A las tres de la mañana, antes de marchar al trabajo, hacíamos fila para ir pasando lentamente ante la mirada rápida de los cabos de vara que hacen guardia frente a las pailas que contienen nuestro alimento. La comida o rancho se cocinaba dos veces en la semana: jueves y domingo. El primer día de cocinada la comida era muy rica: los frijoles tenían un sabor a tierra fresca, muy agradable. Los días siguientes, en cambio, el frijol era con sabor de asco. Lo que llamaban «aguadulce», que se hacía con agua de verdad y el último resabio que sale de los trapiches, era también de un sabor a diablo.
En este lugar las visitas no eran permitidas, de modo que nunca, como en otras cárceles, teníamos el aliciente de la comida que en tales prisiones manda la familia.
Pero de todas maneras creo que aunque permitieran la visita no iba a venir desde lugares tan lejanos, por camino de caballo o carreta hasta Puntarenas, en una ruta que es larga y peligrosa.
Con decir que los soldados que trabajaban aquí de custodia eran traídos por el Servicio Militar Obligatorio y cuando tenían la primera oportunidad desertaban, ya se entiende todo.
Con jícaras juntadas en el monte hacíamos huacales que nos servían para recoger el agua dulce que cada día nos daban en vez de café y una vez cada tres meses de sopa de carne. Cuando se enfermaba una de las mulas de carga o sufría un caballo algún accidente, entonces esos animales se destazaban, se echaba la carne despedazada en la paila con cuadrados y sal, saliendo de todo eso la sopa más rica que recuerdo de tales tiempos de hambre y dolor.
La comida añeja, agria, causaba mala digestión y creo que era la primera causa de las diarreas y muerte de muchos compañeros.
Y si no fuera porque a escondidas de los soldados recogíamos los mangos y las frutas que caen de los árboles, nuestra pobre alimentación que nos tenía en hambre latente, hubiera causado más muertes. Bastaba ver a esos hombres con el cuerpo lleno de úlceras, los labios y las encías en carne viva, los dientes carcomidos y que se caían de repente, ante el asombro del reo que estaba masticando un pedazo de pan añejo, sacado quién sabe de dónde.
Una vez terminado el desayuno en el gran patio no quedaba nadie. Ni siquiera los enfermos permanecían sin hacer nada. San Lucas no se podía dar el lujo de tener gente enferma sin trabajar, porque eso pertenece al campo de la piedad y de la humanidad y tales palabras chocan con el sentido del tratamiento que se nos aplicaba. En San Lucas solamente había dos clases de seres: los muertos que estaban en el cementerio, y los hombres que trabajaban.
Una vez llegó un botiquín donado por la Cruz Roja que contenía yodo, canfín, unas cuantas pastillas «bayer», dos botellas de alcohol y nada más.
Hoy después de tanto tiempo, quedan las huellas en nuestro cementerio de hombres libres, como trabajadores o soldados, que al estar enfermos no fue posible llevarles hasta el hospital de Puntarenas y se quedaron ahí de cualquier forma, como solían morirse los reos.
No importa que lloviera, ahí íbamos nosotros.
Pasábamos por el galeón donde los compañeros (también cadena al pie, lo que no les imposibilitaba para montar a caballo) se dedicaban a labores de ordeño, cuidar de los caballos, las vacas. Por supuesto que la leche, el queso y los huevos así como el maíz, café, frutas, todo era vendido en Puntarenas en beneficio del coronel.
En los gallineros, durante esas mañanas de lluvia, mirábamos cómo las gallinas se apretujaban las unas contra otras sin hacer caso del agua que escurriendo sobre las plumas iba a formar pocillas.
¡Ay, cómo hubiera cambiado mi corazón humano por una esquina entre ese grupo de aves!
Seguíamos caminando, con el agua más fría que nunca, cayendo y volviendo a caer, mojados hasta los huesos, hasta el alma misma… El frío hería la carne entera.
Era entonces el instante —nada más que un momento— en que maldecía a Dios y me quejaba de la suerte tan desgraciada que no merecía, que no debía ser posible y que no obstante era: ¡un presidiario!
El camino en pendiente está lleno de curvas para ir a Limón, Hacienda Vieja, Tumbabote, que tales eran los trabajadores ubicados al otro lado de la isla.
A un lado del camino iban quedando los sembrados de maíz, tomates, sandías, papayas, sin que ningún reo tocara nada por temor a merecer una paliza cuyos efectos alguna vez terminaban en el cementerio.
Una historia así de cierta es que treinta años atrás un hombre que iniciaba su pena, sembró alrededor de toda la isla una serie de palmeras, más de cien, y cuando crecieron y vinieron los frutos, el mismo recluso que por uno de esos raros milagros aún estaba en el presidio a pesar de las cien enfermedades que atacan al reo, intentó un día escalar una de esas palmeras para tomar una pipa y por eso recibió una apaleada que duró varios días al borde de la muerte.
Es para que usted se entere de la clase de tratamiento que se brindaba a los reos en tales tiempos.
Una hora tardábamos en ir desde el centro del penal hasta los destinos si los mismos estaban en el centro de la isla y tres horas si por el contrario estaban por alguna de sus costas. Era largo e interminable ese trayecto que a no ser por las cadenas y los barriales era posible llegar a esos lugares en veinte minutos.
A las cinco de la tarde dejábamos de trabajar, hacíamos de nuevo una fila para recoger en nuestros huacales el poco de frijoles agrios y añejos, para ser internados al momento en el salón del encierro.
Antes de cerrar la bartolina, un cabo de vara cuidadosamente revisaba cada una de las argollas de las cadenas y a cada hombre lo tocaba con un pedacito de hierro. Siempre las argollas suenan de la misma manera y un tintineo extraño denota que el hierro ha sido cortado.
El toque de silencio venía a las ocho de la noche, de modo que hasta esa hora los presidiarios intentábamos hacer algo para matar el tiempo.
Cartas no escribíamos, porque era prohibido enviarlas o recibirlas. Allá, en un tiempo perdido venía algún conocido de nuestro pueblo y entonces nos solía enterar de nuestros padres, hijos, hermanos o esposas.
Por los caminos anchos y largos de Costa Rica, cuando a un hombre encadenado se le conducía por unos soldados a pie, señal de que el pobre iba para San Lucas, entonces los familiares de los reos le paraban para darle bizcochos y recomendar que cuando viera a su hijo le dijera que… Pero algunas veces esas recomendaciones eran tantas que cuando el recluso llegaba al presidio ya lo había olvidado.
Los recién llegados enteraban a sus compañeros de las cosas nuevas de su pueblo.
También se prohibían los periódicos.
De modo que cuando un reo inteligente llegaba al presidio le hacíamos rueda y dábamos a él tortillas y pedazos de tabaco para que nos contara lo último que tenía de nuevo sobre la patria, aunque alguna vez esas noticias ya pertenecían a meses de distancia, pero siempre era muy agradable conocerlas.
Contábamos chistes y nuestras propias o ajenas aventuras. Los ladrones enseñaban a los más jóvenes triquiñuelas del oficio. Los asesinos narraban a sangre fría las veces en que habían llevado a cabo crímenes perfectos y hasta el día de hoy desconocidos y su conocimiento sobre la mejor forma de burlar los reglamentos de la justicia.
Con el pasar de los años, fui aprendiendo poco a poco el hablar del hampa que es un idioma salvaje, fiero, terrible e infame, pero que es lo único y lo más esencial que el uso en un penal pide. Si una persona habla en esta forma en que usted y yo estamos hablando le aseguro que se han de reír en nuestra cara.
Allí todo era expresado en el hablar del presidiario. Con el tiempo también los soldados, el capitán y hasta el coronel se enlodan en el ambiente maloso y terminan dominando para uso corriente el hablar de los presidiarios.
El ambiente está muy lleno de trampas para el hombre. La araña del penal no perdona y devora todo lo que cae en sus garras, necesitando el reo una gran fuerza moral para que al final no tenga el corazón convertido en un trapo más.
He dicho que el ambiente era lleno de trampas, algunas muy sucias, otras miserables. Aunque jamás llegué hasta los extremos indignos de un hombre depravado y pude, por el temperamento un tanto frío que he tenido desde niño, sí reconozco que en mis años de presidio en más de una noche cuando pasaba frente mí uno de esos chiquillos de trece, catorce o quince años que ejercían la prostitución, y que movían sus firmes y ondulantes nalgatorios temblando de lujuria (ya que a pesar de la cadena se hacen duchos en mover el cuerpo con cadencia para incitar al cliente), entonces me decía a mí mismo (sintiendo una vergüenza después, pero ahora lo decía):
—¡Uh…, hum…, está guapo el chiquillo este!
Esos pobres muchachos —por los que a veces había terribles escenas de odio y celos que terminaban a puñaladas— fueron por un sinfín de años la cosa más penosa que existía dentro del penal. Esos muchachos viven, se hacen viejos y proceden en todos sus actos como si en verdad fueran mujeres de vida fácil. Hasta la voz de tanto fingirla iba tomando tonalidades de mujer.
Dichosamente no caí en las garras de tal vicio que siempre coge por la garganta a un ochenta por ciento de los presidiarios.
El ambiente penal es tan desconsoladamente arrebatador y agobiante que las reglas morales se pierden. O puede ser que esos muchachos hayan estado en las rejas tan exentos de cariño y de amor, que también se aferran con desesperación al vicio que les da como provecho el cariño y el amor, a su manera, de otros semejantes.
Ya lo repito: las reglas morales y humanas dejan de existir.
Es como si Dios no existiera. Como si Dios se haya olvidado de mirarnos y las personas que nos miran nos valoran a lo bestia.
El bien no tiene razón de ser y la más descarada de las aberraciones se convierte en un pan cotidiano.
Hasta el mismo rezar se va haciendo como una cosa de otro mundo.
Aquí, en este mundo penal, a donde Dios no se asoma nunca, todo es de lo más triste del mundo. Y de asomarse Dios no entraría ya que le daría pena ver en lo que suele terminar a veces ese su pedazo de barro que por salir de sus Manos fue divino.
Uno de mis amigos vivía perdidamente enamorado de una de esas «rameras». Cada noche se entregaba en los brazos de su amante.
Le regañaba mucho por sus cosas ya que le conocía desde tiempo atrás en mi pueblo y sabía que tenía esposa e hijas ya grandes. El me respondía como desde el fondo de un alma que se convirtió en un trapo:
—¿Qué he de hacer, Jacinto, si ya no soporto?
Este amigo que se llamaba Toño llegó a querer tanto a su «mujer» que cuando el muchacho lo cambió por otro hombre se abrió las venas con un vidrio…