¿Qué había pasado? Muy fácil de explicar: y es que Dios ya no estaba mirando para otro lado. Aun las cosas que en mis tontas oraciones no atinaba a solicitar, nos fueron llegando poco a poco y un médico siguió visitando cada semana. Fue mejorando un poquito la comida y el látigo no se escuchó ya más restañar sobre las espaldas de los reos en los tres años que el señor Campos fue nuestro comandante.

El presidio se iba lavando la cara llena de vergüenza en una historia de ayer y los hombres empezaron a sufrir un poco menos.

Y es más: la misma señora tres años después regresó acompañada de un hombre alto, grueso, amable, que saludaba a todos y que le presentaban armas.

¡El señor Presidente!

La noticia corrió por todas partes. Un salto se nos dio en el corazón: no precisamente por la visita que hacía al penal el Presidente de Costa Rica, sino porque con él y del brazo venía ella, la señora que nos había servido como Ángel de la Guarda.

Ese día por primera vez en la historia del presidio los reclusos comimos carne de cerdo y arroz con papas que la señora trajo en grandes ollas desde Puntarenas.

Ante nosotros reunidos, estando la señora a la par de él y con la risa muy grande, el señor Presidente dirigió la palabra a los reos y dijo:

—Esta amiga me ha convencido de vuestro dolor. Ella ha visto vuestras llagas en los pies deformados por la cadena. Yo no os puedo dar la libertad porque vuestras causas pertenecen a la ley. Sí os prometo que estudiaré una a una toda petición de gracia que podáis elevar ante mí por los medios legales. Ahora, antes de despedirme os quiero dar una noticia: esta amiga mía y vuestra, cuando regresó a San José me ha estado rogando que os quite la cadena, grillos y grilletes; de modo que en este momento yo, Presidente de Costa Rica, de acuerdo con un principio tan noble como es la compasión humana, declaro que ningún hombre puede ya volver a ser torturado en esa forma y que desde este momento en San Lucas no ha de haber, y para siempre, un hombre que lleve cadena al pie.

¡Muchas noches yo dije que no existía el milagro! Qué tonto fui al pensar así ya que esto que estaba pasando ahora era un milagro.

La dama lloraba de alegría y de rodillas besó las manos del señor Presidente el que la hizo levantar y devolvió un beso en la frente.

Nosotros quedamos como clavados sin lograr expresar ni una palabra. La alegría de ese momento era superior a todos nuestros sueños. Ella misma tomó la primera cadena quitada de las piernas de un reo que tenía más cerca y la arrojó al mar.

A cada uno de los reos se le permitió ir hasta la orilla del mar y arrojar su cadena conforme se la iban quitando los herreros.

Tomé la mía y la lancé bien lejos mar adentro al tiempo que decía:

—¡Pobre, pobre mar!

Dije esas palabras de todo corazón como si con lanzarla cadena le causara al mar tantas lágrimas y penas, como su tortura me hizo vivir.

Esa fue la vez primera que un Presidente de Costa Rica visitaba San Lucas.

El compañero que nos había hablado de la Princesa, la mujer de la vida alegre en Limón, la misma que él había conocido rodando por el puerto, todavía tenía sus dudas de que esta encopetada dama, esposa del Presidente de Costa Rica, fuera la misma mujer.

De modo que cuando la dama pasó a nuestro lado, le dijo:

—Buenos días, Princesa.

Ella volvió el rostro y le reconoció al instante. Tembloroso vio nuestro compañero cómo le sonreía y pronunciaba algunas palabras al señor Presidente que también lo miró.

¡Dios mío, Dios mío, era ella!, ¿me pondrán las cadenas de nuevo?

Pero no.

Aquella mujer que fue un día al presidio para jugarse la vida por ayudarnos y ahora era descubierta por uno de los nuestros como una antigua mujer de todos —de negros y de blancos en Limón—; esa mujer que dio una lección de lo que vale el corazón que ha sufrido, no tenía mezquindad como para guardar rencor a un pobre diablo que la llamó por su apodo.

Ella solamente pensaba que ya nunca más —nunca más— el tintineo amargo de una cadena al pie, volvería a sonar cerca de la carne de un hijo de Costa Rica, no importa lo negro y horrible que fuera el pecado que un día le arrojara al presidio.