En tres años siguientes la manera favorita de castigar a los hombres, impuesta por el coronel Venancio, fue esa, cuando herían a un compañero, intentaban una fuga, atentaban contra la vida del cabo de vara.
El mismo los conducía al muelle sin permitir que nadie los maltratara ya que a un «hombre indefenso atado a una cadena no se le debe maltratar…», «y hay que recordar que algún día ese hombre se ve libre de la cadena y entonces…», «mejor el otro procedimiento».
El otro procedimiento era dirigido por él y se repetía el gesto de Antonio, un hombre impotente en la orilla de las piedras con el mar a su espalda mirando con ojos de inquietante súplica al comandante, el que a un ademán de su fusta, uno de los verdugos y casi siempre Mamita.
Juana empujaba al mar.
Y luego las burbujas de aire que iban saliendo, muy pocas… Un esperar de tiburones. Y el mar quietecito que lentamente se iba tiñendo de rojo.
En tres años, más de una docena de hombres recibieron ese castigo y uno de ellos por algo tan sin gracia como fue el delito de haber arrojado contra la cara de un cabo de vara un jarro de agua caliente y haber expresado después que el «día de su libertad lo primero que iba a hacer sería matar al coronel…»
Y como pasa tantas veces para la vida de los hombres presidiarios, en tanto que todo eso sucedía, Dios miraba para otro lado…
En el libro de salidas del presidio los hombres aniquilados en tal forma se anotaban como muertos en un intento de fuga.
Siempre me llamó la atención ver cómo los hombres libres de un penal, los que representaban a la sociedad en su diferente grado, suelen callar las barbaridades que ven a cada día. Aman tanto su puesto y el sueldo, que anteponen el interés a la misma dignidad humana.
Los que mandaban eran crueles y la crueldad era el pan de cada día.
Y yo tenía la seguridad de que si alguna persona hubiera llevado hasta los oídos del Presidente de Costa Rica la historia de lo que pasaba dentro del penal de San Lucas, éste se hubiera muerto de risa.[1]
Y es que en un penal hasta a los empleados se les termina tratando como si fueran reos y no se detienen a pesar que si no fuera por su culpable silencio el presidio tendría más humanidad.
El presidio de San Lucas fue gobernado, dije, por hombres de toda calaña y algunos, como el coronel Venancio, de la más baja índole humana. Unos fueron tontos, ladrones casi todos, criminales no faltaron.
El robo fue hijo de todos los directores sin excepción durante los primeros veinticinco años de mi estadía en el penal. Y así fue en una historia de setenta años. Cuando el Consejo Superior de Defensa Social se hizo cargo del presidio muchos años después para convertirlo en una colonia penal, encontró que en todos los años de su historia el erario no había recibido cinco céntimos del famoso lugar.
Alguna vez don Venancio se vestía de reo, ordenaba que se le colocara una cadena al pie y decía que era para sentirse él mismo en la situación en que el reo pasaba. Incluso se sumaba a las cuadrillas de trabajo y ordenaba ser tratado en igualdad con los presidiarios, con lo que los cabos de vara se miraban obligados —bajo temor— a aplicarle un garrotazo cuando se ponía un poco lerdo.
El colmo de las aventuras de don Venancio fue lo que dio motivo al alegronazo que recibí en el presidio y que ya lo he dicho una página atrás.
Y fue nada menos que un día el coronel Venancio se declaró Presidente de la República Libre, Soberana, Independiente de San Lucas en el Golfo de Nicoya, a diez millas de la República de Costa Rica y del Continente Americano en el océano Pacífico.
Le voy a contar la historia para que usted la cite en su libro que dice está haciendo sobre nosotros y con todos los detalles para que conozcan a fondo uno de los capítulos más curiosos de la historia de este terrible presidio de San Lucas.