Pasé tres días encerrado en la cárcel del Cantón con pies y manos atados a una cadena y en ese tiempo no se me brindó alimento o bebida de ninguna clase. Pero la verdad es que nadita tenía yo de hambre o de sed. Lo único que anhelaba era morirme. En todo el camino, por cada caserío que me tocó pasar, la gente me llenó de insultos y acercándose a una vara de distancia me lanzaron tarros con orines y escupían en el rostro de los guardianes cuando ellos intentaban defenderme.

Escuchaba palabras como estas:

—¡En San Lucas te van a hacer m…, pedazo de…!

—¡Déjenme a ese hijo de… para sacarle los ojos! —gritaba una mujer al mismo tiempo que hacía ademanes extraños con los brazos extendidos. El Señor Autoridad no me decía nada. Casi he llegado a pensar si de verdad él estaba creyendo la acusación que me hizo. No hay duda de que sentía gran cariño por María Reina y la niña. Galopaba triste lanzando de vez en cuando miradas de odio para conmigo. Tenía que apresurar mi paso cuando él picaba el caballo, para no caer y ser arrastrado ya que por todo el camino fui con las manos atadas por un mecate de metro y medio a la grupa del caballo.

Una vez, junto a alguna de las quebradas que encontramos en camino, se acercó a revisar la atadura de mis manos y entonces traté de decirle que era inocente, pero él por toda respuesta me dio con su verga de toro sobre la cara.

El camino fue duro.

El barro a veces atascaba a las bestias más arriba de la barriga y me hacían arrastrado sobre el lodazal.

Cuando llegué hasta la cárcel era una sola pelota de lodo y en el calabozo se fue secando; quedé como si me hubieran usado de molde para hacer una olla y todo movimiento para desprender la costra me dolía. Y por eso estaba ahora así en la Cárcel del Cantón Central por tres días sin alimento, sin poder casi ni dormir y lleno de temores.

Cuando se me hizo presente ante el señor Alcalde y le narré lo que había pasado, éste, con un dejo de bondad en las palabras, me advirtió:

—Ya le he dicho, Jacinto, que la verdad expresada le favorece y toda mentira se le ha de tomar como agravante a la hora de imponer una sentencia. Usted nos cuenta ahora una historia bastante buena…, pero aquí tengo una declaración suya dicha ante el testimonio de la mitad de un pueblo. Mire: aquí tiene el expediente y estas son las firmas: si no me equivoco esta firma es la de su hermano que estaba presente y que firmó con todos los demás vecinos haciendo constar haber escuchado de sus labios la forma en que lanzó a su mujer y luego a la niña sobre el cauce del río. Aquí está bien claro que a todas las preguntas respondió usted afirmativamente y que por lo tanto los hechos que ahora me declara tienen que ser tomados por este Tribunal como fuera de la realidad…

¿Me pregunta usted si no tuve abogado?

Uno de ellos me visitó, hizo muchas preguntas sobre lo que yo tenía en mi rancho. Pero todo mi capital eran estas dos manos sucias y duras sobre una tierra que no me pertenecía por no tener cartas de venta o escrituras.

Y después de estas dos manos duras y sucias no tenía ya nada más en el mundo, por lo que el abogado entendió que con mi causa ni iba a sacar fama ni dinero.

Se me dijo que estuviera preparado para trasladarme al presidio de San Lucas.

¿Prepararme? ¡Si no tenía nada que llevar!

Mis vestidos llenos de remiendos se quedaron en el rancho y los chanchos y las gallinas y dos fotografías y un mundo bonito que mis ojos ya nunca más iban a volver a ver.

Estaba, pues, listo para iniciar el camino que jamás soñé fuera tan largo, tan infame, lleno de miedo y maldosidad.

Alguna vez durante mi vida vi a los seres que llevan presos.

En un rancho vecino, una vez encontré metido en una jaula de bejucos a un pajarillo azul y rojo calladito en su percha con un río de triste en cada uno de sus ojos.

Pero nunca pude adivinar el porqué de la honda tristeza del pájaro.

Ahora sé lo que es tener durante muchos años una mano atada a la otra mano, una pierna a la otra pierna y el alma entera amarrada a la miseria. Ahora sé cuál es el valor de los hombres que por estar solos son.

¿Cómo es que somos nosotros los reos?

Alguna tarde en el comisariato de Don Abel escuché hablar sobre el presidio de San Lucas.

Aprendí por el decir de un hombre, que sentado sobre un saco de arroz daba sorbos y más sorbos a media botella de ron, contaba las cosas más extrañas sobre un lugar donde imperaba el miedo, el dolor, el engaño y la crueldad en todas sus manifestaciones. Y él decía en palabras feas cosas terribles del presidio que le hacían a uno parar los pelos y que luego daban frío al recordar.

Así llegué a saber que no había pena de muerte en Costa Rica, pero a los reos les enviaban a una isla donde de todas formas se iban muriendo poco a poco por las enfermedades o por el verdugo encargado de dar palos al reo por la más insignificante de las causas.

Por todo lo que escuché, ya sabía, pues, a dónde eran enviados los hombres más malos del mundo hasta el tiempo en que, si no se han muerto, es necesario hacerles regresar a todos los lugares de donde vinieron.

Y sigan matando, robando y cometiendo violaciones para vengarse de la saña y el mal con que los trataron rejas adentro.

Después me enteré de que era tan cierto el horror del penal, que no había en todo Costa Rica ni siquiera una iglesia dedicada al Santo de los Médicos ni tampoco una escuela, un caserío o un pueblo llamado San Lucas.

La mente de las personas asocia a San Lucas con lo más bajo, lo más fiero y torpe que la creación humana ha dado.

En mitad de una noche me sacaron del calabozo de la cárcel en Puntarenas hasta donde se me había traído desde mi pueblo.

Un bongo tan grande como una lancha de vela nos estaba esperando.

En la puerta de la cárcel nos recibió la carreta de los reos. Era una carreta de hierro, como una jaula, jalada por tres pares de bueyes que se usaban en ese tiempo para sacar a los reos de la cárcel con todo y sus grillos y conducirlos al destino donde se tenía que trabajar. También era la manera como se traía a los reos desde todos los pueblos de la república hasta Puntarenas, para luego enviarlos a San Lucas.

Esa carreta servía también como de cocina ambulante, ya que una vez descargados los reos y apartados los bueyes, se jalaban unas planchas de hierro con huecos y poniendo pedazos de madera bajo de ellas, se iniciaba la cocinada.

A las cuatro de la tarde esa misma carreta uncía las tres parejas de bueyes y regresaba con los reos hasta la cárcel. Iban entonces los reos cansados, como monos, con las manos crispadas sobre los hierros y extendiendo sus garras cuando alguien se acercaba, para que les diera un peso de plata o una media libra de tabaco.

Era corriente ver ese espectáculo de las manos de los reos salidas en espera de que los que pasaban junto a ellos en un acto de condolencia les diera algo.

Pues esa fue también la forma en que se nos condujo al muellecito de la Punta y en cuatro viajes fuimos trasladados los cincuenta reos.

Otros compañeros venían diciendo que tuve una gran suerte ya que solamente tres días pasé en los calabozos de Puntarenas, porque casi siempre se espera un mes en reunir la cuota de hombres para enviar hasta la Isla Infernal y es cuando todos los pobres diablos tienen que estar presos en la forma en que yo estuve: con piernas y manos atadas a las cadenas que se encontraban empotradas en la pared y las que se cerraban sobre mis carnes con un candado grande como del tamaño de un plato de comer.

Tres días tirados sobre el saloso líquido del que estaba lleno el calabozo, ya que los que nos apiñábamos en él y que éramos como una docena, teníamos que hacer nuestras necesidades ahí mismo.

El hedor era terrible y cuando nos tiraban en unos tarros viejos un poco de frijoles sin sal y una tortilla, tenía que hacer esfuerzos para comer, aunque era tan poco que en verdad podemos decir que no comíamos.

Con el pasar de los años se acostumbra uno a esas cosas como el pan de cada día.

Estaba con nosotros un tal Generoso, muchacho de catorce años nativo de San Ramón y se encontraba muy enfermo. El viaje de tantos días encadenado en una carreta de presos ramonenses le empeoró la enfermedad que padecía y ahora se, pasaba vomitando.

En esas situaciones la consideración humana no tiene razón de ser. Nos trataban como cerdos y como tal pensábamos y nos llegamos a sentir al juzgar por el aspecto asqueroso y gruñón que se va adquiriendo. Por eso cuando Generoso vomitó sobre uno de nuestros compañeros, éste tomó sus cadenas y le pegó fuertemente en la cabeza. Conmigo también lo hizo Generoso cuando horas después se acurrucó a mi lado; pero mi tiempo de estar preso era poco y el infierno de la indiferencia humana todavía no se me alojaba en el pecho. Con todo cariño limpié su boca con la manga de mi camisa, aunque él, al sentir mi ademán, se acurrucó sobre sí mismo esperando lo peor.

Era muy diferente este mi estado de ánimo con otros años después en que apostaba mi papa de cada semana a que un viejo se iba a morir y si eso no sucedía, llegaba a donde estaba el enfermo y le escupía la cara por haber sido el culpable de que yo perdiera lo mejor en la ración de la comida una vez cada semana.

Junto a Generoso venía también Juan Antonio, su hermano un poco mayor que él y me enteré de eso porque cuando un compañero maltrataba a Generoso, intentaba romper la cadena para lanzarse sobre el que molestaba al enfermo. Aunque era un intento vano como de toro después de la capada.

Estos dos hermanos habían dado muerte a una mujer y a pesar de sus trece años y medio de Generoso y los quince de Juan Antonio, les condenaron a la pena indeterminada, lo que quería decir para siempre en la cárcel, que era la misma pena que se me impuso por la muerte de María Reina y mi chiquita.

Generoso era un muchacho apacible y puede que fuera así por su propia enfermedad. Juan en cambio no revelaba nada de paz. Nunca me enteré de los pormenores de cómo se había cometido el crimen, pero casi estaba seguro de que la persona que planeó todo fue el hermano mayor de Generoso, pues éste con su carita de niña y sus formas amables no denunciaba estampa de asesino.

El bongo que alquiló el gobierno para llevarnos a San Lucas era de esos que sirven para llevar ganado a Puntarenas desde todos los puertos del golfo de Nicoya.

Un oficial de vara con grado de sargento estaba parado en el muelle de piedras que existe en la Punta, el potrero más avanzado de Puntarenas, y tenía una lámpara de aceite de ballena en sus manos con la que alumbraba un papel donde está escrito nuestro nombre o apodo.

Con el reflejo de una luz debilucha de esa lámpara vi a mis compañeros: reses todos como yo que poco a poco íbamos enfilando hasta el centro de la ganadera.

Iba un anciano muy blanco y muy triste que a mí se me antojó se parecía mucho a esa semblanza del Padre Eterno que ocupa el centro en las imágenes de la Santísima Trinidad. En un lado, allá, vi a otro de los compañeros que le faltaban los pies y se arrastraba con muletas de palo. Era el único que no portaba cadena. La mayoría eran hombres de aspecto pensativo y saludable. Generoso, Juan Antonio y yo éramos los más jóvenes de la comitiva.

Dos hombres a los que cuidaban con suma especialidad un par de soldados, me llamaron la atención. En vez de estar como todos nosotros con los pies o las manos atados a una cadena, llevaban por el contrario las manos metidas en un artefacto de lo más extraño que conocí: se trataba de un par de varillas de hierro con una plancha en el centro y dos orificios en ambos lados; parecían dos enterradores de cementerio cargando un ataúd: dentro de esos dos orificios unas argollas pendientes de las mismas varillas. Llegué a saber que esos hierros de forma tan extraña se les llamaba carlancas de hombro, y luego en el presidio encontraría más de diez parejas que caminaban, trabajaban y dormían con esa carlanca doble al hombro. Todo, absolutamente todo, tenían que hacerlo ambos al mismo tiempo. Si era necesario el hacer una necesidad entonces ambos tenían que ponerse de cuclillas al mismo tiempo y cuando uno de ellos se cansaba de estar en una posición cuando dormía, le era necesario despertar al otro para que cambiara también. Me enteré que esas carlancas de hombro eran destinadas como una medida de seguridad para los hombres que habían intentado la fuga o los que fueron capturados después de fugarse, o simplemente si a un hombre se le tenía sospechas de ser peligroso para la fuga. Y lo más que me extrañó fue que esos hombres se hubieran fugado estando antes como nosotros con los hierros que llevaba yo atados al pie o a las manos. Una fuga con estos pesos me parecía tanto más imposible cuando pesaban hasta tres cargas de maíz algunas de esas cadenas.

Con el tiempo también entendí que era posible la fuga con tales cadenas. El equilibrio del ser humano se acostumbra tanto a los hierros que el peso adicional se va formando como parte de sí mismo y deja de sentirse con el pasar de los años. Si es que no ha tenido la desgracia de que el pegar constante de la cadena no le forme una úlcera en la piel el mismo día del herraje —que es como se llama la acción de darnos cadenas en pies y manos—, entonces hasta se puede jugar pelota o brincar con la cadena, correr o nadar.

Los condenados a la carlanca de hombro mueven su cuerpo en tal forma que llegan a obtener una precisión tan admirable hasta el extremo de que el que camina detrás coloca su pie en la huella exacta que dejó el compañero de adelante.

Dos horas duró el viaje desde Puntarenas al presidio de San Lucas. Un pequeño inconveniente le sucedió al teniente que mandaba nuestra manada de reos. Al salir de la confluencia que hacen las aguas del Estero, un hombre, no se sabe ni cómo, logró aflojar una de las tablas en el costado de la ganadera y se lanzó al mar. Hubo movimiento. El reo asomó la cabeza. Sonaron las armas. La ganadera siguió adelante. Desde las tablas entreabiertas vimos cómo los tiburones se daban un banquete con el reo.

El mar se embraveció por un rato y altas olas brincaban y se metían de lleno colándonos de arriba abajo.

—¿Nos quitarán las cadenas si intenta hundirse este lanchón? —le pregunté a un compañero.

—Hay que estar loco para pensar en eso —me respondió—. Si hay posibilidad de que esta cacharpa se hunda, los soldados usarán los salvavidas y a los reos que nos embista un perro… ¡Nos iremos a pique! Y no es la primera vez que sucede eso.

En verdad con los años sucedió un accidente como el citado y nosotros vimos a quinientas varas del presidio, cómo todos los reos lanzaban gritos desesperados ante la mirada indiferente del coronel.

—Aquí todos somos como ganado.

¡Somos ganado!

Con el tiempo me llegaría a dar cuenta de la verdad que encerraban las palabras de amargo dichas por mi compañero.

En la madrugada llegamos hasta el muelle de San Lucas.

Todo estaba iluminado con las ya citadas lámparas de aceite de ballena que lanzaban sobre la obscuridad un reír de sombras, como el de las almas que penan por las noches en la calle de los pueblos donde no tienen cementerio.

Un grupo de soldados, arma presente, nos estaban esperando. Un reo con una olla de café caliente empezó a repartir entre los custodios. A nosotros ni siquiera nos miraban a pesar de que temblábamos de frío.

Un momento después llegó un hombre moreno al que todos llamaban Felipón y que después nos enteramos era uno de los verdugos oficiales del penal con grado de sargento en la armería.

Este hombre con un látigo en la mano y sin que ninguno de nosotros le diera motivo, empezó a lanzar latigazos a diestra y siniestra sobre nuestras espaldas y al mismo tiempo con gritos aullantes como de congo que rompían en dos el silencio calmoso ahora de las olas, advertía que tal iba a ser el tratamiento en el penal si no obedecíamos formalmente todas las órdenes que nos iban a dar.

Cuando el castigo injusto cayó en mi espalda, intenté lanzarme sobre el mulato y quebrarle la cara con mis cadenas, pero un vecino me contuvo. La experiencia le había dicho a él que no hay nada más omnipotente en el mundo que un hombre armado de un rebenque ante un grupo de hombres que no se pueden defender.

También a Generoso que estaba tirado sobre las piedras le tocó su «ración de prueba».

—¿Por qué nos han pegado? —le pregunté al compañero que antes había estado preso en esta isla.

—¿No te lo dije?… Porque somos ganado…, somos bestias. Para estos hombres nosotros solamente entendemos por el miedo y por eso, para que desde el primer momento nos enteremos de su poder, nos reciben con la ración de «verga». Así desean no se olvide que ellos son la Ley, los hombres muy hombres y encargados de llenarnos el corazón de odio; a los que paga la sociedad para que ignoren el dolor ajeno porque jamás nadie les ha agarrado por el pescuezo o les ha despedazado el hocico a patadas… Estos son representantes de los niños, doctores, abogados, madres, hombres de bien que después, cuando un hombre sale de aquí desesperado para hacerles mucho mal, no entienden que todo eso se le debe a tipos como éste que ahora nos brinda su prueba de terror.

Vi que de todos los que recibimos el ultraje ninguno se quejó: lo fuimos aceptando con los ojos cerrados, dientes apretados, acallado el sentir, sin pedir clemencia al verdugo ni siquiera con la mirada para que no sintiera placer al humillar dos veces a nuestro ya miedoso corazón.

Cuando ingresamos al presidio faltaba poco para la hora en que los reos salen con rumbo a los Destinos, que es el lugar donde cada uno trabaja por grupos. Así, pues, al poco rato se nos dijo que iban a destinar a los recién llegados en sus respectivas cuadrillas de trabajo. Y ahí mismo sin movernos, en línea, se presentaron reos con un par de grandes ollas conteniendo un agua que no podía definir si eran enjuagues de ropa sucia con un poco de dulce. A cada uno además se nos daba un medio pan de una onza, duro como la corteza del coco.

Pronto se presentaron unos señores llamados cabo de vara o capataces de trabajo que eran también reos pero que se distinguían por un servilismo sin límites y un odio terrible para sus compañeros. Eran escogidos entre los más fieros criminales. De hecho, todo hombre con más de cinco crímenes en la espalda, tenía gran oportunidad de recibir una jugosa designación como cabo de vara. Hablaban muy poco y la segunda vez aplicaban la vara, de donde les venía el nombre.

Diez reclusos tomaron por un lado, quince por el otro; veinte fueron sacados en un bote y el resto de nuestra caravana fue obligado a estar ahí sin mover una mano ni conversar. Luego hicieron otra clasificación de siete hombres entre los que fui separado.

Me enteré que nosotros siete éramos los acusados por crímenes más negros entre toda la cuadrilla que vino de Puntarenas y que esa madrugada ingresamos al presidio de San Lucas.

Por mi clase de delito se me apodó El Monstruo y esa fue la única forma en que se me llamó durante la mitad de los años pasados ahí. Yo mismo que llegué a extrañar cuando me citaban por nombre propio.

También se llamaba monstruos a los semimuchachos que incitados por el diablo mismo habían dado muerte a una mujer. Al hombre de la pata de palo y al que tenía la cadena aprisionada al cuello, se les acusaba de haber dado muerte a una hermana.

Nosotros siete fuimos llevados a un calabozo pequeño ubicado en la entrada misma del muelle donde había dos fortines estilo español custodiados por una guardia de soldados y un cañón de los tiempos de la guerra de 1856.

El aire adentro era fétido y entraba como hilos por una rendija pequeñita y tan delgada como las hojas de un cuaderno. Un medio estañón en una esquina que hedía a demonios; era el destino a nuestras necesidades.

El suelo y las paredes eran de piedra redonda, lo que hacía incómodo hasta el estar sentado. Con el tiempo me di cuenta de que ahí todo lo hacían de piedra: los caminos, las casas, los calabozos, los soldados eran de roca por la forma de obedecer y dar órdenes, y en general todo el ambiente era duro y rocoso.

Y en piedra —piedra durísima— estaban destinados a convertirse nuestros corazones también.

Creo que lo único hecho en madera eran los botes y los bongos. Y para que no se quede como un olvido, de madera eran la culata de los rifles y los platos y cucharas que los reos usaban para recibir su alimento.

Se me hizo cuesta arriba comprender el por qué nos habían internado en este calabozo en vez de enviarnos hasta las cuadrillas de trabajadores como a los otros compañeros. Nos vimos obligados a despojarnos de nuestra ropa y quedar desnudos, ya que el calor ahí dentro era insoportable y uno de los vecinos dijo que era peligroso morir de tanto sudar y sudar. Estábamos apretujados por la estrechez del calabozo. En el lugar donde nos sentábamos, o teníamos que pasar horas en el mismo sitio, sin movernos, al hacernos a un lado, quedaba un charco de sudor.

¡Quince días!

Distinguíamos el día de la noche al abrirse una rejilla dos veces al día, por donde nos pasaban un poco de frijoles duros y una tortilla más una botella de agua. Nuestro cuerpo abotagado por el calor casi no llamaba el hambre. Pero la sed era espantosa. Los muros del calabozo estaban empotrados cerca del mar hasta el extremo que continuamente se escuchaba el retumbar de las olas contra la muralla. Y cuando una ola grande daba de lleno sobre lo alto del muro entonces se filtraba un chorrito en la pared. Era el momento en que por turnos pegábamos los labios a la piedra para sorber ese fresco hilo de mar que aunque salobre y malo, significaba algo en aquel terrible horno que durante el día era sólo brasa, y como sucede siempre junto al mar, hacía un frío tremendo en altas horas de la madrugada. Entonces nuestro único remedio era el temblar y apretujarnos el uno contra el otro, puesto que entre nuestro grupo ninguno tenía ni siquiera un pedazo de gangoche como cobija.

Con la finalidad de hacer más extensa la comida, me daba el trabajo de contar los frijoles que nos servían y como hoy recuerdo, eran 200 y la tortilla que pesaba una onza.

Algunas veces las tortillas tenían la orilla horadada con signo evidente del lugar donde las ratas habían merodeado, pero para un presidiario esos principios de higiene, de asco, de aseo, no tienen la menor importancia: también se suelen comer las ratas y de verdad que tienen una carne muy sabrosa.

Al tercer día murió Generoso.

Nos dimos cuenta que estaba muerto porque el silencio aterrador de las horas con aquel monótono chillar del oleaje allá abajo chocando contra el muro, empezó a ser taladrado por un gemido que se fue haciendo intermitente hasta que alguien gritó:

¿Quién es el perro que llora?

Y el que hizo la pregunta era otro de los esclavos. Seguro era un hombre duro que no gustaba que nadie llorara. Yo, que hacía ya muchos días tenía unos deseos inmensos de llorar a gritos, quise seguir la corriente del que gemía para lograr así un escape a mi amargura; pero al fin olvidé mi propósito por temor al grito de insulto.

El gemido se fue haciendo más y más doloroso y subió en su tono hiriente hasta que nos dimos cuenta que era Juan, hermano de Generoso, el enfermo, quien lloraba. A tientas me acerqué a él hasta entender que mantenía la cabeza de Generoso entre sus piernas desnudas en tanto que acariciándole el cabello murmuraba quedito:

—¡Pobrecito, yo te maté, yo te maté!

El soldado que cuidaba nuestra puerta escuchó el llanto por largo rato y después gritó:

—¿Qué es lo que pasa ahí adentro culiolos?

—Aquí hay un muerto, hay un muerto, abran la puerta para sacarlo.

—¿Qué dice, qué pasa?

—¡Aquí hay un muerto!

Generoso estaba ahí desnudo y su hermano decía haciendo coro:

—¡Aquí hay un muerto…, un muerto…, un muerto! —como si se tratara de repetir el golpe de las olas contra el muro.

¡Cuándo se pudra lo tiran al estañón! —respondió el soldado, y luego la misma voz añadió—: Sigan con sus trucos y verán que ha de haber más de uno para meter dentro de ese estañón.

Se refería al estañón lleno de excrementos ubicado en una esquina del calabozo y que solamente era sacado de ahí cuando rebasaba.

Imaginó el soldado que nuestra palabra era una farsa y teníamos alguna intención mala para obligarle a abrir la puerta.

Una voz entre los compañeros empezó a hablar sobre esa carroña que no era posible quedarse entre nosotros porque se iba a poner todo pestífero.

—Delicado mi lindo —respondió otro con ironía en la voz.

Y entendía la pulla ya que más hediondez de la emanada desde el estañón era posible que existiera.

En la tarde, cuando se nos vino a dar el pan, el poco de frijoles y agua —pues una vez a la semana se nos daba pan en vez de tortilla— hubo un desacuerdo entre nosotros de proporciones tales que casi hay otro difunto.

Se trataba que tanto Juan como yo queríamos sacar a Generoso, y otros cuyo rostro no miraba, insistían en que más hediondo que el estañón no podía estar el muerto y que escondiéndolo por unos cuatro días o más en cada tiempo de comida podíamos recibir la ración que le tocaba a Generoso.

Reconocí que la proposición no dejaba de ser tentadora, pero también era posible un contagio que hiciera ahorrar la ración de nosotros en toda una vida.

Al final se resolvió que gritando todos sacarían el cadáver.

Vino una cuadrilla de enterradores que eran los reos encargados de las labores en el cementerio. Eran hombres que gozaban en el penal de una confianza reconocida y no era para menos: habían tenido que recoger los pedazos de más de un reo que en el libro de la Guardia se anotó como muerte por la fiebre…

Eran hombres con cara dura que no tenían cadenas en los pies y que andaban sin camisa.

Generoso —lo vimos cuando abrieron la puerta y ayudamos a sacarlo del calabozo— estaba completamente desnudo. Los enterradores al colocarlo en una camilla de madera le miraban en una forma que a mí me pareció sumamente extraña. Había muerto con su rostro hermoso de mujer que él tenía y la fiebre si acaso le acentuó más los colores ahora de un tenue color rosa ya pálido y sobre los labios se había prendido un color como de vino rancio. Su cuerpo recto como un cuate y flaco como el hueso, estaba ahí custodiado por sus dos manos fláccidas y marchitas, desgajadas como miembros cortados que le caían a los costados.

El resultado de la mirada extraña de los enterradores lo conocí por Juan que a su vez lo llegó a saber de labios de un confidente y es que se habían llevado a Generoso al cementerio; pero antes lo detuvieron en un rancho abandonado en donde le bañaron, le vistieron con una vieja bata de mujer que no se sabe ni cómo llegó hasta el presidio y luego los cuatro bestias, uno después del otro…

¡Ay!, ¡es que muros adentro el hombre llega a olvidar muy pronto que tiene de herencia un corazón humano para volverse zopilote o menos que un zopilote!

Esos días de calabozo que para nuestro pensamiento iban a durar años, no pasaron de los quince. Luego supimos que es una prueba a la que es sometido el novato para que se dé cuenta del castigo que le esperaba en caso de cometer alguna falta, y eso cuando ha llegado hasta el penal acusado de un gran crimen.

Los castigos, como los vamos a ver, eran varios, pero el más corriente era sentenciar a un hombre para que tuviere que permanecer tres meses, seis, o un año metido en esa inhumanidad que son los calabozos hasta el extremo que a veces, cuando salía del castigo, la luz del día hería los ojos dejándole cegado para siempre.

En alguna otra oportunidad en que el ideal era matar a un reo en una forma diplomática, se le condenaba al castigo a base de pan y agua una vez al día solamente, hasta que…

Hoy, en lo lejano del tiempo que ha pasado, se me hace el recuerdo que fueron muchas las ocasiones en que pasé a base de pan y agua como castigo y en iguales situaciones a las que he dejado narradas, pero por tiempo muy poco ya que entonces no se quería atentar contra mi vida.

Es la verdad para decirla y hay que citar que en el ambiente extraño en que se desarrollaba el presidio, lo posible no era llevar una falta que mereciera castigo, sino dejar de cometerla.

Yo vi alguna vez un reo al que se le dio una ración de palos, más un mes de calabozo, por mirar de hurtadillas a las piernas de la esposa del señor comandante cuando ella pasaba a su lado.

Especialmente me impresionó un detalle de los primeros días dentro del calabozo, en ese tiempo en que me estaba «estrenando» como presidiario: en el instante en que el centinela daba tres toques sobre el riel anunciando las tres de la mañana, se iniciaba en la isla un ruido que iba creciendo poco a poco como lo hace el río en las llenas hasta convertirse en un escándalo al por mayor. Era en el principio como una campana que sonaba, luego otra y al final todas juntas sonaran formando el carillón de la miseria.

Y así de momento como se inició, poco a poco, la voz de silencio impuesta por los cabos de vara iba mermando las conversaciones hasta que la madrugada quedaba como despojada de cadenas.

Eran los reos que después de formar filas de a cincuenta empezaban a mover los pies y sus cadenas pegaban sobre las piedras. Casi por el sonido del arrastrar de la cadena por sobre las piedras, se puede adivinar qué clase de reo es su portador: si ducho, viejo o joven, enfermo o rebelde. Cada uno de ellos tenía forma de tratar a su compañera cuando la iba arrastrando por los caminos.

Eran cadenas de quinientos reos que marchaban a los Destinos de Tumba Bote; Destino Caleta; Destino Infiernillo; Destino Pedregal, La Cuesta, Cirial, etcétera. Así eran los nombres de las salinas, canteras de piedra, caminos carreteros, y demás.

Ese mismo ruido ensordecedor no se volvía a escuchar sino a las cuatro o cinco de la tarde, en que las filas de los reos bajando de los cerros por los caminos pedregosos o los fangos del invierno, se acercaban lentamente, tomados de la mano cuando estaban enfermos, con la misma tristeza de su partida, como únicamente sabe caminar el reo que lleva la amarga cruz de una cadena y le baja desde el hombro cuando es larga, o que se le enreda entre las piedras y los palos del sendero, cuando es corta.

Para las personas que todavía no conocíamos el sonido aterrador de los hierros en tan gran cantidad, cuando se mueven como uno solo en fila, era algo que no llegábamos a comprender muy bien. Ninguna fila de ganado, de cerdos, de cabras, es igual a una fila de reos.

Sus cadenas gritan piedad, llaman a la oración como campanarios de iglesia, como si sobre yunques siniestros estuvieran a una sola vez martillando todas las campanas del mundo hasta convertirlas en pedazos.

Y puede que no esté muy errada la comparación: dentro del yunque de la indiferencia del hombre para con el hombre que ha perdido la libertad, aquellas filas guiadas por el punto suspensivo de un látigo riente cuando la sangre brinca, va marcando también la pausa, pasito a pie, en que se nos va desmoralizando a fuerza de mazo hasta quedar convertido en una pieza más del presidio: al igual que una verga de toro…, la punta de una bayoneta, el anillo de la cadena, una bola redonda de hierro; como no sé qué de todo lo siniestro que el presidio es y que la palabra no da para definir, ni para contar; como no se puede hablar y escribir, decir y recordar de todo lo que el hombre sufre cuando su condición está más baja que la de una bestia: un reo.

Empezaron a quedar lejos los recuerdos que poblaron mis días de libertad.

El presidio es una montaña donde hay que luchar y si bien se vive la mitad de todas las cosas, se debe ser valiente para conservar la vida entera. Me fue necesario un aprendizaje nuevo.

¡Todo nuevo!

Lejos ya el rostro de mis cosas lindas.

Lejanos recuerdos de mi bote, de mi rancho y de mi río.

Ahora serían los tiempos de las crecidas del mar con su ir y venir hasta la playa para sacar piedras de la costa.

Antes eran los meses de esperar para sembrar el maíz, criar cerdos, cosechar el arroz, ser feliz y creer en la alegría de María Reina.

Ahora todo se me había quedado atrás y para siempre: la única compañera fiel que me quedaba era la cadena para llevarla por todas partes y en muchos años como si ella fuera parte de mi carne, de mis manos, de mis pies; dejándome en pocos meses la huella de su besar sobre mi piel y una llaga naciente y repetida que se hacía cruz sobre la carne. Aprendía todo lo nuevo en un mundo en el que no se me tomaba como un hombre, sino como un número; en que la comida tendría que recibirla en papeles y hojas de plátano o en la cuenca de mis manos hasta lograr un tarro y saber, día con día, que el hambre es la más cruel de todas las torturas que el hombre aplica a sus semejantes cuando es director de un penal.

Conocí las horas, los días, los meses de horno que imperan en los calabozos y las noches de frío.

Si la gente anda desnuda, sin más que un trapo en la cintura y su inseparable cadena, es porque no tiene nada para ponerse. Cada seis años nos daban un uniforme a rayas que usábamos hasta caerse a pedazos porque en todos esos años era imposible lograr un pedazo de jabón para lavarlo.

¿Jabón he dicho?

Allá donde el baño de agua sin sal es un lujo y el baño de agua de mar un sueño porque nadando se puede llegar a ser libre, el jabón es algo imposible de conocer y casi se olvida hasta el olor que tiene.

Los días de prueba pasaron y fuimos llevados al pabellón de los reos de más alta pena.

En el lugar donde duermen hay una serie de salones anchos colocados en semicírculo y alrededor de un hueco que alguna vez fue pozo para recoger las aguas del invierno, y que era largo para abajo como un bejuco de tarzana, grueso como el árbol de tamarindo y hondo… más hondo de lo que es posible que sea la boca de los infiernos.

En ese pozo había una tapa de madera y sobre ella pasaban los reos arrastrando las cadenas. En las noches, de ese pozo (ahora usado como supercalabozo para casos de extrema peligrosidad o maldad), brotaban quejidos temerosos y lamentos de angustia que parecían hijos de la noche misma y que llevados por los vientos semejaban el último gritar de los coyotes con hambre que en las noches se escuchaban horadando en paz nocturna, de colina en colina, hasta más allá de la última curva del camino.

Dentro de ese hueco tapado con una gruesa rueda de cedro y atada con cadenas, estaban los hombres por muy poco tiempo ya que por más de un mes con seguridad encontraban la muerte. Estaban ahí entre otros los que mataron a un compañero, a un guardia, y sobrevivieron al flagelo.

Pero ya lo he dicho, siempre terminaba el reo en cadáver.

Los salones eran pequeños y dormíamos tirados sobre ladrillos. En el centro estaba un medio estañón que servía de sanitario y que cada día era sacado por los reos más viejos.

Cuando alguno hacía algo que el cabo de varas pensaba que era mal hecho, se le obligaba a sacar los excrementos y orines del estañón con sus propias manos.

El Director se había negado una y otra vez a permitir camones en cada salón, con el dicho de que ello iría a estorbar las cadenas, ya que era duro molestar a los que dormían, con el movimiento de subir y bajar cada cadena desde la tarima.

La autoridad dentro de cada salón o por los trabajos, era un mismo recluso. El famoso cabo de vara la mayor de las veces era un archicriminal con una pena perpetua y que gozaba, eso sí, de máxima garantía. Ni siquiera era obligado a llevar la cadena que mandaba la ley. En nuestro pabellón, donde en un campo de diez metros de fondo por cinco de ancho y tres de alto se hacinaban cien hombres, únicamente el cabo de vara tenía camón.

Uno a la par de otro hasta llegar a cien, era como dormíamos.

Dos o tres tenían una estera debajo, tirada sobre el suelo, toda llena de piojos, de alepates, que eran compañeros de nuestra desgracia por una cantidad de mil y de miles.

Por eso todos teníamos sarna, tratada por el encargado del botiquín con frotaciones de carbolina allá de tanto en tanto, cuando solía llegar un poco de ese líquido.

Pronto me enteré que a los cabos de vara se les toleraba algo que fue terriblemente extraño para mí, ya que entre todas las cosas malas que existen en el mundo jamás llegué a saber de eso que llaman vicio y es cuando los hombres se convierten en mujeres.

Todas las noches un muchacho joven se acercaba hasta donde estaba el cabo de vara y dormía junto a él. El amor entre los hombres por demás, en aquel ambiente, no tenía en la mirada de nadie nada de repugnante: ni siquiera para el comandante. Al no existir mujeres, sencillamente se toleraba con la excepción de casos extremos que fueran llevados a cabo ante la mirada de los soldados. Pero, aunque al principio me pareció repugnante, luego esas miradas de amor, los papeles encendidos de ternura cuando había pleitos, los pasos afeminados y provocativos y el cortejo fervoroso de algún hombre para con otro al que deseaba conquistar, y hasta besarse dulce y tiernamente ante la mirada de todos los demás compañeros, era cosa corriente.

En nuestro salón se daban besos al regresar del trabajo, se trataban con cariño las parejas establecidas, había momentos de celos y «la mujer» guardaba celosamente las cartitas de amor, los regalos del amante, y cuando el afeminado miraba a su «hombre» lo hacía con la misma forma de mirar firme y acariciante con que María Reina solía mirarme.

Alguna entre las noches, como ratones que mordisquean algo se escuchaba un lento y acompasado ondular de las cadenas chocando en la obscuridad y que decía muy bien lo que estaba pasando.

Durante la noche, como en nuestro salón eran varias las parejas, a cualquiera hora uno escuchaba el ruido de la cadena.

Es más: había una «señora» que antes de que pasara el soldado apagando la luz de aquella lámpara del centro, sacaba un espejito redondo quebrado por un lado y de un cajón un poco de polvos que «ella misma había hecho» con sólo moler arroz entre dos piedras y retocándose aquí y retocándose allá, se ponía un camisón blanco (o que alguna vez fue blanco) y hacía ademanes de «estar lista» en tanto que varios ojos ávidos «la miraban».

Era como la mujer pública de nuestro salón y vestía regularmente bien ya que cada noche recibía un cliente cuando menos. Cuando la luz del candil se apagaba (a las siete de la noche) un ir del sexo se desplazaba hasta donde esa mujer pública. Aunque no se podía mirar, se adivinaban marchar hasta su esquina. El precio, eso sí, era algo prohibitivo como «ella solía decir».

—La mujer que no se estime, no vale nada —decía pasando su mano endurecida por el machete, sobre su cabeza pelada de rape—; por eso el que quiera estar conmigo tiene que darme diez panes o media libra de tabaco.

Y hacía el negocio.

Temblando entre mis manos alguna noche sentía el eco ondulado y cálido de las formas de María Reina, mi mujercita de quince años. Su cabello era un ovillito de amor que se prendía entre los pliegues de mi hombro. Un perfume barato inundaba nuestro rancho y sus besos de aquella boca dulce y abierta me recorrían el alma. Y ahora yo pensaba, cómo era posible, Dios mío, cómo era posible.

Un tiempo de días, de años, de meses, de angustias sin fin llegó a contarme que en San Lucas, isla de los hombres solos, todo era posible.

Los hombres que ejercían negocio de ramera eran muchachos de 14, 15 o 18 años.

Cuando éstos ingresaban al presidio eran seducidos por los cabos de vara, una vez, dos veces, y luego la efervescencia del sexo hacía todo lo demás. Bien por la simple amenaza, por temor a informes contrarios que iban a acarrear graves castigos o sencillamente por el hambre y la necesidad, los muchachos caían en el vicio. Primero oponían algún reparo. Luego una noche les despierta un ruido de cadenas y sienten junto a la garganta el filo de un puñal y luego un par de manos golosas que le corren apretándole las piernas, el fondillo, y después…

¡Ah, en el presidio todo termina en vicio!

Alguna vez nos tocó un cabo de vara que solía jugar en los dos casos: el femenino y el masculino.

En los destinos, durante el trabajo, cuando uno miraba a ese hombre montado en cólera por cualquier cosa; dando duro con la verga sobre la espalda de cualquiera de nosotros, sin importarle que tuviéramos o no un machete entre las manos; me extrañaba que fuera el mismo que en las noches, una vez pasado el contar de los reos y cerrada la bartolina, se empolvara las piernas e hiciera ademanes sugestivos con los ojos, las manos, la boca abierta que no tenía dientes… y que ante cualquier hombre, de responderle a una mirada de ansia, ya se desmayaba de amor.

Estos cabos de vara eran los niños mimados de la comandancia. Poseedores de un terrible mando que ellos usaban a su saber y placer. Caminaban con una verga de toro en la cintura y cuando se trataba de un pleito o un amago de motín, sin contemplaciones entraban dando vergazos a diestra y siniestra.

También era tal el proceder en los trabajos, que cuando un hombre no caminaba rápido por el dolor de las cadenas o el cansancio en ese sol del Pacífico —que es único— nos dejaba con la lengua por fuera sin darnos aliento para continuar el trabajo, el cabo de vara con su látigo caía sobre nuestros cuerpos hasta que su fuerza no diera más. Cuando eso sucedía, el soldado más próximo dirigía la boca de su rifle ante la víctima por si sacaba un puñal o algo parecido, para dejarle muerto al instante.

Raro el día en que un hombre no fuera tratado de tal forma y por culpa de tales flagelos cada semana un preso era entregado a la cuadrilla de enterradores.

Nuestra ropa era mala, sucia, hedionda y llena de piojos. Por supuesto que algunos andaban totalmente desnudos ya fuera por haber gastado el uniforme, o porque sencillamente lo jugaron a los dados y no han vuelto a tener suerte para rescatarlo.

El uniforme era un vestido que no tenía bolsa, ni cuello, ni pasaderas para la faja o mecate que a nosotros nos servía como tal. El pantalón y la camisa, de estilo pijama. Estaba la tela cruzada de franjas al través como uno de esos peces o «mojarras» que tanto ronronean en los tajamares.

Cuando uno ingresa, el cabo de vara le decomisa la ropa «para guardarla», y si por casualidad usted la mira después en el cuerpo de algún soldado, no hay que imaginar que el cabo de vara la ha vendido. ¡Sálvele Dios de semejante pensamiento! Sencillamente sigue guardada… La ropa mía pude mirarla tres días después usada por uno de los soldados, pero me cuidé muy bien de hacer preguntas. Además, no la necesitaba por estar en los inicios de una pena perpetua.

Y es sabido que el hombre que ingresó con pena perpetua a San Lucas ya nunca más logró ver la libertad de nuevo, a no ser que hiciera una fuga.

El vestido que me dieron cuando ingresé al penal y que me seguirían dando cada dos o tres años por un tiempo largo hasta después de 18 años en que terminó la modalidad de obligar al reo a que usara esa ropa, era casi siempre usado. Cuando un reo moría, le daban su vestido a otro, ya que el comandante consideraba un gran desperdicio enterrar a un reo con su uniforme, pues el muerto ya no lo iba a necesitar. Y así, sin lavar, oliendo quizá a fiebres palúdicas, era dado a otro reo que por estar desnudo lo recibía muy contento sin saber que algunas veces estaba también recibiendo su propia mortaja por ser la heredad de un sifilítico que sudó mil veces con ese traje.

Los piojos hambrientos que se había nutrido del cuerpo enfermo y por unas horas estuvieron en ayunas, apresurados caían sobre la sangre ya marchita del nuevo recluso que heredaba el traje.

Pero la miseria era mucha.

Y dos años después yo mismo miraba con ojos de ansiedad a un moribundo que quizá al morirse me iba a dejar el vestido.

Porque la forma de vestir era terrible.

Uniformes había con tantos remiendos, que ya no había lugar para uno más. Y tantos remiendos de tantísimos colores que no se podía adivinar que alguna vez fue un vestido de rayas.

Allá, de vez en cuando, el Ministerio de Guerra enviaba una partida de uniformes muy nuevos, que llegados hasta la mano de los cabos, éstos los destinaban a sus amigos o sencillamente eran vendidos por 50 tortillas o 10 bollos de pan al que lo pudiera pagar.

Eso de vender algo por bollos de pan parece extraño.

Y casi sin ningún valor. Pero cuando uno tiene mucha hambre, en verdad que duele desprenderse de un pedazo de pan.

En aquel ambiente tan pobre, era común en la noche, antes que el soldado de ronda apagara la lámpara de canfín, ver a cinco o seis hombres jugando al dado y apostando un bollo de pan tieso y duro o mitades o cuartos. Como también cuartos de tortillas tiesas o mitades de la misma que luego el ganancioso, para comer, tenía que mojar en un tarro de agua.

Algo que no se me debe olvidar es que los dados… para que trajeran suerte de verdad eran fabricados con huesos encontrados cerca del cementerio y que sin duda procedían de cuerpos humanos. De la parte de los pies y de la cadera salían unos dados muy blancos y buenos para el ruedo, como decían algunos de mis compañeros inclinados al vicio. Este tenía dado de negro, de chino, de indio… y hasta de soldado, el que no gustaba echar sobre el piso porque decía le traía mala suerte.

¡Me agrada mucho escuchar a usted decir que yo tengo razón! Comprendo que me diga que sí porque yo sé que alguna vez le molestó esa cadenita de oro en el cuello y la pulsera de su reloj.

¡Pero usted no puede imaginar cómo pesan, cómo hieren, cómo se sienten y cómo nos hablan las cadenas! ¡Ay, ay, cómo me dolieron las cadenas!

Cuando me la colocaron en la pierna derecha, cercana al tobillo, me hizo sentirme tan triste, pero tan triste… Variada era la clase de cadena y grillos.

Una clase se destinaba a los ladrones y se trataba de una lámina de hierro pesada que se remachaba a una argolla, la que iba atada al tobillo y al otro extremo tenía la misma un orificio al que se le pasaba una correa de cabuya o de cuero; entre la argolla y la plancha pendían cinco eslabones y el cuero era para atarse el mismo reo la plancha a la cintura y sujetarla. Al ponernos eso nos desnudaban, colocaba el hombre su pie sobre un yunque y era remachado con un solo golpe de mandarria quedando asegurado el pin que hacía la vez de candado. No existía otra llave que no fuera el cincel, una sierra, para abrir de nuevo esa argolla.

Cuando me hicieron eso, cerré los ojos creyendo que el herrero me iba a despedazar la pierna con el mazo, pero luego vi que tenía una pericia que me asombró y siempre da precisamente sobre la cabeza del pin dejando un remache perfecto.

Alguna vez al que han de herrar es conducido directamente al herraje por un cabo de vara y tres soldados. El asunto es extraño porque puede no ser sino un delincuente político, que tembloroso levanta el ruedo de su traje sucio de rayas, y deja ver su blanca pierna. Y el herrero «se equivoca» dejándole la pierna hecha un parche de sangre y de hueso en tanto que los soldados arrastran al pobre infeliz desmayado para ponerle carbolina y atarle la pierna. Cuando el hombre era salvado de la gangrena por uno de esos raros milagros de la supervivencia humana, entonces quedaba cojo para toda la vida.

Una vez remachado mi pin, me quedé mirándole con un gran dolor que sentía aquí en el pecho. No era un dolor de materia: era un dolor de espíritu que desde ese momento me reducía a peor cosa de la que nunca fue un animal.

—Desde ese momento —me dijo un compañero— y hasta el día en que se termine tu condena, estarás atado a esa cadena, lo dice la ley…, a menos que con los años tengas la dicha de ser nombrado cabo de vara.

Y entonces empecé a caminar con la pierna erecta como si estuviera enyesado.

Los grillos eran pelotas de hierro y con un peso de cincuenta libras también atadas a una cadena, que puede tener dos metros desde la bola a la argolla que se prende en el pie.

Los reos débiles, enfermos o viejos que tienen la desgracia de recibir un grillo por el delito de haber matado a la esposa, a sus hijos o algún pariente cercano, para caminar tienen que solicitar la ayuda de otro reo que les lleve la pelota de hierro.

Por las colinas que rodean el presidio rumbo a los destinos de trabajo, subiendo y bajando cuestas con el sol cargado sobre la espalda o con el barro a las rodillas en los inviernos, se miraba la marcha de todos nosotros y la mano buena de algún compañero (extraño gesto que se asoma en el camino del reo muy descontinuadamente) no indiferente ante el dolor del compañero, ayudando a un pobre que no podía levantar ya su grillo.

Cuesta arriba con el sol y la pelota a la espalda, el hombre débil iba poco a poco agarrándose con sus manos a los matones del camino. Y cuando era el invierno sencillamente ponía la pelota en el suelo y sentado iba resbalando tras de la pelota poco a poco hasta que al final de la cuesta desembocaba en el frijolar de los venados.

Mama siempre fue buena.

A lo largo del camino en toda su vida decía que hay que ayudar a los pobres cuando ya no pueden caminar.

En mi pueblo, siguiendo el rumbo que va por el Camino de las Solteras, vivía una viejecita a la que llamábamos Mamá Yo con su bordón estancado; entonces le daba mis manos para que sirvieran a subir hasta su rancho, en cuyo frente ella tenía la siembra de gardenias más grandes que yo vi en mi vida.

Por eso en el presidio, muchas veces, en tanto fui joven y hasta el día en que perdí las fuerzas, ayudé a los compañeros en apuros, pues a pesar de que el Tribunal no me condenó a portar grillos, sí tenía una cadena de setenta eslabones que aunque pesada, el vigor de mis años no impedía la ayuda para que otro subiera o bajara de la cuesta.

La cadena simple, de las que yo portaba, era la general para los homicidas y estaba formada por una sarta de eslabones unos pegados a otros, como los huevos de un sapo. Un rosario de eslabones que, si pudieran hablar, dirían del desgaste de los años y hasta los intentos de antiguos dueños con limas o pedazos de cuchillo viejo cuando trataron de cortarlos.

Cada uno de los eslabones pesaba como cinco onzas y de modo que como la cadena era larga, como de tres metros, a toda parte que uno caminara era necesaria echársela al hombro. Nunca la cadena es arrastrada. No es bueno arrastrar la cadena por el suelo durante las horas de descanso porque cuando eso se hace va adquiriendo un color muy feo, tierroso. Era honra de cada sanluqueño que después del trabajo, no importa lo cansado que estuviera, dedicarse a pulir los eslabones hasta dejarlos tan limpios como un cepillo de dientes; y no se hacía por una imposición, sino para seguir la tradición de los que habían pasado y muerto con la cadena sobre los hombros.

Mi cadena siempre estaba muy aseada y en los concursos que solíamos hacer en nuestro salón con premios de cigarros o bollos de pan, alguna vez gané el primer premio porque la dejaba en tal forma de limpia que usted podía asomarse en un eslabón y hacerse la barba en él. Cuando yo vivía en nuestro pueblo alguna vez topé con Mamá Yo, la que siempre estaba acariciando un pedazo de vidrio al que le había hecho un hueco y guindado de un mecate blanco. Y ella con las dos manos temblorosas y un pañuelo muy limpio siempre se pasaba limpiando y limpiando el vidrio hasta dejarlo reluciente.

Ese chineo de la cadena no sé por qué lo hacíamos y hoy, a lo lejos del tiempo, se me hace risible esa costumbre.

Era extraño ver a los reos que algunas veces nuestra ración de agua era medida, tocando a cada uno media botella al día, gastarse un sorbito aquí y otro allá sobre la suavidad del trapo para dejar a esta compañera del presidio como un vestido de matrimonio.

Alguna noche entre esas que son millonarias de buenos recuerdos y que solamente el hombre vencido y humillado tras de una reja puede comprender, yo ponía la cadena como cabecera y con la uña la iba tocando poco a poquito porque me causaba placer el ruidillo que hacía, como los grillos en la montaña o como una campanita lejana, muy lejana, llamando a la piedad en la hora de la oración a todos los hombres y niños y mujeres buenas de nuestro pueblo y de todos los pueblos.

Imaginaba mis domingos con el sombrero alón, la camisa blanca, el pantalón azul, junto a un grupo de seres felices a mi lado.

Y así pensaba hasta cerrar los ojos y en que el agua de cada lágrima se me iba haciendo pocito en el dorso de las manos…