El trabajo estaba ahí en el medio como un sistema de tortura.

Los trabajos no era necesario hacerlos bien o mal. No era necesario ni siquiera hacerlos. Bastaba tener las manos puestas en algo: jalando piedra de aquí para allá o de allá para acá y la espalda desnuda, negra, costrienta.

Y cremosa de calor. Algunos trabajos en piedra no tenían razón de ser. En otras ocasiones lo que nos había costado, por ejemplo, un año íntegro era obligatorio rehacer de nuevo una y otra vez.

Nunca me tocó trabajar en el dique de la playa pero a mí me dio mucha lástima al principio ver a esos pobres hombres que trabajaban ahí.

Dije «al principio» que será como citar los primeros tres años. Después mi alma se sumió en el olvido de la vida. El corazón se me hizo negro y poco a poco me fui haciendo reo, reo, más reo; es una palabra que únicamente el que ha estado preso puede saber y es una forma insensible para lo que no sea negrura al este, al oeste y envidia, calumnia, mal y dolor a cada lado restante.

Incluso llegué a odiar con todo mi corazón al hombre que por una felicidad lograba ser absuelto ante los jueces o le quitaban las cadenas largas como la mía para recibir a cambio una simple argolla de raterillo que eran livianas y no pesaban.

Allá en la libertad el hombre envidia, sueña, espera y trabaja por muchas cosas que en el penal ni siquiera se llegan a pensar. Lo único que verdaderamente vale, que es hermoso, mejor que la mujer más linda del mundo, es el momento —allá de vez en vez— en que el reo extiende su cacharro y le ponen sobre los frijoles una linda, sabrosa y amable papa de Cartago con todo y su cáscara.

He dicho que me daba mucha pena ver a los hombres que trabajan en el dique a los que llaman cuadrilla de fantasmas. Desde las tres de la mañana en que se inicia el día de los presidiarios hasta las cinco de la tarde trabajan ahí escuchando el retumbo de marea cuando sube, o cuando baja, o metidos en el mar hasta los hombros acarreando piedras. Si era vaciante sacaban piedras y más piedras a fuerza de barra y cuando la marea subía hasta llegar a sus hombros, se dedicaban a llevarlas en angarillas que estaban hechas por mitades de un estañón y que cargada por dos hombres era necesario llevar hasta allá, quinientos metros para hacer muros de contención.

Se le llamaba La Cuadrilla de los Fantasmas porque para integrarla se buscaba a los hombres más saludables y de mejor forma que al mes se volvían pálidos, la piel se convertía en una costra y se les caía con el solo gesto de pasar la mano como si fuera una especie de caspa por todo el cuerpo y pronto perdían el apetito hasta llegar el día en que se doblaban sobre la angarilla cargada de piedras y empezaban a vomitar. Desde ese momento el reo dejaba ya de ser hombre.

En el presidio de San Lucas nunca hubo hospital.

Cada seis meses se renovaba la cuadrilla entera porque unos morían y otros quedaban tan inservibles como bueyes humanos que ya no podían volver a trabajar más en toda la vida. Uno los miraba escupiendo pedazos de pulmón, sufriendo ataques de asma o recogiendo hojas con un palo, que era el trabajo destinado a los enfermos y a los muy viejos.

El único perdurable en la cuadrilla fantasma era el cabo de vara, un reo malo como el demonio mismo.

Se me olvidaba decir que estos reos nunca tenían la cadena bonita porque el agua yodada del mar se las llenaba de herrumbre y eso era lo que más apresuraba la llaga de sus pies hasta dejarlos prematuramente cojos.