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El Elíseo

Que De Gaulle era un tipo valiente nadie lo podía negar a estas alturas de la partida. A sus setenta y dos años, el general se había enfrentado a los nazis, a Petain, a los colaboracionistas y, más recientemente, a los oficiales de su propio ejército. Algunos de ellos, encabezados por Raoul Salan, habían creado la OAS —Organisation de l’Armée Secrète—, un verdadero grupo terrorista de extrema derecha para defender, entre otras cosas, la presencia francesa en Argelia. Habían jurado acabar con la vida del mandatario y a punto estuvieron de lograrlo. Los franceses recordarían bien aquel 8 de septiembre de 1961. Cuando el general y su esposa se dirigían a su residencia campestre de Colombey-les-Deux-Églises desde París, a la altura del pueblo de Crancey una bomba los esperaba a la orilla de la carretera. El artefacto, escondido en un montón de arena, había fallado. Únicamente se activó el detonador, por lo que la carga explosiva no entró en juego, lo cual hubiera sido definitivo.

La OAS estaba detrás de todo ello, como se supo por las inmediatas detenciones, pero De Gaulle no se atemorizó y continuó con su política de autonomía argelina.

«Desde luego no le faltaban arrestos», pensó Ramón mientras se aproximaban en el flamante DS al Elíseo. El recorrido desde la plaza Vendôme, donde había recogido a sus ilustres clientas en la puerta del Ritz, era cortísimo, apenas cuatrocientos metros por la calle Saint-Honoré, pero lo hizo lenta y ceremoniosamente. No todos los días podría acudir al Palacio Presidencial.

La mañana estaba apagada, aunque algunos tímidos rayos de sol pugnaban por abrirse camino entre la masa de nubes. Ramón sonrió, le gustaban ese tipo de días, no sabía muy bien por qué. En ese momento sus ojos volaron, rebotados en el espejo retrovisor, hasta el fino vestido blanco roto que lucía madame Darnell para la ocasión. La elegancia se desplazaba aquella mañana para saludar a la jefatura de la República Francesa. «En plena descolonización, no está de más un guiño a los poderosos Estados Unidos y algo de buena prensa a su costa», pensó Ramón. Además, era de sobra conocida la afición del mandatario por el cine norteamericano.

El golpeteo de los dedos de la actriz contra el cuero blanco del asiento trasero, junto al silencio reinante, denotaban el nerviosismo contenido que viajaba con ellos.

Una vez superados los controles de seguridad de los fornidos y amables gendarmes, traspasaron el imponente umbral del edificio que un día fuera residencia de madame de Pompadour, amante de Luis XV. El lugar, que se abría enseguida en un patio central, fue posteriormente reconvertido en sede republicana. Resultaba curioso que allí donde un rey absolutista yaciese junto a una de sus cortesanas, se albergase después la soberanía nacional. Dejaron atrás la majestuosa verja, a cuyos lados surgían dos remates de piedra en los que parecía amontonarse la historia de las armas francesas. Ramón se detuvo a un lado, como le indicaron, alineado con otros vehículos. Desde allí pudo observar tres Citroën DS Prestige negros, más largos y ligeramente más grandes que el que él conducía, no en vano ese modelo era el coche presidencial. «Alguien se te está adelantando, amigo Corot», pensó, divertido, mientras salía del coche para abrir la puerta trasera.

No tuvo tiempo. Un engalanado ujier —más parecía un húsar de la caballería imperial napoleónica que otra cosa— había surgido de la nada para ayudar a la actriz a salir. Ella apareció en escena inmensamente bella, atendida como era habitual por su fiel Claire, discreta y elegante.

El patio rectangular en el que se encontraban, tantas veces visto en ceremonias oficiales, no tenía una decoración extraordinaria. Su sola esencia, completada por la fachada de tres pisos sobre la que ondeaba la bandera tricolor, era suficiente para impresionar. A los pies de la escalera que daba acceso al edificio, esperaba un hombre que a Ramón le resultó vagamente familiar, aunque no pudo identificarlo. En el rostro de madame Darnell se leyó la desilusión al comprobar que De Gaulle no había salido personalmente a recibirlas. Las inseguras miradas a su ayudante así lo delataban. La duda duró un instante. Ramón la escrutaba y comprobó cómo se erguía para mostrar todo su encanto, dispuesta a conquistar a Francia entera.

Mientras se alejaban, escoltadas por el ujier, Ramón no perdió detalle. El hermoso vestido de la estrella, de dos piezas, con un ligero ribete negro en la parte inferior de la chaqueta, contrastaba con su melena oscura. «Es digno de admirar», se dijo para sí. En realidad, se trataba de un sentido homenaje de la actriz a la primera dama de su país, pues ella había popularizado ese modelo. En la retina de Ramón, como en la de casi todos los franceses, estaba la instantánea de mayo de aquel mismo año en la que Kennedy, su esposa Jackie y De Gaulle saludaban a la prensa desde lo alto de las escaleras a las que ahora se aproximaba Linda Darnell. El conjunto de chaqueta, falda y tocado de Chanel de la esposa del presidente norteamericano había sido muy comentado por su estilo y acierto, al igual que la imagen había servido para materializar visualmente unas excelentes relaciones diplomáticas EE. UU.-Francia, que no se mostraban tan evidentes en el plano de la realidad. A De Gaulle nunca le gustó que le mostrasen el camino en política exterior.

Aquel grisáceo día de octubre, en un palacio sin engalanar, la Darnell era la embajadora del cine y de sí misma. No quiso mostrar su decepción cuando solamente un ujier, por muy húsar que pareciese, además de los soldados de la guardia y aquella enigmática figura a los pies de la escalera, la esperaba para llevarla ante el jefe del Estado galo.

Ramón se quedó solo, aunque sabía que unos cuantos pares de ojos estaban clavados en él, mientras la República Francesa agasajaba a sus pasajeras.

El frío cortante del mes de octubre parisino lo obligó a refugiarse en el coche. Abrió la guantera y sacó Le Monde Diplomatique, que había cogido de la empresa esa mañana, dispuesto a empaparse de actualidad. Era una de las costumbres que había tratado de ir perdiendo desde sus años en el Partido. Poco más lo unía a ellos ahora. La ciudad estaba llena de gente sin patria como él, unos solitarios, otros acogidos por asociaciones de todo tipo.

La primera plana recogía los detalles del proyecto de De Gaulle sobre Argelia. Le pareció tan tediosa que lanzó las grandes hojas del diario sobre el asiento del copiloto. Sacó un cigarro y lo prendió disfrutando el momento, temeroso de que sus recuerdos lo desbordasen en medio del patio del Elíseo.

Se palpó el bolsillo lateral de la americana para comprobar que seguía allí. Efectivamente, la desastrada edición de los poemas de Miguel Hernández permanecía en el mismo sitio donde había estado durante años. Sabía el efecto que su lectura le podía causar, pero aun así no pudo contenerse. Aquellos versos abrían la puerta de tantas cosas que no sabía si era mejor dejarlos en el bolsillo o darles alas.

Al apagar el cigarrillo manchó de ceniza la tapicería del asiento, suspiró, dio un manotazo para limpiarlo y sacó el libro. El lomo estaba tan desdibujado que las hojas se caerían en su otoño particular si no lo trataba con cuidado. Lo abrió al azar y allí estaba la muerte, el pasado, hoy, todo:

El hombre no reposa: quien reposa es su traje
cuando, colgado, mece su soledad con viento.
Más, una vida incógnita como un vago tatuaje
mueve bajo las ropas dejadas un aliento
.

Se vio en ese traje, en la guerra, superado en su soledad. «Nunca entenderé —se planteó— a Hernández como poeta de la guerra.» Él mismo decía cómo era su lucha:

              Tristes guerras
              si no es amor la empresa.
              Tristes. Tristes.

Y recordó la trinchera fría y fangosa, donde era habitual que un sistema de megafonía repitiera incesante los más sangrientos versos del de Orihuela. Viajó, con el corazón encogido, a la pólvora y a la metralla, para redescubrir lo horrible de la contienda.

Había vuelto a encontrarse con las letras del poeta más tarde, ya en París. A su hermano Manuel, mucho más joven e intelectual que él, siempre lo fascinó. Desde que en el exilio el destino llevase a Ramón de nuevo a sus versos, entendió el porqué. Esas líneas humanas, menos combativas, le hacían llagas en el alma cada vez que las leía.

Hacía tiempo que los vientos ajados de la revolución, puede que por la misma fuerza evocadora de la poesía que perseguían, se habían llevado a su hermano a pelear por cualquier causa perdida. Se preguntaba dónde estaría.

La llegada del insigne grupo lo devolvió a la realidad. Ramón los vio salir del palacio y detenerse en lo alto de las escaleras, al otro lado del patio. Primero llegaron De Gaulle y la actriz, charlando animadamente, escoltados por Claire y aquel hombre que cada vez le resultaba más conocido.

Ramón salió del coche, quiso colocarse la gorra de plato, pero recordó que ya no la llevaba por orden de Corot, y observó la escena. La angustia se había esfumado. Aquella reacción se debía más a la curiosidad que al deseo de agradar o a los convencionalismos protocolarios, quizá fuese también un mecanismo de defensa frente a sus demonios. Si bien el jefe del Estado no las había recibido al llegar, ahora las honraba saliendo a despedirlas. «Esa mujer tiene algo, ha conseguido camelarse a todo un presidente de la República», pensó Ramón.

La escena parecía de manual del cuerpo diplomático. Manos femeninas en posición convexa, llevadas a la boca sin ser besadas, únicamente atraídas en un gesto masculino y cortés, pero sin permitirse el excesivo atrevimiento de posar los labios sobre la piel, «un placer, a vuestro servicio, madame...». De Gaulle tenía maneras de galán maduro, porte solemne y bastantes más arrugas y kilos de los que la propaganda dejaba ver en los carteles electorales.

Se despidieron en las escaleras como si de una estación de tren se tratase. El militar, sin su guerrera característica, vestía traje de chaqueta azul marino cruzada, y desde lo alto agitaba su mano derecha alzada mientras las mujeres se aproximaban hacia donde estaba Ramón. La actriz, su ayudante y aquel hombre de rostro peculiar que las había recibido llegaron a la altura del coche. Esta vez no hubo tiempo de tonterías. Ramón se acercó expeditivo, cerrando el paso al ujier, y con una pequeña inclinación servicial abrió la puerta a madame Darnell. En ese momento, aquel hombre le decía lenta y amablemente a Claire, con más aplomo del que su afilada figura parecía tener, una sentida frase. Ramón pudo escuchar con claridad, mientras la actriz entraba en el vehículo, cómo aquel tipo, un cargo importante, dedujo, le aseguraba que podían estar tranquilas, que ellos mismos garantizarían su seguridad. Es más, se lo confirmaba comprometiéndose personalmente a ello.

A pesar de esas palabras, Claire parecía preocupada y rehuyó la mirada de Ramón cuando este la buscó por el retrovisor.

Salieron del Elíseo con muy distinto ánimo. La satisfacción de la actriz se veía empañada por la turbación, mal disimulada, de su ayudante. En cambio, a Ramón le abordó la incógnita de qué peligro podía acechar a la aparentemente feliz estrella de cine.