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El desierto

«Somos los maquis de arena.» Manuel, aterido de frío, no podía dejar de repetirse, como si de una oración se tratara, esa frase. «Maquis de arena...» «Durante el día azotamos, como los rayos de sol sobre la tierra que nos cobija, al ejército francés y por las noches nos perdemos en nuestros recuerdos», siguió dándole vueltas.

En el desierto las noches son frías. En ellas el quebradizo y arenoso suelo, salpicado de matorrales, se convertía en el forzado lecho de unos hombres. Unas veces, los suaves contornos de las dunas eran su morada; otras, las inverosímiles formaciones rocosas que surgían de la nada los abrigaban. Sin un mal fuego, delator de su posición, se alentaban con las estrellas y el calor de los camaradas de armas.

Aquel había sido un día duro. Una partida de los temibles paracaidistas franceses había caído —sorprendentemente, pues eran tropas curtidas en la batalla y mortíferas en el combate— en una emboscada. El grupo de djounouds, así se llamaban los guerrilleros que luchaban por la independencia de Argelia, había marchado durante toda la tarde siguiendo con felino sigilo a sus presas. El desierto, «la tierra que solo sirve para cruzarla», como la denominaban sus escasos pobladores, resultaba un terreno de juego impracticable en las horas centrales del día. Normalmente era el vuelo de los buitres, que se iniciaba cuando las temperaturas comenzaban a bajar levemente, el que daba el pistoletazo de salida para las acciones bélicas o de cualquier otro tipo. Hasta entonces la sombra de las lonas, que los mismos soldados transportaban a cuestas en sus macutos, era el único refugio válido en ese infierno de arena. Los argelinos, recogiendo un conocimiento milenario heredado de los beduinos, seguían a rajatabla este imprescindible horario. Así, salían a la caza a media tarde, a la par y con el permiso de las aves carroñeras.

Los paras eran militares profesionales franceses, en concreto, tropas de choque. Se defendieron con fiereza cuando recibieron los primeros disparos, a pesar de conocer peor el terreno y de estar en inferioridad numérica; incluso consiguieron causar varias bajas entre los rebeldes argelinos. La bravura, pues no intentaron rendirse en ningún momento, ni siquiera cuando lo tenían todo perdido, tan solo les sirvió para que el cielo fuera testigo de su ejecución sumaria. Algunos comandantes del Ejército de Liberación Nacional mandaban a sus hombres a mutilar los cadáveres enemigos. Los genitales eran rebanados como si la muerte aún pudiese enturbiarse más. En los peores casos, las bocas se convertían en obscenos jarrones, adornadas con atributos sexuales entre los dientes de los difuntos. Bajo un sol más anaranjado que ardiente, pues ya caía la tarde, se celebró el macabro ritual y los cuerpos incompletos de los europeos quedaron a merced de las alimañas, los insectos y el calor.

Manuel aún conservaba en la boca un regusto a polvo y sangre. Los ecos de la jornada llamaban a la puerta de su memoria. En sus oídos resonaban los gemidos de los moribundos, cuando, para distraer la mente, decidió volver al texto que desde hacía días trataba de escribir. Apretando el cortísimo lápiz entre sus dedos se acordó de las charlas que hacía años tenía con su hermano; pensó en hablarle de tantas cosas...: de lo sucias que tenía las uñas, de lo curtido por el sol que estaba, del hecho de que, a pesar del peligro de que un tirador le abriese el pecho, a él sí lo dejaban fumar en la compañía por ser un voluntario extranjero, de recuerdos de infancia que se le venían a la mente en medio de la nada, del tiempo perdido, de los ideales, de las violaciones en los aduares o de mujeres mágicas que se asomaban al mundo desde su jaula de tela, a través de una rendija abierta a la altura de sus ojos. Pero no lo hizo; sin saber por qué, concluyó un párrafo sobre el fino papel diciendo: «Así es esta guerra, así es nuestra lucha.»

—¿Qué haces, José? —le preguntó su comandante. Aquel hombre se llamaba Bencherif, aunque todos se referían a él como Ben. Nadie se lo dijo nunca a la cara. Era un tipo fornido que no había perdido su contundencia, a pesar de los rigores de la guerra. Un bigotito, muy del gusto magrebí, decoraba su cara. La nariz era ancha y los dientes enormes. Corría la leyenda de que había derribado un avión francés, los odiosamente plateados T6, tan solo con su carabina. A Manuel aquello le parecía impensable, pero ponerlo en duda suponía tener que defender con los puños sus palabras, así que había desistido de ello. Esa batalla no le importaba demasiado, que creyesen lo que quisieran.

—No soy José, me llamo Manuel.

Entre los combatientes se había generalizado el nombre de José para designar a los españoles. Había unos cuantos, a los que instruyeron en las tácticas de guerrilla. Muchos de ellos se quedaron en una guerra que duraba ya más de cinco años.

—Ya lo sé, hombre, no te molestes.

En un gesto rápido, sacó tabaco y le ofreció un cigarrillo. Solo fumaba en contadas ocasiones, así que Manuel dedujo que quería celebrar el festín de sangre de aquella tarde. No se equivocaba.

Manuel le mostró a su superior el diminuto cigarro que cobijaba entre los dedos y la palma para evitar que se viera la delatora brasa, así como para protegerlo de las corrientes de aire. Los dos hombres se miraron, nunca le había gustado aquel tipo, a pesar de haberse unido voluntariamente a su causa.

—Yo le aceptaré encantado ese cigarro, mi comandante. —El joven Abdelkader, uno de los escasos buenos amigos de Manuel en el grupo, había observado la escena; se incorporó y alargó alegremente el brazo. El oficial se lo entregó de mala gana, pero quería celebrar con alguien, así que entablaron rápidamente una conversación. Gracias a ello, Manuel pudo volver a sus pensamientos, a sus letras y concluir la carta.

Aquellas pisadas no le parecieron a Ramón los cansinos pasos de madame Fabrisse. Además, ya le había dejado en su casillero de la portería la mensualidad correspondiente.

Un sobre se deslizó bajo la puerta envuelto en un siseante susurro. La fuerza aparentemente descomunal que lo impulsaba murió a los pies de Ramón. Se agachó, lo cogió y no pudo reconocer la letra con la que estaba escrito su nombre. Se asomó al rellano sujetando el trozo de papel y solo encontró silencio. Al abrirlo se dio cuenta de que contenía un pliego muy fino, de mala calidad. En él vio algo tan familiar que tuvo que sentarse, la misiva comenzaba con un «Querido hermano». Hacía mucho tiempo que no sabía de Manuel, el envoltorio lo había despistado, y la sorpresa le alteró el pulso, notaba cómo su corazón boxeaba contra el pecho:

Querido hermano,

Me pesa el tiempo que llevo sin saber de ti. Lamento mucho haber tardado tanto en dar noticias, sé que te habrás preocupado y siento ser la causa de tus angustias. Espero que a la recepción de la presente estés bien y que tu vida en París siga tan tranquila como deseabas.

Me encuentro bien, algo delgado y tostado por el sol, pero contento de seguir luchando por lo que creo justo. Nunca se sabe dónde te va a llevar la vida, y a mí me ha traído aquí, al desierto, a las ardientes entrañas de la Tierra. Lucho junto a los argelinos para librarlos de una ocupación colonial tan injusta como excesivamente prolongada en el tiempo. Vine con el Partido para instruirlos y, finalmente, me sumé a su causa. Calor, camaradería y sangre. Así es esta guerra, así es nuestra lucha.

Hermano, me acuerdo mucho de ti, y de las conversaciones que tan gratamente compartimos sobre la vida, el amor y la guerra. Con el recuerdo presente de tus palabras me despido.

Tu hermano Manuel.

Ramón apenas podía creerlo, su hermano Manuel inmerso en la guerra de Argelia y él sin saberlo. Siempre habían tenido una relación muy cercana, aunque estuvieran lejos. La protección del mayor sobre el menor, el cariño y todos los padecimientos sufridos habían forjado un vínculo especial entre ellos que, sin embargo, se había ido diluyendo con el tiempo y las dificultades.

Algunas noches, Ramón notaba la presencia cercana de su hermano, a pesar de desconocer su paradero. Excitado, su corazón estuvo a punto de perder el combate torácico por K.O. técnico. Le flojearon las piernas y, tras sentarse, releyó, ávido, el frugal texto. Sin fechas, ni lugares concretos a los que aferrarse, el mal papel delataba unas letras de campaña, arropadas únicamente por el viento y las estrellas. Intuyó, entre las líneas y el discurso panfletario, los gritos cercanos de los heridos, las ráfagas de ametralladora peinando el cabello, la propaganda forzada de los argelinos, necesaria para que la misiva llegase felizmente a su destino, pues evidentemente eran ellos quienes la habían transportado, e incluso la inocencia inherente de un hermano excesivamente idealista.

Ramón, tras limpiarse las lágrimas, revivió, dolido y sin saber por qué, una escena lejana. La mente, en ocasiones, le jugaba esas malas pasadas. Recordaba perfectamente una de esas conversaciones desagradables, pero trascendentes, que tuvo con su hermano en Madrid. Todo ocurrió varias vidas atrás, pero la ocasión le produjo un incestuoso rubor que aún notaba en las mejillas.

Un buen día de verano los vio a lo lejos, paseando por El Retiro. No se lo podía creer. La prima Araceli y su hermano Manuel juntos, pero de verdad. Iban cogidos de la cintura, jugando, risueños, con el ánimo cargado de aleteos de mariposas. Tenían en los ojos el inequívoco y febril brillo del amor en ciernes.

Aquello hizo reflexionar a Ramón. Algo oscuro y ancestral se le removió en el pecho. No podía consentir que prosiguiera aquella relación. Se habían criado juntos. Ella era la única y sensible hija de la hermana menor de su madre. Con la adolescencia finalizada, la piel clara, las formas estrechas y los ojos inmensos, era un portento de luz en su juventud tierna. Todos en la familia la querían mucho. Habían establecido con ella esa cómplice protección que, como un manto, plantean los varones de las familias con las hembras menores. Eso era una cosa, otra que en aquellos días triunfase la revolución proletaria, pero que Manuel se ennoviase con una prima hermana, era otra bien distinta. Su mente rechazaba la idea, aún hoy lo desazonaba el recuerdo de aquello:

—Te he visto paseando con la prima Araceli —le soltó nada más verlo en casa esa misma noche.

—Sí, ¿y qué?

—Que parecíais novios...

—¿Y qué pasa si así fuera?

—¡Que es nuestra prima, coño! —le gritó Ramón.

—Pero no sois vosotros los que decís —hizo una pausa maliciosa, con una media sonrisa en los labios— que la familia es una farsa. Además, ¿a ti qué te importa?

—Pues lo hace, y mucho. —Ramón se acercó amenazante a su hermano menor, pero este no se arredró.

—Hay que joderse contigo...

—No me hables así, Manuel.

—Mira, hermano, en el Partido te podrán decir si debes tener amigas, milicianas, compañeras o putas, pero a mí eso no me lo dice ni Dios. —Y al terminar se dio media vuelta, dejando a Ramón sin posibilidad de contestar.

Recordó cómo el pequeño de los Sandoval sacaba las uñas, se hacía cada día más listo y afilaba su verbo. Ya nunca sería el miembro débil de la familia. Suspiró y una sonrisa cargada de hiel se dibujó en su rostro.

Desde aquel día, la relación entre los hermanos no pudo volver a su cauce natural. Algo se había roto. El paso del tiempo, la madurez del pequeño, sus pulsiones y el carácter autoritario del mayor lo impedían, como un talud que los alejaba.

Ramón, en aquella habitación y refugio del barrio de Montmartre, sintió pena por los errores cometidos. Lo hirió el irreparable daño hecho a quienes más se ama. A pesar de ello, volvería a equivocarse.