La niña empezó a crecer en un ambiente de cariño. Me era imposible mirar con ojos malos a la hija de María Reina.

En un principio ella creyó que yo iba a ser distinto, pero no podía cambiar. Para mí todo fue como una de esas tragedias, una más, de las que pasan en la montaña: que nos pica una serpiente; que el río se sale de madre y corre rumbo al mar llevándose todos los ranchos; que las ratas se desmandan a lo largo del frijolar y lo destrozan; que el tigre en un descuido se encuentra a un niño en abandono, o a un hombre viejo y lo devora; que el tejón, esa gran fierecilla de la montaña, llega hasta el rancho donde un recién nacido duerme en tanto que la madre lava en el río y…

Y eso fue lo que sucedió en mi rancho: una fiera se metió bajo nuestro alero y al irse nos dejó esto…

Dichosamente, todos los rasgos de la niña eran los mismos de María Reina y francamente no podía dejar de amarla y la amaba mucho.

El desgraciado quién sabe cómo se llegó a enterar de la verdad y cuando me encontraba en el pueblo se acercaba a mi lado y poniendo un paquete entre mi manos decía:

—Para la niña…

Cuando abría el envoltorio, luego que él se había marchado con la frente baja (como si ahora le diera vergüenza de la acción) encontraba dinero y algún otro regalo para la chiquita. Entonces tiraba el dinero al río y le daba el regalo a la niña. Pero María Reina se enteró del asunto y tomando también la muñeca de regalo la lanzó a la corriente. Así en una forma común íbamos pasando la vida cada día.

María Reina se hizo mujer y yo más hombre, como que ya andaba por los 16 años. El denuncio del terreno que primeramente fui a sacarlo de la selva también se fue haciendo más grande hasta que llegué a contar con veinte manzanas.

Ya para esos tiempos pensaba hacer un viaje a Puntarenas para conversar con uno de esos señores que miden la tierra y que cuando es de uno le dan después una carta de propiedad.

Y la niña cumplió los dos años.

Y ya para ese tiempo, como si no fuera suficiente todo lo que pasó, el dolor volvió a tocar las puertas de mi vida y esta vez para siempre.

Eran los finales del mes de diciembre y el río dejó de crecer.

El invierno se quedó dormido tras el último día del temporal.

Pero allá en el alto de las montañas seguro seguía lloviendo porque de tarde en tarde el río se dejaba venir con unas cabezas de agua que daban mucho miedo.

María Reina molía un poco de café en grano. Un olorcillo a café tostado se desprendía del comal de barro al que mi mujer acudía, daba tres vueltas, y seguía sobre la máquina moliendo y tarareando una cancioncilla que le gustaba mucho.

Yo, sentado sobre un banco, trataba de hacer con la cuchilla una tajona de bizcoyo.

La niña jugaba con un frasco de vidrio lleno de pastillas de las que sirven para los dolores de cabeza aquí cerca del fogón y en ese instante el vaso golpeó sobre las patas del moledero y se quebró. Escuché la voz de María Reina que decía a la chiquita sin dejar de mover la manivela de la máquina:

—No deje los vidrios por ahí pues se puede cortar, tírelos al río…

El río murmurante ya he dicho que estaba por ese lado como a unos treinta metros del rancho y conducía a él una picada sembrada en ambos lados por matas de yuca.

Observé cómo la niña los lanzó al río pero con tan mala suerte que se fue de cabeza.

María Reina que la observaba vio el ademán de la chiquita y corrió antes de que yo intentara levantarme, al apresurarme detrás de mi mujer tropecé entre las patas de un banco y caí. Cuando me levanté miré la silueta de María Reina que daba tumbos en el río levantando los brazos y lanzando gritos de socorro.

Ella ante la desesperación de ver a nuestra hija arrastrada por el río y sin recordar que no sabía nadar, se había lanzado detrás de la niña que ya no se miraba por parte alguna.

Yo empecé a correr por la orilla en tanto que con desesperación esperaba que la corriente la acercara a la orilla o encontrara algo que poder lanzarle.

A veces su cuerpo chocaba contra las piedras y el golpe la sumía entre la espuma para levantarla un poco más allá. Cuando comprendí que no la atraería a la orilla sino que por el contrario la corriente la conducía al centro del río, me quité los burros de mis pies y me lancé al agua. Nadé todo lo que me fue posible pero en vano, ya que no pude darle alcance: la fuerza de las aguas también me zarandeaba como si yo fuera una rama de hojas desgajada de alguna orilla. El río jugaba conmigo como si mi cuerpo fuera un trompo y a mil varas de nuestro rancho me lanzó con fuerza sobre una roca en la que me detuve un poco para tomar aliento y observar. María Reina no se hallaba por parte alguna. Solamente el rostro indiferente y negro de las piedras era el que se veía hasta muy lejos, río abajo. El golpe seco y retumbón del río llenaba de terror mi corazón pues más que sonaba rugía como el grito de un león en una noche de silencio que hubiera recibido una herida.

Haciendo a un lado el cuerpo solté la roca y me lancé de nuevo a la corriente la que fue arrastrándome hasta que me dejó en la orilla opuesta.

Todo el resto del día caminé con un ansioso temor de encontrar pegados a las piedras los cuerpos de María.

Reina y la niña.

Tenía la esperanza de que como lo hizo conmigo, los hubiera lanzado hasta alguna de las orillas y cuando más estuvieran con los ojos abiertos y sus manos aferradas a un bejuco o alguna piedra.

Otros tiempos y con la ayuda de varios hombres anduve yo en busca de personas arrastradas por el río y me sabía de memoria aquellos lugares donde suelen quedarse estancados los cadáveres. Aunque siempre existe el temor de que un lagarto se nos haya adelantado.

Y luego no sé qué pasó.

Cayó la noche que pasé entera sentado en una piedra a la orilla del río y escuchando el grito de las nutrias que jugaban en las piedras a la luz de la luna. Poco a poco vino el amanecido. Las manos, el rostro todo era una sola roncha ya que en toda la noche los zancudos se habían hartado de mi sangre.

Amaneció.

La frente y los brazos me ardían. Pasé horas pescando imágenes sobre el agua, quieto, sin hacer un solo movimiento, como esperando que los brazos abiertos del río ya cansados de jugar, lanzaran los cuerpos hasta mis propias manos.

Luego, levantándome caminé por la montaña…

Una patrulla de voluntarios organizada por el Señor Autoridad me encontró. Se habían hallado a uno de mis perros que los condujo hasta donde me encontraba.

Desde que dieron conmigo —dicen que tirado sobre un charco tomando agua— ataron las manos a la espalda y de esa forma me condujeron hasta el pueblo. Recuerdo que durante el camino me hacían muchas preguntas a las que yo con una repetición de locura decía siempre que sí, que era cierto, que yo había sido el culpable, que me mataran porque lancé a la madre al río y luego a la niña.

El cuerpo de María Reina apareció después de varios días destrozado. Un hombre de los que buscan hierbas raras, por casualidad lo encontró un día a muchas horas río abajo de nuestro caserío. La niña no apareció por parte alguna.

La gente dijo que yo había dado a María Reina una paliza antes de lanzarla al río y a cada pregunta respondía que eso era cierto. Y no entendía por qué me golpeaban cada vez que respondía que sí o que no.

Miguel, el Señor Autoridad, llegó a la conclusión de que yo había cometido un asesinato doble.

—Estaba celoso de mí y de ella —decía explicando, a ñor Gumersindo, y cuando él hablaba yo le miraba con los ojos vidriosos y decía que era cierto—, él sabía que la niña era mi hija y por eso me vengó. Me odia, pero como es un perro suficiente cobarde como para matarme, aunque sea por la espalda, fue depositando su odio en la pobre María Reina y nuestra hija.

Y dicen que cuando Miguel hablaba, sus palabras, estaban llenas de lástima y desde los ojos le rodaban lágrimas.

De lo que estaba pasando no recuerdo casi nada. Un amigo, mucho después, me ayudó a reconstruir lo que estoy contando. Cuando me sacaron de la Agencia de Policía de nuestro pueblo para llevarme a la cabecera del Cantón, los vecinos que fueron mis amigos durante toda una vida, ahora me lanzaban palos, piedras, insultos y salivas. Yo, muy agobiado, no entendía mucho lo que me estaba pasando, pero como mi propia gente estaba tan enojada, me dije que lo mejor era dejar la explicación para después.

No entendí que todos ellos habían estado presentes cuando me interrogaban y por eso fue que después firmaron un papel rogando a la Justicia que no me dejaran salir nunca de la cárcel y hasta mi propia familia llegó a firmar el pliego. Mis padres tampoco creían en mi inocencia, puesto que cuando en una esquina me dieron un minuto de tiempo para conversar con ellos y le dije a mamá que era inocente, respondió mi madre entre sollozos:

—¡Sí, hijito, sí!

Mi padre por el contrario dijo:

—¡Has hecho mal, muy mal, Jacinto…!