Un buen compañero nuestro de apellido Castillo fue el autor indirecto de una de las reformas más humanas que hubo en el presidio de San Lucas. Y eso fue lo que marcó el camino con el pasar de los años, a una institución social que llegó a finalizar con una de las más asquerosas lacras de los penales: el extravío sexual.

Él era como uno de nosotros: un número entre el montón de campesinos que en su pueblo, los sábados y el domingo, acostumbraban tomar su buena cantidad de licor. Según sus propias palabras tenía un «buen guaro»

Y la gran ventaja de que estando bajo los efectos del licor no se enojaba con nadie. Su alegría era que una vez tomada la media botella se echaba la cutacha al hombro.

Y marchaba por los caminos a rascar la tierra y solicitarle al primer amigo que le acompañara a la cantina donde se tomaba otras dos botellas y terminaba cantando sus canciones sentimentales.

Así olvidaba un poco lo pobre de su hogar donde tenía once hijos y de las penurias de su mujer que vivía haciendo tortillas, tamales, lavando ajeno para poder echarle un poco de ayuda en el tren de los hijos mutuos.

Si por casualidad en la cantina se aparecía una guitarra, pues mejor que mejor, ya que obligaba al guitarrista a darle compañía hasta que terminaba dormido sobre uno de los sacos de arroz o de frijoles, con los pies muy abiertos, los brazos cruzados sobre la barriga y una lluvia de moscas jugueteando entre sus mostachos.

Pero un día… El día que casi siempre llega en la vida de los enfermos del guaro, se le fue la mano y tuvo la desgracia de dejarle caer la cutacha a un vecino en uno de sus pies por lo que fue necesario amputárselo y por eso —nada más, nada menos que por eso— le echaron al presidio la bicoca de quince años.

Desde su ingreso se hizo compañero muy allegado. Sufría mucho ya que tenía un temperamento sexual exaltado y que allá en su rancho se acostaba con la mujer cada noche sin faltar uno solo en los quince de casados. Y además tenía otras mujeres por fuera, de modo que la cuenta de sus hijos se elevaba a veinte.

Hacía unos años que teníamos la iglesia fundada gracias a la bondad del padre Domingo Soldati y donde ahora un sacerdote los domingos venía a dar misa. Sobre la cruz y ascendiendo desde las gradas existía una enredadera de campánulas azules donde hacían su nido por cienes las palomas de Castilla que se chorreaban por el campanario y toda la iglesia.

Cada atardecer Castillo se acercaba a la iglesia, cogía un manojo de campánulas azules con lo que hacía un ramo para la Virgen del Mar y luego se hincaba a rezar un buen rato. Le pedía a Dios un montón de cosas a la vez y entre ellas que no le dejara caer en la tentación de los extravíos sexuales del presidio.

En las noches padecía alucinaciones terribles que lo hacían pensar en mujeres desnudas que se le entregaban y luego despertaba bañado en sudor y temblando.

Era la consabida tortura entre el recién llegado y el sexo. Los hombres que se dedicaban al comercio de la carne le hacían proposiciones deshonestas: se le ofrecían, le palpaban sus órganos genitales en la fila y durante la noche pasaban frente a nuestra tarima con sus nalgas al viento para lucirse, e incitarle.

—¡Qué hacer, qué hacer! —decía el pobre viejo. No quería caer entre la garra de la sodomía ya que sabía que de hacerlo una vez iba a seguir esclavo del vicio.

Y de un momento a otro Castillo dejó de contarme sus problemas sexuales.

No me contó nada más sobre el asedio de los maricones; imaginaba yo que ellos vieron en él a un hombre que no se iba a prestar a sus ofrecimientos y terminaron por dejarle en paz.

Pero también secretamente empecé a creer que el pobre amigo había caído en las manos de «una mujer» y que por eso ya estaba tranquilo.

No volví, pues, a interesarme en esos problemas de mi compañero hasta que tres meses después una noticia cayó por toda la isla como una bomba: había sucedido algo nuevo y el principal personaje de la aventura era mi amigo Castillo.

En la isla había una mula muy vieja que tenía amistad con todos los reos. Tan de vieja era en verdad que no se le ocupaba en los trabajos del campo y en la hora del rancho cuando escuchaba la campana corría a recoger su ración de arroz, frijoles, pan, aguadulce como si ella fuera una reclusa más. Bebía café, tomaba su fresco y tenía ganado el cariño de todos los internos.

Pues a mi amigo Castillo le sorprendieron en el acto de la posesión sexual con la mula. Por más explicaciones que dio sobre sus tormentas nocturnas no se le hizo caso. Trajeron a la mula y la pararon frente a todos nosotros formados en fila. Luego desnudaron a Castillo y le aplicaron treinta cintarazos. Al final lo ataron al animal y le dejaron expuesto a la risa de todos los compañeros que eran incapaces de comprender las congojas del pobre desgraciado.

Una semana después no solamente los reos sino hasta uno que otro soldado hacían uso de la mula. Y así fue como «Margarita» se convirtió en la mujer furtiva de una gran cantidad de hombres en la isla, para vergüenza de sus condiciones y rabieta de «las mujeres» que cuando se encontraban a «Margarita» le lanzaban piedras pues no había duda de que estaban celosos del animal.

Y al final de tres meses hasta la guardia hacía la vista gorda y la mula se fue acostumbrando tanto que bastaba con que un reo le apoyara su mano en el lomo para que el animal buscara un acomodo bueno y se hiciera uso de ella.

Cosa rara: en esos tiempos dejaron de anotarse violaciones de menores recién llegados y eso fue seguro lo que indujo al comandante para que los empleados hicieran la vista gorda cuando…

Sí…, yo también lo hice muchas veces pues al fin y al cabo ¡Margarita era una mujer! Ya le dije que le contaría todo, todo, por cruel o cochino que fuera. Y de no ser así, ¿cómo ha de saber la gente que lea su libro todo lo horrible que es el presidio?

Hay que estar en la cárcel como me ha tocado a mí durante muchos años para comprender que el problema sexual es uno de los más graves que existen y que cuando se logra un escape emocional ya se puede decir que se ha dado en el clavo sobre uno de los primeros pasos en la cura de los delincuentes. La continencia del hombre encerrado va adquiriendo formas en su mente tan extraña, que llega el momento en que el reo, un simple maricón que imite bien a una mujer cuando camina, le hace bullir la sangre. Los maricones tienen además buen cuidado de hacer parecer en todo: desde el hablar hasta la ropa interior sín excluir un par de sostenes de pechos con relleno para «engañar» un poco más los sentidos del macho.

Y toda fotografía de mujer, desnuda o no, forma en la mente del reo un desasosiego que dura todo el día hasta que en las noches tenga la oportunidad de buscar un desahogo en la masturbación. Y así poco a poco va cayendo en un vicio cada vez más esclavizante.

La mujer viene a formar parte de la mayor obsesión del reo y se han visto casos de prófugos cuyo primer acto de rebeldía para con la sociedad es el atentado contra el pudor de una mujer sin importarles la edad ni la condición de la misma.

Ya he dicho cómo en el pabellón en una forma descarada teníamos siempre el espejo de los hombres que se besaban, hacían arrumacos como jóvenes recién casados, se tocaban las nalgas, lanzaban piropos y aun trasladados a otra cárcel o en libertad seguían escribiendo cartas y papelitos inflamados de amor.

En los inicios de mi prisión miraba pasar ante mis ojosla ondulante cadera y el andar felino de los menores sin barba y sin bigote que se creían mujeres en toda la extensión de la palabra; yo reconozco que en más de una oportunidad sentía las manos temblar bajo esa inquietante tentación.

¡Cómo se nos va anulando el pensamiento en esta pocilga!

En cambio los murmullos sobre aventuras sexuales…, los bailes callados ante la luz de una vela que hacía Marilú, el bailarín de nuestro salón y homosexual de alto grado; escuchar el beso silencioso y parco de dos compañeros que dormían junto a mí; algunas veces quedar mirando en una forma obstinada la pierna gruesa, sin vellos, palpitante, hasta rosada de un menor que ejercía la venta de su carne, sentía una rara inquietud en todo el cuerpo.

Una vez que le he contado todo lo anterior, tenga la bondad de anotar y abrir bien los ojos para lo que ahora le he de contar.