El Consejo Superior de Defensa Social tomó a su cargo la dirección de los penales.

Tuguriadas de vieja madera que había en nuestra isla fueron suprimidas y en vez de tales se nos hicieron pequeñas casas con techo de hierro, madera buena y ladrillos de cemento y tierra, que el periodista Vargas Gené nos enseñó a fabricar con sus propias manos. Los edificios se empezaron a dibujar reflejando su belleza en el mar, como la biblioteca de piedra dura reunida de colores que poco a poco arrancamos de los acantilados y luego jalamos en la espalda, pero ahora con muy buena voluntad.

Era un trabajo de cariño ya que por primera vez nos encontrábamos con personas interesadas en la educación del reo como hombres y no como un simple animal. Se trataba de hacer, en lugar de calabozos, hogares; y donde había sitios de tortura, escuelas, taller y un club.

Y don Joaquín Vargas Gené, con un mazo de veinte libras echó abajo la celda terrible donde Ciriaco pasara sus años de dolor.

Pronto los reos de otras cárceles se peleaban por venir, pero una oficina nueva nombrada de Servicio Social estaba a cargo de seleccionar las solicitudes y convertía la llegada a San Lucas en un premio por buen comportamiento y en una promesa de pronta rehabilitación, más la oportunidad que brindaba la sociedad para emprender el tiempo de una vida mejor.

Nombres buenos del Servicio Social con un corazón de luz que pronto se convirtieron en guías nobles dentro del piélago tormentoso que es la vida de un reo: Teresa Valerio; Gonzalo Hernández; Guillermo Brenes; Etilvina Picado; Rafael A. Peñaranda Vindas.

Teresita, en una forma sobresaliente, se fue haciendo sinónimo de la última esperanza en el sendero de un reo que ya lo ha perdido todo.

Con la integración del Consejo Superior de Defensa Social «estrenamos» un nuevo director de Defensa Social. Cuando llegó a dirigir el destino de los reclusos era un muchacho recién egresado de la universidad y con la cabeza llena de las buenas ideas asentadas en la cátedra por el doctor Guillermo Padilla Castro y Santos Quirós Navino, que enseñan existe siempre una esperanza en el fondo de cada ser humano que ha cometido un delito. Tenía una sensibilidad social sin límites y su nombre era Rigoberto Urbina Pinto.

No sé cómo es la palabra de la persona que también «estrenamos». Bueno, la verdad es que también llegó el doctor Rodrigo Sánchez que sabe mucho de las cosas de un reo: lo que piensan, lo que sufren, lo que sueñan, lo que han sido y anhelan ser.

Este doctor daba a mi lado largas caminatas en la playa dándome la mano cuando por mi pata de palo me era poco posible subir cuestas o escalar rocas. El fue quien me habló de las enfindrias que el mar deja en sus orillas y que vienen con la corriente desde largas distancias formando arabescos caprichosos. Y en más de una oportunidad cuando le ayudaba a recoger semilla de esas flores extrañas que existen junto a las playas, me decía:

—Jacinto: un día será usted libre y le llevaré a mi casa para que vea estas flores.

Sabiendo que en la isla hace muchos siglos habitaron indios de la raza chorotega, gustaba de recoger piedras indígenas que se encontraban en el cauce de los arroyos y fue él quien dio a nuestro bibliotecario la idea de poner objetos de indio a lo largo de los estantes para dividir los libros.

Decía el doctor Sánchez a un grupo de reos:

—Yo sé que la libertad no tiene precio…, pero la vida nos somete a muchas pruebas y de ésta tenemos que tratar de salir siendo mejores; sus consejos tenían un gran acento de bondad como cuando Teresa Valerio decía:

—Hijos míos, mañana todo ha de ser distinto, paciencia.

Imaginaba cuando así la escuchaba hablar, que su palabra siempre nos dejaba algo en la vida como la promesa que recibe el panal a cada regreso de la abeja.

Con la dirección de Defensa Social a cargo de los penales se fue depurando más nuestra situación hasta el extremo de que tres años después la gente se hacía lenguas de San Lucas y desde otros países venían hombres inteligentes para estudiar este nuevo tratamiento que se aplicaba en un afán de educar al hombre que cometió un delito.

Decía don Rodrigo que nosotros hemos venido de un mundo del que no supimos adaptarnos. Ahora se nos daba clase de lo que podíamos esperar de ese mismo mundo una vez que regresáramos.

Es que la gente buena que he citado no quería que nosotros fuéramos contados como en el contar de una piltrafa social.

Yo mismo no sé hasta dónde he recibido la lección que encierra una cárcel. Mi situación es diferente a la de los otros reos: soy inocente. Soy inocente, ¡¡¡SOY inocente!!!

Pero puedo medir el mal que un penal hace si le cuento a usted que aprendí a hablar a lo criminal y a pensar como ellos y a sentir cómo una reja hace que sienta el hombre.

Y el ambiente torvo y sin alma me enseñó por muchos años solamente a odiar y odiar.

Sé que la lección es buena.

Alguna persona oyendo con dolor la historia que hoy le cuento a usted me ha dicho que mucho más allá de donde termina Costa Rica por todos lados, existen penales donde la vida es igual al sistema que imperó en San Lucas en tantos años.

Cuando los reos vienen hoy desde la penitenciaría, muestran un cuadro de espanto como el nuestro hace diez años.

Ojalá que todo cambie.

Ojalá que la lección del presidio de San Lucas, narrada en ese libro que usted me ha dicho ha de escribir, pueda abrir una ruta nueva en el camino y en el pensamiento de los hombres que tienen en sus manos el destino de los reos dondequiera a que al nacer de la mañana, se anuncie con el cantar de los gallos y en toda parte donde la vida de un hombre se vea limitada por las rejas.