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Entre luces rojas

Los malos recuerdos son como astillas clavadas bajo las uñas. Parece que el paso del tiempo hará que cese el suplicio, pero finalmente se infectan dentro de nosotros.

Rafael se lamía las heridas como un perro viejo. Los pliegues de su cara le parecían bañados en azufre. La piel, labrada de experiencias vitales, tras amoratarse por los golpes recientes, cobraba una extraña rigidez. Se abultaba antinaturalmente, enmarcada en un malsano tono entre violáceo y amarillento.

Estaba muy quieto y serio, casi hierático, como si la ausencia de movimiento pudiese ahuyentar el dolor. Observaba, sentado a la barra de aquel establecimiento, su reflejo. Frente a él, y entre los cuellos de las botellas, el espejo le devolvía una imagen deformada de sí mismo. Sujetaba un trapo con hielos contra su sien izquierda, realizando una mínima oscilación cuando el intenso frío lo molestaba.

La paliza de los agentes de policía le había herido en las zonas visibles de su anatomía, pero más aún en su fuero interno. Los peores efectos recayeron en los rincones más apartados de su alma, allí donde viven las glorias y las miserias.

Rafael iba de refugio en refugio aquella noche, aunque este segundo era menos querido que el violado jardín anejo al Museo Cluny. Tras su conversación con Ramón, había acudido al recogimiento de un local escaso, de tenues luces rojas que se prolongaban en su alargada planta. Allí, una mal encarada camarera de escote excesivamente generoso le servía, una y otra vez, un chorrito de coñac. Alguien le había contado, mucho tiempo atrás, que el mejor analgésico para las penas del cuerpo y del espíritu era un buen licor.

Se mostraba indiferente a lo que ocurría a su alrededor, donde un incesante trasiego de carne tenía lugar. Jóvenes y mayores de diversa condición social, pero todos adecentados y con parné en los bolsillos, eran emparejados con señoritas ligeras de ropa. Junto a ellas, desaparecían por unas escaleras que había al final de la estancia. El piso superior se percibía lleno de promesas, jadeos y padecimientos, pero aquel era otro universo. La elección se hacía allí mismo, a la espalda de Rafael. Como si de un baile se tratara, la maestra de ceremonias ejercía a la perfección su papel, recomendando la más tierna al anciano rijoso o al joven inexperto indistintamente, alabando las virtudes de unas y la fogosidad de otras... Todo transcurría en un excitado orden. Nadie se percataba de la presencia del intelectual, cuya actitud taciturna le hacía pasar aún más desapercibido. Tan solo La Madame le dedicaba alguna furtiva mirada.

Un nuevo chorrito de coñac vino a alegrarle las penas. Aquella camarera, antaño atractiva, hoy muy pintada, no dejaba de cuidarlo. Su vaso nunca estaba vacío y respetaba sus pensamientos con una prudente y silenciosa distancia. La estampa no era para menos. Un hombre mayor con el cuerpo molido a golpes no se veía todos los días, pero había algo más.

La mujer madura que dirigía el negocio tenía la cara muy maquillada, un corpiño que no dibujaba las formas deseadas y las uñas perfectamente arregladas, en un tono rosa pastel. Era como un jarrón chino que trataba de ganarle años a la historia, pero su perfil no se podía ocultar, aquellas hechuras no eran las de una veinteañera. Quería quitarse años y lo lograba, pues no aparentaba su edad real. Buena parte del siglo había transcurrido paralelo a su vida. En ella, desde sus años de infancia alsaciana hasta el momento presente, Sylvie había pasado penalidades, abortos y amores imposibles, pero no por ello menos sentidos. Nunca dejó de luchar y de aprender en el camino. Cuando Rafael vestía menos canas y algún que otro más de sus prodigiosos pelos enhiestos, antes negros, vivieron su particular relación. Ella lo quiso. Él creyó dejar sus fantasmas atrás entre los revolcones que compartían, pero no fue así. Quizá no pudo entregarse y, al no hacer nada, había elegido sin elegir. Cuando pensaba en ese nuevo fracaso le venía a la mente una máxima que le parecía casi del nacionalcatolicismo y que le repugnaba, pero que consideraba cierta: «La mentira rotura tierras yermas». Todo en él era mentira.

Desde hacía mucho tiempo ella lo acogía cuando necesitaba ayuda, cuando se emborrachaba de más o cuando la mísera retribución del escritor fracasado no daba para una habitación en una fonda. Aunque fue él quien se alejó, ella no había mostrado nunca despecho. Había descubierto que una puta no podía permitirse tales lujos y la experiencia le había demostrado que dejar una puerta entreabierta era la jugada más sabia en casi todas las encrucijadas.

Rafael notaba su mirada posarse sobre él a cada rato. Le agradaba sentir esa calidez en sus hombros doloridos y una gota de hiel se le desprendía del pecho al recordar unos encuentros que ya no volverían. Ella lo acogía como una madre y le dejaba emborracharse gratis envuelto en un terco silencio. Esa era su relación ahora.

Las conversaciones con su buen amigo Ramón y el reciente encuentro con la sección más dura de la policía de París lo habían dejado tocado. Rafael nunca fue un valiente. Se había construido una imagen de exiliado comprometido e independiente, pero su realidad era otra. Abandonó el barco en quiebra de la República en el momento crítico. Antes de la caída de Cataluña en el 39, cuando Negrín pedía desde su seguro exilio la resistencia a ultranza de los que quedaban en España, se lanzó a la desesperada para cruzar los Pirineos en pos de una difícil salvación. Abandonó la campaña de propaganda que llevaba a cabo para un gobierno inexistente, no se despidió de nadie, cogió fondos de la caja de socorro para los tipógrafos y huyó de madrugada. Evitando a las patrullas propias que fusilaban a los desertores como él, salvó la vida y se libró de los terribles campos de refugiados. Pasó, entonces, a esa vida errante, semiclandestina y sin futuro que era su existencia parisina. Ni siquiera había tomado las armas durante la ocupación nazi. El temor lo descomponía, se sentía un pusilánime incapaz de luchar.

Arrugó el entrecejo, resentido por ese pensamiento que lo carcomía, y una punzada de dolor le atravesó el rostro de la ceja a la mandíbula. Señaló a la camarera y una nueva remesa de líquido marrón le fue servida. Acarició la copa con la palma de la mano, notó el licor calentarse y se despachó el trago, acompañado de un contundente ardor en sus entrañas, pero compensado por un agradable aturdimiento etílico.

En ese momento, una pareja que se encaminaba hacia el goce pagado chocó con él entre risas. Rafael se tensó y se giró como un rayo, con todos sus centros nerviosos sobresaltados. Quiso estamparle su bebida en la cabeza a aquel tipo gordo, que, indiferente a todo lo que no fuesen los muslos de la joven que lo dirigía, no se había percatado del leve impacto:

—¡Hijo de la gran puta! —masculló el antiguo profesor volviendo torpemente a su asiento. Al momento, observó a Sylvie pasar despacio a su lado. Era una presencia tranquilizadora, que se insinuaba con el solo hecho de estar allí. Pero Rafael no quería cobijos, no en esta ocasión. Volvió a rumiar sus reflexiones en ese silencio quieto.

En los días previos se había sorprendido a sí mismo. Pensó que lo diría todo, que delataría a conocidos y anónimos al primer golpe que recibiera. Se confesaría culpable hasta de lo que desconocía con tal de que cesase el tormento, pero el caso había sido distinto esta vez.

Cuando se disponía a responder, un nuevo impacto le hería el rostro y el orgullo, no podía ni hablar. Su mente entró sola en un juego. Se dijo: «¿Y si soy capaz de aguantar todo esto?». Y lo hizo, puñetazo tras puñetazo, hasta que se quedó como estaba: hecho una bola de dolor. Resistió la tortura, superando por sí solo el sufrimiento. Había sido un héroe, muy a su pesar. Quizá aún quedase en él algo de dignidad. Desde hacía años nada lo motivaba y pensó que si por algo merecía la pena pelear era por la causa argelina. Así lo haría. No quería más astillas en el fondo de su alma.