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La esperanza
Ramón, apoyado en la barandilla de su minúsculo balcón, fumaba tratando de sosegarse. Observaba los tubos de neón del burdel cercano. Era media tarde y el reclamo luminoso estaba apagado, pero aun así ejercía sobre él un poder hipnótico. Curiosamente, su ausencia no desanimaba a los clientes que, en constante tránsito, traspasaban las puertas del prostíbulo.
Apuró el cigarro y lo arrojó a la calle. Contuvo el humo largo tiempo y lo expulsó con fuerza, tratando de desterrar sus demonios en una autopista de vaho y nicotina que cortó el frío aire.
Volvió a sentir sus intestinos atenazados por las emociones, el pecho ahogado por los sentimientos vividos y un sudor helado que le quemaba la nuca. Un nuevo ataque de angustia se cernía sobre él. Quiso calmarse, pero era demasiado tarde.
Fumó, otra vez, como si agarrándose al pitillo se aferrase a la vida, pero el desamparo ya se había instalado en él, nada podía hacer salvo seguir viviendo. Al rato, y sin haber logrado sobreponerse, se abrochó la camisa, se ajustó la corbata tras ponerse la americana y se dispuso a salir. Aquella jornada tenía que trabajar.
Salió de la pensión Les Vilandes con tiempo, volvió a mirar los apagados neones del burdel, saludó a la escultura de Steinlen y marchó con paso decidido. Su caminar quiso llevarlo a la puerta de entrada del jardín anejo al Museo Cluny. Allí inició una liturgia, solitaria y balsámica, que repetía habitualmente en los últimos días. Paseaba en un peregrinar sin sentido, escoltado únicamente por el concierto de hojas secas que generaba al avanzar. Al moverse en ese espacio íntimo, el dolor se aliviaba. Las penas seguían allí, lo acompañaban, pero paliadas. Finalmente se sentaba en el banco donde compartiera confidencias con Rafael, sacaba un cigarro Bisonte y lo fumaba con deleite. Nunca pensó que disfrutaría tanto del tabaco negro.
Sabía que aún restaban bastantes meses para ver a su amigo en libertad y recuperar alguna de sus costumbres. Rafael estaba preso, apenado, pero vivo. Ramón quería pensar que, cuando saliera, volverían a compartir cigarrillos, vivencias y recuerdos. Mientras eso ocurría, custodiaría el jardín medieval renovando a diario sus ritos.
Realizada la ceremonia, empapado de nuevos y viejos demonios, se levantó. Lo esperaban en Paris cinq.
Juan Laborda
Barceló.
Madrid, marzo del 2013.