¿Me pregunta usted que si en verdad no conocía algún día dulce hasta sentir que el corazón reventaba de alegría? ¡Sí, que sí, y deje que yo le cuente!

Cortados con la misma tijera fueron todos los coroneles que enviaron a prestar servicio al penal de San Lucas.

Todos los hombres que haría falta dar vida a una palabra nueva con la que se puede definir la maldad extrema.

Aquella vez en Costa Rica hubo una revolución.

Eran los meses del verano. El agua se racionó hasta darnos un cuarto de botella cada día y la sed era tanta que los hombres mascaban la cáscara de los árboles para extraer su jugo y aplacarla.

Solamente el señor coronel tenía agua para todo. Desde el patio donde nosotros estábamos se podía saber cuando él se bañaba y entonces pegábamos la boca en el caño del desagüe de la cañería para recoger en nuestros labios el agua sobrante del señor coronel.

Tampoco había alimentos.

Mataron todas las gallinas, los cerdos, las vacas, las mulas y por último los caballos. Fue igual que un tiempo pasado en que hubo un invierno con tanta hambre que hasta las matas tiernas del maíz se echaron en la paila donde se estaba cocinando el arroz.

Los soldados también pasaban hambre, pero en una menor medida.

Cada día había uno, dos y hasta cuatro muertos entre los reos.

Esa fue la vez famosa en que cuando terminó la revolución y se pasó lista de los reos, en el penal solamente quedamos ciento cincuenta de los trescientos que éramos antes.

Comimos pájaros, caracoles, almejas, conchas, ranas, tallos tiernos de matas aferradas a la cicatrizada huella de una quebrada seca por el verano. Llegó un momento tan terrible que hasta al mismo coronel le fue necesario olvidarse de su baño y estar contento con unas cuantas botellas de agua cada día, aunque gustaba sentarse en la ventana, tomar sorbitos y expulsarlos con la boca hasta abajo donde mirábamos nosotros… con los ojos salidos y la boca abierta.

Los zopilotes fueron cazados a como hubo lugar con hondas y palos.

Y yo no miento. No, yo no miento cuando digo que el día en que mataron al negro Contento, de una puñalada, pasó algo raro y es que los enterradores lo regresaron después en hojas que alguno de mis compañeros adquirió por unos cuantos reales. Hubo pedazos de carne cambiados por una camisa, por un pantalón. Los que más y mejor comieron fueron las rameras pues ellas tenían siempre algo que dar por las sobras del negro…

Pasada la revolución, en Puntarenas se enteraron de nuestra angustia y la gente muy buena de la ciudad envió al padre Domingo Soldati —el mismo que años después construyó la iglesia que ahora tenemos— con tres bongos llenos de comida y agua dulce.

Cuando me muera y tenga que ir al Cielo —porque ya he recibido la parte de infierno que le toca en la vida a cada uno— no me han de recibir con tantas cosas buenas como las que nos brindó el padre Soldati. ¡No, yo no miento, señor, no miento!

A cada reo se le regaló una botella de agua de una sola vez. Y había más. Después de casi cuatro meses de pasar con la garganta seca enjuagada con el agua de mar, me parecía mentira que fuera posible que esta botella fuera para mí solito y no tuviera que repartirla con tres hombres más en dos días. Me senté sobre una piedra y a la sombra de un tamarindo cuyas frutas habíamos comido crudas y tiernas, fui bebiendo sorbo a sorbo la botella. Y después nos dieron plátanos maduros y unos verdes que nosotros los reos nos opusimos, ante la mirada extraña del padre Soldati, a que los cocinaran, pues, ¿no era mucho lujo?

Yo puedo decir que los plátanos maduros son deliciosos con cáscara y todo.

Y que los plátanos verdes son sabrosos así crudos y con cáscara.

Después de comidos y bebidos, el padre Soldati habló de Dios y no tuve duda que ese día Dios se había asomado hasta los ojos de los reos y que fue bueno.

Pero siempre terminó en un mal día, ya que como nadie nos dijo que no podíamos comer tanto y de todo, algunos se murieron del empacho y yo pasé muy mal, vomitando y con gran dolor de barriga, aunque con una mano de plátanos bien escondida y el deseo de curarme pronto para salir corriendo y devorarla.

Creo que la visita del padre Soldati fue una de las pocas grandes alegrías que recibimos los reos y fue más la contentera al saber que al coronel lo llevaron cargado de cadenas al cuartel de Buena Vista, cuando se enteraron de que se bañaba tanto que nosotros padecíamos sed.

Bueno, voy a contar otro de los alegronazos y fue el día en que nos dejaron en libertad A todos los reos.

Solamente que fue una lástima que después de darnos la libertad no se me permitiera ir para mi rancho, que si tal hubiera hecho, dudo de que me encontraran ya nunca más hasta el día del Juicio Final.

El coronel que mandó en el presidio fue siempre escogido por tener la mejor cualidad qué un ser humano puede tener para mandar a los reos: una total indiferencia sobre el dolor del hombre.

Allá de vez en cuando llegó uno que otro con un poco de «piedad», lo que significaba que impedía dar leño hasta matar.

Hubo otros que no contentos con nuestra situación, inventaron nuevas formas de tortura.

Castigo. Tortura. Asesinatos.

Fueron años sin cuento en que buenamente los ciudadanos de Costa Rica creyeron que la única ley capaz de reformar al hombre malo era la fuerza del castigo.

En Puntarenas había casas donde hacían corrillo alrededor de los soldados que salían con permiso después de un año de servicio y reían a palma batiendo cuando les narraban las cosas del penal.

Preguntaban por Fulano, Mengano, Zutano y cuando el soldado decía que el tal ya había muerto asesinado, en un intento de fuga o algo por el estilo, los oyentes ponían cara de tristeza:

—¡Qué lástima que se haya muerto cuando todavía merecía treinta años más de castigo!

Los seres que vivimos dentro de un penal no tenemos valor. Eramos materia manej able y con nuestro espíritu se podía hacer cualquier cosa.

Y lo hacían.

Vi cómo en el presidio los hombres se convertían en «cosas» y a veces en algo bastante extraño como le pasó a Torio.

Hombres muy hombres se volvían mujeres; inocentes en criminales; tontos en avispados; inteligentes en locos; locos en cabos de vara; criminales de negro corazón en hombres de respeto frente a los que había que bajar la voz por estar investidos de autoridad. Hombres a los que se pide consejo siendo malos hasta con ellos mismos y se les da cuenta de todo cuando son allegados al coronel y por tener una verga de toro en sus manos.

Convertía a seres humanos en barro, en polvo, en piedra, en basura, en cosas que son mucho más bajas que la basura.

Lo que nunca, nunca llegue A conocer en el presidio, fue a un hombre rico. Seguramente porque los ricos no delinquen…, o si lo hacen, la sociedad no les permite darse cuenta…

Coroneles, que al nombrárseles comandantes del presidio, solamente tenían un ideal: salir millonarios del penal.

¿Qué cada semana se moría de hambre un hombre, o varios, y que cada tres años se renovaba en su totalidad la población penal?

¡Eso no importaba!

De todas las cárceles rumbo a San Lucas fluía la corriente de ladrones, rateros, asesinos, de hombres malos.

¿Qué los más se mueren como perros y se revuelcan en su propia inmoralidad? Eso no importa, ¿acaso no somos reos?

Para Puntarenas salían los botes de vela cargados de los productos que se producían en la isla en los inviernos, que luego de vendidos, iban a engrosar los arcones del señor coronel ya convertido en piezas de plata y de oro.

En alguna temporada mandaron trescientos, cuatrocientos o quinientos presidiarios y cuando venía la epidemia del cólera con su manto de muerte, quedábamos nada más que cien. Pero después, crecía la corriente del delito y los reos llegaban de nuevo.

No se puede negar que alguna tarde perdida llegó un coronel con moral, pero el medio, la tentación, vale más en un penal que las ideas.

Las ideas son como lo que yo en estos momentos hago con mis dedos: ¡basura! Pero lo que daba más tristeza es que a veces nosotros éramos gobernados por seres que también merecían una cadena al pie y un hierro en el alma. Hombres torvos, ignorantes, verdugos, sin moral, sin conciencia. No había entre ellos marcada diferencia al compararlos con el más fiero de los encadenados de nuestro salón.