Cristino murió pocos meses después de la curación que me hizo y no se sabe lo que le causó la muerte.
Una mañana llegó Mitajuana con el látigo en sus manos y se lo dejó caer una y otra vez sobre la espalda creyendo que estaba enfermo y no quería levantarse. Al ver que no se movía le propinó una patada en mitad de los ojos y entonces vimos que ya jamás se iba a levantar de su mugroso camastro. Ya no volvería a escuchar aquella su voz tan llena de supersticiones.
Recuerdo que una vez estando sobre la piedra me dijo:
—Hay que ver al mar, allá y más allá. Aquellas manchas son las montañas desde donde un día nos han traído a todos amarrados. Allá la vida es buena y es más, allá sí es cierto que Dios está en todas partes como tú dices. Aquí por todos los caminos solamente existe un horizonte que se abre a todas las desgracias. Sí, de todas las desgracias juntas que tiene la vida. Pero allá, ay, Jacinto, por aquellos caminos la vida es buena y es más…
«La vida es buena y es más…»
Nunca escuché a nadie tan lindamente lo que es tener la libertad, como para dormirla en el corazón, para llevarla en los ojos, para saborearla en los labios con el viento que va pasando; para hacerle caricia entre la palma de las manos recién lavadas como se acaricia una cabellera de mujer.
Para Cristino lo que había «más allá de allá» donde los hombres se cuentan en una forma diferente, por sobre los cerros, la vida no solamente es buena como la más delicada definición de la palabra sino «buena, y más…»
A pesar de la cadena que arrastraba siempre, sus sentencias de brujo que lo hacían meditar a uno; su mirar extraño como gato con hambre; sus gestos de animal que busca algo; a pesar de todo esto, había en su hamacandoso corazón un meditar de bueno. Diría que su corazón era como un espejo de su caminar: descuadrado por el peso de la cadena, pero siempre muy firme entre los huecos del camino. No merecía ese noble amigo el final que le llegó.
Entre sus pertenencias me encontré una semillas: mango, mamón, marañón, pipían, aguacate, sandía y una gran variedad de flores silvestres que un día iba a sembrar al salir libre.
—Tendré un rancho y una chola para después criar hijos por muchos años y a contarles cómo sufre en un lugar como éste donde la vida es dura y mala y más…
Bien que tenía conocimiento de que ese día no le iba a llegar nunca puesto que su sentencia era Para siempre y hasta las semillas dudo que sirvieran para algo dada la cantidad de años que permanecieron guardadas. A pesar de eso, dentro de su cerebro se miraba con la idea fija de levantarse cada mañana Y darle una vuelta a los árboles, sus flores y cuando estuvieran ya grandecitos, podarlos, salvarles de las hormigas…, abonarles con cuita de gallina.
—Hacer todo lo que se hace en libertad donde la vida es buena y es más…
Se murió como es el morir de las cigarras que empiezan a cantar y a cantar hasta que llega el minuto negro en que ya no hay aire para la vida.
Envolvimos a Cristino en un saco de gangoche que yo mismo cosí alrededor de su cuerpo. Los «hombres zopilotes» se distribuyeron todas las cosas que tenía, hasta una cachimba de barro negro que cuando lograba una pizca de tabaco llegaba y me decía:
—Ven por una chupadita…, al igual que cuando la vida era buena.
Cuando me pusieron la cadena en la pierna sana; cuando pasé meses arrastrándome; cuando me puse la pata de palo y costaba mucho caminar, vivía muy enojado con Cristino.
¿Cómo diablos se le ocurrió no dejarme morir para sufrir el tormento de estar condenado a brincar como un sapo?
Empezar a vivir con una pata de palo y en el presidio es como irse a los mismos infiernos…, ¡por dentro!
Pero le perdoné y siempre fuimos muy amigos.
Ahora le hacía la mortaja. Sus manos estaban tan tiesas que no era posible el colocarlas sobre el pecho en ademán de recogimiento como se usa con los muertos. Sus párpados estaban apretados como si hubiera hecho un gran esfuerzo para cerrar los ojos en el instante de morir y estar seguro que ya nadie le obligaría ni siquiera a echar una última mirada de muerto con los ojos fríos a esta cochinada de isla.
Como sus manos estaban tan tiesas, entonces el herrero al momento de quitarle la cadena le quebró los brazos con dos fuertes golpes y así fue posible el ponerle en ademán de recogimiento: cruzadas sobre el pecho las manos como cuando uno está rezando.
No, no era que trataba de engañar a Dios…, de todas maneras Dios miraba para otro lado cuando murió Cristino y tengo la seguridad que cuando llegó allá arriba le dijo:
—Aquí estoy, ñor Jesús, y le traigo unas semillas de allá donde la vida es buena y más…
Solicité permiso para conducirlo al cementerio. No deseaba que la cuadrilla de los enterradores le tocaran. Deseaba hacerlo yo mismo porque él era un amigo bueno. En verdad fue el único que me brindó sus manos en muchos años. Para mi extrañeza el comandante no se negó a darme el permiso que le solicité para enterrar a mi amigo, pues todos sabían que Cristino fue siempre para mí como un hermano mayor.
En una carreta que iba para El Coco lo echaron.
Yo caminaba detrás poco a poco con una cruz liviana hecha de una caja de pino que me encontré en la orilla del mar donde un compañero había escrito CRISTINo, sin que fuera posible día y fecha de su muerte porque era como una piedra que pesa en muchas conciencias.
La tumba de Cristino fue un hoyo como todos los hoyos para muertos, sólo que éste era de arena con sal. Ni una lágrima. Ni un lamento. Ni una mirada de tristeza. ¿Para qué los rezos? Es un lugar adonde jamás han llegado ni siquiera los recuerdos.
Uno de los enterradores quizá un poco descontento porque el pobre de Cristino no les había heredado con algo de valor, dijo:
—¡Uno menos! —y escupió sobre la tumba que el boyero iba cerrando a paladas.
Luego el boyero me pidió la peseta que le había ofrecido para que me ayudara. Era una peseta de las buenas, de pura plata, y la tenía desde hacía muchos años esperando una oportunidad para poder gastarla y muchas veces me había hecho sueños sobre la forma de hacerlo. ¡Son tantas las cosas que se pueden comprar con una peseta en el presidio! Pero ahora se me había ido así. Y lo único que no me gustó sobre la muerte de Cristino fue precisamente eso de que con él se fue mi peseta y pasarían tres años más para lograr adquirir otra.
En los tiempos del invierno los matorrales crecen y no se distinguen las tumbas. En los meses calurosos del verano una mano prende fuego y esos mismos matorrales arden hasta dejar la tierra negra.
Es el cementerio de la isla de los hombres solos.
Aquí el eco de un beso sobre una frente ya helada nunca ha tenido razón de ser. El último puñito de tierra; aquella lágrima que moja las manos y luego acaricia el aire con desesperación por algo que ya se va, aquí no se ha visto nunca. Todo eso aquí nos daría risa.
Es este un cementerio en donde a mí no me gustaría estar enterrado. Donde se entierra a los hombres que nada valen y también el único lugar de la isla donde la carne se muere de risa ante la amenaza del látigo.
Aquí jamás un hombre ha tenido que arrastrar una cadena. Y de eso que dicen que en las noches hay hombres que salen de su tumba para buscar su cadena, le ruego que de eso no escriba nada: son puras mentiras.
Aquí no hay tierra. Solamente arena y sal y en eso debe de convertirse el hombre. Es un cerco en abandono y puede verse que no hay pedazos de palo en cruz donde al menos los visitantes entiendan que aquí no está enterrado un animal. Las tapias blancas, encaladas año con año, están rajadas por las raíces de un higuerón que se ha encargado de destruirlas poco a poco.
Ahí se quedó el amigo Cristino.
Pero no es nada la sal y el abandono ya que de todas maneras el muerto no siente ni necesita compañía. Como no le hacen falta las flores, los rezos, lloriqueos recogidos en la punta de un pañuelo muy blanco, ni recuerdos, ni nada.
Pero la verdad es que yo ni siquiera puedo decir que Cristino está en este lugar.
Durante las noches los cangrejos salen de sus cuevas y como tienen todo el cementerio minado, se dedican tranquilamente a arrancar a los difuntos pedazos de carne hasta dejar los huesos mondos y lirondos como algo que se ha dejado olvidado al sol.
En las noches de luna, horas después de cada entierro, más de un soldado ha visto la fila de cangrejos llevando en sus tenazas pedazos de lo que fue un reo…
Al regreso del cementerio venía meditando en lo que es la vida. Tantos sueños tejidos para nada, para que de seguro una noche como esa de niebla y de frío se me fuera a parar el corazón.
En ambos lados del camino venía observando tantas y tantas piedras acumuladas por Cristino y todos nosotros los de la cuadrilla número doce cuando hicimos el sendero. Piedras despedazadas por nuestras manos y alineadas a punta de látigo.
Y total, para terminar como Cristino, ¡Ah, si yo fuera una piedra! ¡Qué quietas, qué lindas, llenas de paz y de silencio son las piedras!
—¡Ah, si yo hubiera nacido ya hecho una piedra del camino!
Allá está aquella piedra vestida de negro como un sacerdote que se alista para dar la misa. Esa grande, ancha, linda, sobre ella unos pájaros celebran reunión.
Algunas, dice el maestro, que tienen millones de años de vivir. Unas estaban recostadas en un árbol y otras en una quebrada seca rodeada de binas azules de esas que se desmayan cuando las toca el primer rayo de sol pero que durante la noche hacen reto de belleza y de perfume.
Piedras que en el invierno se rodean de flores como si fueran muñecas de cabellos largos y ondulados bajo los hombros. Flores que no parece sean posibles dentro de esta pocilga.
Ya he dicho que sabemos cómo nuestra pena es para siempre jamás, pero no lo solemos creer. Nos negamos a aceptar que nuestro destino es llevar la cadena al pie y un final del camino con sal y arena…
Entre nuestros sueños está el día en que nos llama el señor comandante para decir:
—Hasta hoy tendrá usted esta cadena…
O por el contrario:
—Te quiero decir, perro, que no has de tener más cadena.
En cualquiera de ambas formas no hay duda de que sus labios están hablando lo bueno.
Cuando llegué a tener solamente una pierna, soñé muchos meses que por eso se me iba a quitar la cadena. Cada momento también soñé que me iban a llamar y…
¡Dios mío, Dios mío, si al menos me hubieran quitado la cadena!
Pero pasaron los meses y regresaron muchos inviernos y veranos siguiendo un rosario de años y yo con mi cadena al hombro.
Solamente me cambiaron de trabajo y ya nunca más regresé a la montaña a sembrar maíz, hacer carbón, picar leña o volar machete. Tampoco me hicieron regresar al mar para sacar piedras.
Mi trabajo de ahora era caminar con mi cadena a rastras y mi pata de palo más un cubo de lata en las manos recogiendo hojas secas que echaba en un gran hoyo para que se hiciera abono. También me tocó en varios años, chinga en mano, quitar las hierbas malas del jardín.
Me causaba placer ya que siempre me hacía la ilusión que era un jardín de la calle lo que estaba limpiando. Las flores no eran bonitas y no teníamos rosas, ni violetas o claveles porque estas necesitan agua en abundancia y en el presidio era lo que padecíamos.
Me fui acostumbrando día con día, mes con mes y año con año a llevar la pata de palo, mi muleta y la cadena por todas partes.
Las cosas se me fueron haciendo costosas el mirar desde lejos. Ya no era posible estarme tanto rato parado como antes. Un dolor de espalda empezó a lloverme y la cabeza se me pobló de cabellos blancos y cada días más ralos.
En otras palabras me estaba haciendo viejo.
Allá, de tarde en tarde, cuando la costa se poblaba de gaviotas, iba camino del cementerio. Era necesario hincarse. Era necesario rezar pero por mucho que daba vueltas en la cabeza una y otra vez en busca de una oración, la verdad es que ya no sabía ninguna. Se me habían olvidado las oraciones que aprendí de niño.
Pero mansamente me sentaba sobre una piedra y jugando con la arena y la sal que corría por todos lados, decía a Dios:
—¡Aquí está Cristino, Señor, aquí está Cristino!
Los caracoles salían corriendo desde su escondite en la arena y se metían entre las olas del mar.
Las palmeras suavemente ululaban sobre la tarde. Allá muy lejos un bote negro y una vela blanca como una palabra de esperanza. Más lejos una nube que descendía como una promesa de lluvia clara. Los delfines hacían piruetas sobre el mar. El viento jugaba contra las murallas del cementerio y al pasar por entre sus hendijas hacía un pitar como de tren lejano, muy lejano, que nos hubiera dejado esperando en una estación a donde no iba a regresar ya más.
En todos esos años jamás recibí carta o recado de mi familia.
Un rumor sobre las cosas de mi pueblo se me acercaba allá de tiempo en tiempo entre los labios de algún recién llegado y por eso caí en la cuenta de que mi propia familia me valoraba como lo más malo, lo más sucio entre el mundo; igual que la serpiente que ronda en la orilla de las lagunas o de los coyotes que asaltan los ranchos en las noches y se roban los niños.
Y supe también que una de mis hermanas (la misma morena que yo siempre sentí más cerca del corazón que ninguna otra) rogaba a Dios que jamás me dejaran libre para que arrastrándose tras de mí, no regresara la vergüenza a nuestra casita de corredor de piedras donde había una quebrada y muchas matas de café…
Me enteré con los tiempos de la muerte de mi madre; papá también se había ido tras de ella y uno de mis hermanos se había casado con una hermana de María Reina y que un día en la cantina del pueblo un hombre le había preguntado:
—¿Cómo está tu hermano Jacinto?
—¿Cuál hermano? —le respondió Jaime con extrañeza.
—Pues… el que está en San Lucas…
—Ah…, es que…, no es hermano mío…, papá lo había recogido desde pequeño en la orilla de una callecilla… La mala semilla no es de mi sangre.
Cuando me contaron eso recordé que cuando Jaime era pequeño y yo tenía ocho años un caballo le intentó dar una patada y rápido me interpuse recibiéndola en un costado por lo que pasé más de seis meses en cama y muy enfermo. También recordé lo bueno que fui con mis hermanos, mis padres, amigos y vecinos.
Pero es que ya con la camisa de un reo sobre los hombros todo se va perdiendo poco a poco.