombres a los que en la hora de matarlos no hay que darles la oportunidad de arrepentirse para que así, al entregar el alma, tengan que rendir cuentas en las puertas del infierno.

Las idas y venidas de don Miguel las conocía de memoria. De nadar no sabía ni jota. Era fácil volcarle el bote en una de las tantas ocasiones en que… Y más fácil todavía llegar a la cantina, y al descuido (cuando estaba tomado), partirle el cráneo.

Con gran cuidado lo preparé todo como cuando uno va a la caza de los cerdos por la montaña.

Después ya no sería necesario que me acorralaran en la montaña para darme muerte como una fiera que huye. No. No era necesario. Yo mismo sacaría el revólver del cinto de don Miguel y…

¿Tendría el valor de hacerlo todo?

De no ser así me atarían las manos para atrás y por cordillera me llevarían hasta donde el señor Presidente, para que conozca al hombre que dio muerte a uno de sus amigos y entonces de nada valdría contarle que yo era un hombre feliz y que todo pasó por las garantías que él daba a los pillos con premio de Señor Autoridad.

Esa misma mañana llegaría uno de mis amigos, Zacarías, para decirle que allá, por el camino de Las Solteras, rumbo a la Vuelta del Coyote, vio a un hombre sacando un barril de guaro.

No era necesario más para que el Señor Autoridad se echara a correr por esa nueva víctima.

Y yo le esperaría en una de las tantas vueltas del río que tendría él que tomar, luego de terminarse la Vuelta del Coyote, para apuntarle como se hace con el tigre cebado con el ganado…

Ella, silenciosa, como lo hacía desde hacía mucho tiempo, colocó sobre el plato una tajada de guinea asada al horno y como si supiera algo miró en una forma más que rara y me dijo casi con un hilo de voz:

—Voy a tener un hijo… de él…

Cada murmullo de la montaña me erizaba los nervios.

Era la espera más larga que imaginar se podía.

Creí en un principio que los minutos y las horas se iban a hacer muy cortos y ya está.

¡Ya está!

María Reina era una niña con cabello de oro.

Diga a ese cuida chanchas que…

Y vamos a tener un rancho y muchos hijos como

¿Casarme yo? Si ya no me interesa como mujer.

Somos dos corazones… Hay un mundo nuevo en el refugio de sus besos.

Aquí la tienes…, es la sobra de vida.

Escuché un remo que daba movimientos quedos sobre el agua.

Era Miguel.

Faltaba poco para llegar hasta donde desemboca la Quebrada Muerta. Aquí, como a dos metros de ese paredón, él tenía que pasar.

Pasaría…

Y una piedra en la cabeza y después picadillo de alacrán con el machete. El bote seguía acercándose, acercándose.

Ya tenía el bote a pocos metros… Mis manos dejaron de temblar. Una nube de odio cubría el instante.

En ese momento escuché un ruido junto a mí. Volví rápida la mirada y vi los ojos de María Reina que se hundían entre mis ojos. No me dijeron sí. Ella miraba como desde un dolor más lleno de angustia que mi odio.

El hombre fue pasando más…, un poco más.

Su espalda… ¡Era el momento!

Sentía los ojos de María Reina en mí y…

La piedra se quedó ahí junto a las hojas secas en la orilla del río.