Allá en mi pueblo, por el camino de Grifo Alto, había una casa donde una mujer joven nunca iba a coger café, ni a la deshierba de la caña, ni hacer rondas, ni tenía marido y habitaba solita en su casa. Tampoco lavaba ajeno ni hacía esto ni lo otro.
Por eso en nuestro pueblo, mamá y todas las demás mujeres, no le hablaban ya que ellas decían que era una mujer que nunca miraban trabajando cafetal adentro y que era así y así.
En Grifo Alto era la única mujer que no iba al cafetal durante el tiempo del madurar sobre los cafetales a ganarse la vida y no obstante siempre andaba muy limpia, muy linda, y usaba unas enaguas de organdí rosado y unas blusas de punto que eran la envidia de todas las muchachas.
Pero en el pueblo poca gente la quería porque ella nunca iba al cafetal a trabajar para el tiempo de las cogidas y a pesar de eso andaba muy recogida y bonita.
Los muchachos pronto aprendieron a mirarla con una curiosidad donde el temor a las ansias se daban de la mano.
Eso era lo que ahora se me venía en la memoria en tanto que esperaba la lancha.
¿Serían las mujeres que iban a venir hoy así de lindas como la muchacha de Grifo Alto que jamás iba a los cafetales a trabajar?
Precisamente una semana antes el presidio de San Lucas cumplió más de medio siglo de vivir y en todo ese tiempo la mujer fue parte de lo que no era permitido.
Se puede decir —con la excepción de algún enloquecido recluso que antes de… tomaba a Margarita por la trompa y le daba un gran beso—, nunca el eco de un beso de mujer se musitó cerca del oído de un recluso.
Nunca, nunca, porque nuestra vida era así y así.
Y ahora que la puerta se abría de par en par para que vinieran las mujeres y enviábamos por ellas, no llegaban.
Era como para darse al diablo con el recuerdo de todas las mujeres.
Y eso aunque fueran todas ellas como la muchacha de Grifo Alto, que cuando era domingo y regresaba de alguna parte, de un momento a otro al pasar frente al Comisariato se le caía la media, y levantando un poquito la enagua se le miraba la pierna rosa y malva…
Pero yo seguía aferrado a la idea de que al final… ellas iban a venir. Tenía tanta necesidad de un abrazo de hembra que no me resignaba a la idea que no vendrían.
No digamos que esperé con suma fe la visita de hoy. Era más de cinco, de diez, de veinte años que yo venía esperando este momento.
Dieron las dos de la tarde en todos los rieles del penal y hasta el comandante del presidio que estaba más ansioso que nadie por llevar adelante lo que él llamaba «la prueba» por creer el punto final para todos los vicios sexuales, ya estaba pensando que no venían las muchachas.
Yo seguía sentado sobre el tajamar con la pierna buena y la de palo guindando en columpio y masticando hojas de almendro.
Y de pronto allá en la punta apareció una lancha.
En la proa se miraba un trapo rojo que era una señal convenida con el maquinista de la lancha de que vendrían mujeres.
Ver el trapo rojo y sentir que el corazón se me iba a saltar de contento era todo uno. De un brinco quise avisar a todos los compañeros que se acercaba la lancha con su cargamento de mujeres.
Olvidando que tenía una pata de palo, intenté salir corriendo y con tan mala suerte que caí y mi rostro chocó contra la piedra produciéndome una herida que me llenó de sangre toda la camisa blanca que tenía. Me levanté lo mejor que pude y grité a todo galillo:
—¡Llegaron las mujeres, llegan las mujeres!
Como un panal de abejas amenazado por una tormenta huracanada, así se movilizó todo el personal de los reos. En menos de medio minuto se volvieron a poner la ropa limpia, se peinaron, se untaron de vaselina hasta los ojos y con el perfume que guardaban. Pronto empezaron a congregarse grupos que traían en sus manos cigarreras, floreros, canastas de mimbre, tallos de coco y otras cosas que como yo, tenían la idea de obsequiar a las mujeres.
Los muchachos jóvenes eran los más ávidos y muy orondos trataban de ponerse en primera fila creyendo ser ellos los preferidos en el momento en que cada muchacha al desembarcar escogiera a su «reo».
El muelle que tiene una extensión de cincuenta metros se convirtió en algo como de juguete; así de pequeño se hizo con la aglomeración de los compañeros.
Conforme la lancha se iba haciendo más grande y su «adentro» se divisaba en mejor forma, se nos fue llenando el alma con la duda ya que esperábamos unas treinta y cuarenta mujeres pero allá no se miraba ni una. Y aunque alguno se chanceó diciendo que segurolas traían en la bodega (al igual que cuando nosotros llegamos al penal), nos enojamos de una sola vez todos ante el pensamiento de que a esas señoras las pudieron traer metidas en la bodega como cerdas cuando merecían la mejor y más buena de las atenciones.
—¡Tan buenas y tan bellas que son las mujeres! —dijo uno y todos a coro asentimos porque de verdad era el único cumplido que se podía hacer a la mujer. Son tan buenas…, tan lindas…, tan…
Pero ¿será posible?
Ya la lancha estaba cerca y no se divisaba ni una mujer.
Pero ¿será posible?
De lindo, así de brillante, así de pequeño, así de mensaje, el trapo rojo que el maquinista convino en poner. No podía creer en una burla.
Los compañeros empezaron a mirarme con ojos de muy poca amistad puesto que yo era quien había avisado de primero que venía una lancha cargada de mujeres y porque ninguno de ellos entendía el significado del trapo rojo.
La lancha atracó.
Las mujeres no venían.
Entre el capitán de la lancha y el oficial de la guardia hubo una pequeña conferencia. El oficial fue en busca del comandante y cuando pasaba junto a nosotros cientos de labios le hicieron la misma pregunta:
—¿Vienen las mujeres?
—Sí; pero al ver tantos hombres juntos se han llenado de miedo.
¡Nos tenían miedo!
De inmediato un compañero llamado Toño Meriche, que era joven y de muy buenas determinaciones, empezó a hablar:
—Bueno, para que las mujeres no se asusten, todo el que tenga cara de criminal, ¡qué no se deje ver! La idea fue aceptada por todos de una vez y aunque las caras siniestras abundaban, ninguno de nosotros creyó que eso de que tenía cara de criminal era con él y debía esconderse. Por lo que el mismo Toño fue acercándose a los grupos y al que tenía cara de miedo le decía:
—Escóndete tú —y el que tenía cara de esas, la ponía peor, pero obedecía en silencio. Para mi sorpresa también Toño se acercó hasta donde yo estaba hecho solo ojos para el lugar donde se miraba la lancha y me dijo—: ¡Rengo, salga de ahí!
—¿Yo, yo, Toño? —le respondí con otra pregunta casi llorosa, pues me parecía imposible que yo tuviera cara de malo como para dar susto a una mujer. Me dolía mucho que me hicieran a un lado entre el grupo que era capaz de inspirar recelo a una mujer tan bonita como la muchacha de Grifo Alto que nunca se le había visto en las cogidas de café, ni vendiendo cosas, ni trabajando en los arrozales de la bajura y que siempre andaba así de linda.
—Pero es que luces horroroso con tu nariz de gancho, esos ojos de bruto, los labios de caballo y esa pata de palo. Además que tienes la camisa llena de sangre y con tal facha no has de intentar solicitarle un beso a alguna de estas damas que hoy nos honran con su visita.
¡Es cierto!
Tenía la camisa manchada de sangre pero ya lo había olvidado aunque las otras cosas sobre mi aspecto físico sí me ofendieron y dejé para otro día el reclamarle sus palabras sobre mi boca, mi nariz, mis ojos de bruto como había dicho.
Treinta hombres fuimos apartados.
No dejó de parecerme injusto que se me separara precisamente a mí por tener facha de un torvo criminal cuando en verdad era yo un hombre honrado e inocente del crimen por el que se me sentenció a toda una vida de presidio.
Pero no pasó mucho rato sin que nos enteráramos de que algo raro había pasado en Puntarenas con las mujeres.
En el último momento, y ya en la lancha, tuvieron miedo y se salieron todas juntas. Se corrió el rumor de que los hombres del presidio éramos capaces de comernos a una mujer con todo y ropa, pedazo a pedazo. Y que todos éramos un rosario de hombres perversos, y el dinero que les decían se iban a ganar, era una broma, puesto que aquí existían ladrones con capacidad de quitarles el calzón sin tocarles una sola de las piernas y además agregaron tantas cosas que el capitán de la lancha las dejó de pronto salir cuando se lo pidieron.
Pero hubo una mujer que sí quiso venir y era la que estaba en la lancha, y por ella lucía el trapo rojo. Pero al momento de llegar al presidio le dio miedo ver tantos hombres juntos.
Aunque es cruel que yo lo diga ahora, era una mujer que al mirarla parecía un poquito mejor que Margarita…
El mismo comandante del penal la sacó de la lancha, y como si fuera un gran personaje, la condujo de la mano hasta la oficina del personal donde la invitó a tomar café y habló con ella diciendo que no tuviera miedo ya que sus «muchachos» eran hombres buenos, pacientes, regenerados.
Conforme la mujer iba subiendo y pasaba frente a nosotros con los ojos pegados al pedregal de la entrada, nos quedamos como clavados en la orilla y nadie le decía una palabra.
—Pero «eso» no es una mujer —decía un compañero con un gesto de extrañeza que todos asentimos.
Pero así y todo el comandante le trató como a una reina.
Y de verdad que en esos momentos esa mujer tenía un gran significado para el sistema penitenciario de Costa Rica. De ella dependía el experimento que al principio levantó olas de protesta pero que después la misma sociedad fue mirando como uno de los más grandes adelantos en la terapia carcelaria y muy pronto se iba a poner en práctica en todos los penales del país.
Nosotros estábamos un poco decepcionados.
La mujer que al final de cuentas avino a relacionarse con nosotros era UNA y en el penal habíamos… No era bonita.
Era… ¡El Señor me lo perdone por contarlo así hoy! Era una hembra horrorosa hasta el espanto. Tenía el cuerpo regordete y flácido, muy bajo. Tres dientes en la boca era todo lo que tenía, los que desfondaban hasta adentro como un chayote, y cada uno de sus senos le caía hasta debajo del ombligo.
¡Era horrible, pero… era una mujer!
En otras palabras: cuando de regreso de la comandancia ella posó los ojos sobre el grupo y sus labios hicieron una mueca de sonrisa con un dejo amargo, todos juntos respondimos con una risa que partía de oreja a oreja y convencidos de que «era a mí al que ella miró y ha sonreído». Es como si nos estuviera mirando una reina de belleza con veinte años de edad.
Y más noticias: la mujer se llamaba Juanita y aceptó «en primera instancia» el recibir cincuenta reos aunque después elevó la cifra a los cien.
Se fue al cuarto propiedad de un compañero y se metió en él. Fuera de la puerta se hizo una cola interminable de hombres y los recibió a todos, hora tras hora, hasta consumar la cifra de los cien y entonces dijo que estaba muy cansada y no recibía ni uno más. Era como las nueve de la noche. Juro que así como lo digo así es y que no recibió uno más de los cien reos.
Uno tras de otro sin descansar fueron pagando tres colones; otros dejaban además sus regalos y todos salían muy contentos y agradecidos con la experiencia. Cerca de su cama le fueron dejando polveras de concha nácar, peces disecados, collares de flores secas y en fin la suma de cosas que tenían preparadas para las mujeres que nos venían a visitar.
Yo me quedé sin turno.
Cuando tenía como dos horas de correr poco a poco con la fila, me salí un momento para descansar la pierna y después ya me fue imposible tomar el mismo campo que me quedaba como a diez lugares de la entrada, y como insistiera, un nica me amenazó con romperme la nariz.
De modo que me senté en una piedra a ver entrar la gente curiosa y verles salir con una sonrisa de malicia entre los labios.
Esa noche no podía dormir y me fui a sentar bajo de un almendro que estaba frente a mi casita.
Era una noche con estrellas tantas como peces sobre el mar.
Al rato vi cómo la mujer, Juanita, salía del cuarto donde estaba hospedada y se sentaba sobre una piedra. Parecía meditabunda y miraba de tanto en tanto a su alrededor como buscando algo. Allá dentro del perímetro de seguridad donde vivían los reos en observación, el ronda pasaba con su rifle al hombro y nos lanzaba miradas llenas de curiosidad.
Ella misma se acercó a donde yo estaba.
Ya no tenía miedo, me dijo dándome las buenas noches.
Yo era el único que estaba ahí, pues todos se habían ido para sus casas o pabellones y me explicó que teniendo mucho calor en el cuarto había salido a buscar un poco de aire fresco, pues también padecía asma.
Cuando la mujer se acercó mí sentí de repente como cuando tenía trece años. Su voz sonó extrañamente dulce, como que era la primera mujer que en los mil años pasados dentro del penal se acercaba para hablar conmigo, solamente conmigo. Viendo a esa mujer así, en la noche, tan cerca de mí, ni siquiera me pareció fea: es hasta un poco bonita, me dije.
—Buenas noches, señora.
—Juanita, me llamo Juanita.
—Y yo Jacinto…
Y desde ese momento se sentó a la par mía y aunque usted no lo crea, en el mismo banco donde yo estaba; y aunque usted lo crea menos, me tomó una de las manos y aunque usted sea incapaz de creerlo, Juanita, ella, la mujer, me dijo que le gustaría mucho hablar conmigo porque no tenía sueño. Sí, aunque a usted le parezca mentira y no lo crea, ella me dijo así en estas mismas palabras con que se lo estoy contando.
Mirándola atentamente casi adivinaba su cuerpo de mujer y toda mi sangre hervía. Hasta tenía anhelos, muchos, de ponerle estos dos dedos sobre una de sus pantorrillas, pero no lo hice. ¿Sabe por qué no lo hice? Porque me dio un poco de miedo que me diera una bofetada. Olía a mujer y el olor a mujer es un olor que casi había olvidado por muchos y muchos años.
—Padezco de asma y el estar ahí adentro encerrada me hace mal… Me encuentro cansada, muy cansada.
Le respondí que «¡sí, que sí!» Pero no le dije nada más.
Ardía en deseos de decirle que deseaba estar con ella y me permitiera acompañarla al cuarto, pero las palabras se me atoraban en la garganta. ¿Cómo decirle que se fuera conmigo para la cama? Jamás le había pagado a una mujer. Solamente una mujer se había dormido entre mis brazos en toda mi vida y fue María Reina.
Sobre este punto de Juanita yo tenía pensado lo que iba a hacer cuando caminaba lentamente en la fila de espera: le daría los tres colones de mi caja alcancía y luego abriéndome la bragueta sin decirle más nada sería mía. Los que iban saliendo contaban que ella estaba desnuda tirada sobre la cama y sin un trapo encima.
Pero ahora esta mujer tan cerca de mí estaba vestida y no encontraba palabras como para invitarla a ir al cuarto. Al final de largos minutos en que no pronunciamos palabras le pregunté:
—¿Tiene hambre, Juanita?
—Sí, un poco.
Entonces me fui para el cuarto, saqué de una lata el pedazo de pollo que me costó seis reales y dándoselo de dije:
—Aquí tiene; que pase buenas noches, señora.
Ella tomó mi obsequio entre sus manos y no me respondió nada sino que lo empezó a morder. Yo di la vuelta y regresé a mi casa en donde pasé largas horas pensando las palabras de la mujer.
Al día siguiente les conté a los compañeros que hablé a solas con Juanita y que me saludó y hasta había comido conmigo, pero ellos se rieron y me dijeron que yo era un gran mentiroso.
Pero todo lo que he dicho es cierto. Que se muera usted si no es verdad todo lo que he contado.
La semana entrante, cuando el día sábado se asomó por entre las rendijas de mi cuarto, fue un esperar igual.
El director nos dijo que ahora sí era verdad que vendrían como cincuenta mujeres y todo iba a ser mejor.
Cuando Juanita regresó a Puntarenas y sus compañeras escucharon de sus labios cómo eran los reos y al verla con tanto dinero y regalos, se les abrieron los ojos y comprendieron que hasta sería un buen negocio venir a la isla.
En el momento del desembarco de la lancha y ver tantas mujeres, nuestros ojos no daban suficiente crédito a lo que miraban. Eran muchas, muchas, como más de cuarenta.
Lucían vestidos bonitos y muy perfumados; otras aún mostraban la huella de una mala noche de farra y hasta estaban olorosas a aguardiente.
Unas eran sumamente jóvenes, entre los quince y veinte años. En el primer momento se mostraron ariscas, con un tantillo de miedo. Y creo que en verdad todas eran muy bonitas, sí, muy bonitas.
Juanita fue la única que se quedó ahí sin encontrar pareja ya que nadie le hizo caso. Era una mujer muy fea y ese día venía más horrible que nunca puesto que según decía, pasó los últimos tres días con un ataque de asma. Ella misma demostraba gran enojo para con sus compañeras que les había hablado de esta mina y ahora la dejaban sin oportunidad para…
Bueno, y con tanta mujer que venía, ¿quién se iba a fijar en Juanita?
Pero la invité a irse conmigo y así pasó en mi casa todo el día sábado y el domingo, regresando a Puntarenas el lunes por la mañana.
Me contó parte de su vida: que cuando tenía trece años un compañero de escuela la violó y luego se convirtió en la mujer de todos los compañeros hasta que al final se le fue haciendo vicio.
Ella sabía leer y escribir; ya tenía un punto de superioridad sobre mí y por eso la empecé a mirar con más respeto.
No era vieja porque si acaso tenía unos 36 años, pero el vicio del alcohol y de los hombres la tenían ya en la cuesta de la vida en un oficio que en la juventud si acaso dura tres o cuatro años. Cada hombre que pasó por su vida la fue haciendo un poquito así como estaba. Tres veces intentó honrarse con un hombre. Uno de ellos se la llevó a un rancho para hacer vida de hogar con él a pesar de que no lo quería, pero el vicio la volvió a jalar del cabello para sumirla de nuevo en la cloaca de la prostitución: los bailes, la prángana, las farras, tenían para ella en tanto que fue joven, un encanto especial. La vida de alcantarilla le brindó de todo hasta una que otra vez la famosa enfermedad venérea.
Contaba que cuando joven era muy bonita, algo que yo, mirándola bien, dudaba que fuera la verdad.
En los próximos meses la visita de las mujeres se fue reglamentando. Y desde entonces también fue permitido que ingresaran a vernos nuestros padres, familiares o amigos.
Y San Lucas dejó de serla isla de los hombres solos.