Cuando nos han sentenciado a muchos años, se hace una angustia rara al principio de la pena, pero después llegamos a creer que es del todo imposible pasar la vida entera entre las rejas.

Ninguno entre nosotros termina por aceptar que hemos tenido culpa de lo malo que nos llevó hasta el delito, sino que buscamos una salida para determinar que fue la mano de Dios. Otros, los que no creen en Dios, se refugian en el destino y le echan toda la culpa, no faltando los que se creen totalmente inocentes y pondrían sus manos en el fuego para declararlo a todos los vientos.

Volvimos a ser ganado, menos que ganado.

Los herreros sudaban sobre los hierros remachando piernas y brazos. La fila de reos en la espera de su turno para recibir el hierro parecía que no iba a terminar nunca. Algún mazo —cosa extraña— se salía de las manos hábiles del herrero y daba de lleno en el tobillo y entonces el herido se hacía a un lado y los herreros proseguían su labor con un tanto de temblor entre sus manos.

Nuestro día era eso: grillos y cadenas, trabajar bajo el agua e ir dejando pedazos de nuestra vida entre lodazales o piedras picudas como gavilanes, que tales eran esas hojas de mar.

Y de nuevo achicarnos en esos salones donde el odio y la esperanza, la oración y la m…; el hombre y la bestia; Dios y el diablo; el ayer y el mañana: todo era igual.

Arrastré mi cadena hasta el patio donde pasaban revista. El látigo volvió a temblar sobre los hombros desnudos. Era lógico: de nuevo éramos reses.

Los cabos de vara, esos mismos tan mimados de don Venancio, que la tradición cercelaria considera como indispensables para el manejo de los penales (reos armados de garrote para dominar a sus compañeros), volvieron a primera plana.

Y de nuevo ¡DIOS MIRABA PARA OTRO LADO…! Mi vida era de mugre.

Después cuando quería estar contento me acordaba de los días en que pasé sin cadenas y me decía que la vida sin cadenas como que es buena y no es de mugre.

Y ahora que recuerdo.

Tal vez porque me estaba haciendo viejo y ya peinaba canas o por tener poco a poco una personalidad diferente, lo cierto es que entré en el período en que el reo suele rezar.

Yo miraba a veces a algunos reos rezando y creo que se sentían mejor que yo. Y además que una noche me dije:

—No es mentira lo que dice la gente de que Dios cuando se trata de presidios mira para otro lado. Pero, qué tal si un día vuelve los ojos y nos pilla rezando. ¿Qué pasa? Total que ni tardo ni perezoso saca un libro de cuentas, nos borra de un plumazo y luego viene la orden de libertad.

Pero a veces me cansaba de rezar.

Pasaban meses y venían muchos otros juntos en que no me acordaba de Dios para nada, pero me animaba el secretillo de que El siempre se acordaba de mí y que una hora de las tantas volvería a ver para el presidio y encontraría los tres millones de rezos y de ruegos que le envié y que por ahí estaban flotando en el aire. Flotando, sí, porque es sabido que del presidio no sale nada, ni siquiera un puñado de oraciones.

Señor, Dios bueno de los hombres y mujeres que viven en Costa Rica, quiero que cuando vuelvas los ojos para este lugar te acuerdes de mí. No te acuerdes de nadie más, Señor, porque aquí en este salón solamente tres reos entre cien sabemos rezar: acuérdate solamente de mí.

Ya ni siquiera sé rezar; por lo tanto, entiendo que tú sabes que mis rezos son mal dichos, como un hombre malo que soy. ¡Cuidado vas a confundir mis rezos con el de los otros dos porque entonces me vas a dar una gran jodida!

Yo, Señor de los que viven en Costa Rica, no te pido mucho. La verdad es que ni siquiera sé pedir. Al menos no te pido que pongas bondad en el corazón de los que nos cargan de cadenas porque yo sé que es imposible. Esas gentes pertenecen al diablo y yo sé que tú no tienes trato con el diablo. No te pido, Señor, salud, dinero, ni pan para todos los días. Ni siquiera te pido que me quites el hambre, me prives de las cadenas, porque todas esas son cosas del diablo y ya te digo que yo sé que tú no tienes trato con él.

Esta oración que hoy te envío de todo corazón vale por los tres meses que hace que yo no elevo una oración hasta tu cielo. Vale por las noches en que no he de rezar. Si acaso es que mañana, o dentro de mil mañanas vuelves los ojos para este penal, aquí queda mi rezo, Señor, no lo confundas con el de los otros, porque yo te digo que me darías una gran jodida.

La verdad es que no debería de pedirte nada porque yo sé que tú sabes que yo no creo en ti. Pero hay cosas que yo sé: si es verdad que no creyera en ti, no te nombrara nunca y seguro te han dicho que en mis noches de intensa desgracia yo digo: Maldito Dios que me ha brindado este destino… Lo que es una forma de acordarme de que tú en verdad eres en alguna parte del Cielo el Hombre que Manda, el Comandante del Universo. Sí; yo tengo la seguridad que en mis noches de estar mal, cuando me acuerdo de ti y pronuncio tu nombre, ya te lo han dicho en la forma en que te recuerdo… Pero hay algo que tengo más que seguro y de muy cierto: que si en verdad existes, sí te acuerdas de mí. No te pido un regazo de mujer. No te pido una carreta nueva. No te pido suerte porque no he tenido jamás un poco de suerte. Yo en verdad, es que ni siquiera sé pedirte. Yo sé que a veces tienes tantas cosas por hacer que procedes con errores, pues de no ser así no estaríamos alguno que otro inocente en este penal y tantos pillos juntos engordando por las calles de Costa Rica y hasta más de uno que vive explotando nuestra propia desgracia.

Por lo anterior es que te digo que cuidado te equivocas y confundes mi ruego con el de los otros dos, porque me darías una gran jodida.

Como no tengo hijos, familia, ni nadie que se acuerde de mí, no te lloro como seguro hacen esos dos. No te pido que pongas una gota de miel en el alma del que me mandó a la cárcel y que diga la verdad para que pueda salir libre, porque sé que estoy aquí por un amigo del diablo y Tú no tienes esa clase de amistades.

Además, mi ruego es pequeño y no te puedes confundir que haya papas más de una vez en el mes, Señor, que nos den papas…

Hay cosas que hasta el día de hoy no me gustan.

Me pide usted que se las cuente con los dedos de una mano y yo se las cuento.

No me gusta la tristeza.

¡No, amigo mío, es que no me gusta la tristeza!

No sé por qué será que en la cárcel siempre, al lado sur, al norte, al este y allá donde muere el mar y se acuesta el sol, siempre, siempre, el rostro de los seres y de las cosas refleja la pena.

No me gustan los gritos ni el chasquear del látigo sobre la espalda que no es mía. Y no me gusta cuando brinca sobre mi propia carne. Ya no me gustan los gemidos del gato, no me gustan, ¡no!

Desde que empezó el amanecido, hasta mi tarima llegó el endiablado maullar de un gato.

Era el único gato que existía en el presidio. Pertenecía al señor capitán de la guardia y por eso es que nunca a reo alguno se le ocurrió atentar contra él, aunque en lo que a mí respecta cuando mansamente se me acercaba y se acurrucaba en mis rodillas, le acariciaba imaginando lo hermoso que luciría en el fondo de un tarro, danzando entre burbujas hirvientes y luego el gusto que tendría con un poquito de sal y unas rodajitas de limón.

Claro que cuesta mucho conseguir la sal a pesar de que aquí abunda por todo lado, pero como es negocio del señor comandante solamente el residuo de las calderas negras y malolientes es posible ver en nuestro rancho.

No lograba dormir y el gato por un rato interminable seguía llorando con un vaguido raro que venía de lejos y parecía salir de todos los lados del penal: de arriba en el techo; abajo en el sótano; el hueco que está en mitad del disco y que es el lugar donde se encierra a los hombres que se portan como lo peor del mundo.

Al presidio había llegado ese gato en un garrote a la deriva y ahí se quedó. Pero cuando en cada mañana lloraba y lloraba, nosotros sabíamos que eso era como una oración al diablo pidiendo gata, y como no le hacía caso algo iba a suceder.

¡Hurr! No me gusta escuchar cuando un niño llora y el gato es el único animal que llora como lo hacen los niños.

—¡Qué diablos estará haciendo el sargento de guardia que no manda a callarse a ese asqueroso animal! —expresó alguien.

La voz salió de uno que seguro tenía como yo, y tantos otros, la superstición metida en el cuerpo.

Pero la verdad es que el gato no era un animal cualquiera. Ni de asco, sino al contrario, muy bonito y de un color tan blanco como las garzas que en las tardes, por muchas y por muchas, acuden al manglar en busca de peces o esas «jaibas» que se hacen como un reguero de arroz sobre el barro cuando la marea grande se ha ido.

Una vez otro director del penal había traído un gato pero un reo hambriento se lo comió crudo, entero, con un poco de sal y unas rodajas de limón agrio. Después de la gran paliza que nos dieron a todos en fila, por no saberse a ciencia cierta el nombre del autor del robo, nos advirtieron que Ángel —que así se llamaba el gato— no podía pasar la misma suerte del otro y que si desaparecía nos azotarían a todos.

También por eso, cuando pasaba un día entero y no veíamos a nuestro Ángel, los reos nos poníamos sumamente nerviosos.

El gato seguía maullando.

Y todos los hombres del salón, hasta el cabo de vara y su «señora» estaban despiertos.

Afuera llovía. Escuchábamos el chilindrín de las goteras sobre el techo. Un frío de amanecer venía desde el mar hasta dejarnos la carne como pellejo de tiburón. Un soldado rifle al hombro pasaba para allá, regresaba para acá; daba media vuelta y posaba sus ojos sobre las rejas temiendo una fuga en cada instante como en alguna de otra noche en que ante los ojos del centinela caía una reja, del hoyo brotaba un bulto, luego otro para un instante después la noche misma sentirse acribillada de balas con saldo de muerte, a veces, o de burla cuando el prófugo ha salido ileso de la balacera. Luego silencio. O un montón de voces que dan órdenes. Si después de los disparos se miraba a un grupo de soldados que corrían, nosotros entonces ya estábamos al tanto de que el reo se había burlado del perímetro de la seguridad y encontrado la montaña.

Cuando eso sucedía, la primera cuadrilla que se movilizaba era la de enterradores ya que nadie sabía si el resultado de la persecución sería un muerto, dos o tres o muchos más. Como la noche aquella en que diez presidiarios encontraron un bote y con sus cadenas subieron encima, y al ser descubiertos miraban con horror cómo el capitán de la guardia haciendo alarde de buena puntería tiraba bajo la línea de flotación y luego al maderamen del bote hasta que saltó un chorro de agua que los reos se apresuraron a tapar y luego otro y el bote se fue hundiendo poco a poco…

Afuera, la lluvia seguía prendiendo alfileres de granizo en la punta del amanecido.

De rato en rato un farol, de esos que se llenan de aceite, en manos de una ronda especial, se acercaba, alumbraba el rostro y dibujaba fantásticas sombras tapizadas de rejas sobre la pared hedionda, sucia, llena de cuadros de mujeres desnudas, sacados no sé ni de dónde y ante los que nosotros a veces dejábamos los ojos pegados en ellos durante una eternidad para después, en la oscuridad, masturbarnos. Pero algunos no esperaban la noche, sino que ahí mismo, ante la mirada indiferente de sus compañeros, se abrían la bragueta y besando desesperadamente la fotografía…

Como cuando un niño llora por hambre, así maullaba el gato.

Tan acostumbrados a la tragedia de las rejas, ya se nos estaban poniendo los pelos de punta y el pensamiento de temblor al saber que algo malo se nos venía encima.

Sí, porque el gato no llora nunca y si lo hace es por algo malo que ha de pasar.

El nuevo comandante de esos tiempos no era un hombre malo. Ni era un hombre bueno. Era uno de esos hombres que al no hacer en la vida nada malo y nada bueno —como alguna vez me lo contó el israelita que leyó un libro sobre el infierno que hablaba de eso—, va directo al tormento cuando se muere. Y es que se dice que el que no hace un bien ni un mal, nunca es una mala persona.

No se podía decir que era un hombre recto, ni justo o injusto. Era solamente una la orden que tenía en la vida: ser comandante de un presidio, y lo era. Y en su mirada dura, sus manos fuertes, su porte adusto, el no reír nunca, lo hacían como uno más entre los comandantes del presidio.

Es uno de esos comandantes que al no escuchar jamás lo que es un problema penal, cuando ingresan al presidio los celadores viejos le enseñan todo.

Principalmente que es el reo un ser mitad bestia y mitad hombre al que no es necesario brindarle piedad ni valorarle en nada. En tal forma el comandante aprendió en tres días que la única forma de mandar ahí era el garrote, el miedo y la venganza.

Nada más.

No era un comandante bueno ni malo. El dejaba siempre hacer a los demás.