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Rostros en la batalla

Las guardias nocturnas en el helador desierto daban para conocerse a fondo. Manuel se había ofrecido voluntario esa noche, prefería la vigilante vela frente al terroso océano al horror repleto de demonios de sus sueños. Abdelkader se le había unido, era un buen amigo y disfrutaba de su compañía. Los centinelas funcionaban en parejas para ayudarse en caso de necesidad o turnarse en la vigilia.

El grupo se había detenido en una elevación del terreno. Algunos matorrales les hacían compañía en ese altillo rocoso delimitado por sendos cauces secos, que allí llamaban wads. Los observadores se habían instalado sobre dos grandes piedras irregulares que cubrían ambos flancos del improvisado campamento. Manuel se preguntaba en ocasiones cuál era la verdadera misión de esas imaginarias. En un terreno como el desierto argelino, que podía adoptar mil formas, desde el suelo árido, quebrado en incontables pliegues y mínimas crestas, que los acompañaba en esa velada, a las zonas de las majestuosas dunas de los erg o los djebels de las apartadas montañas, no se percibiría en la oscuridad al enemigo hasta que se encontrase echándote el aliento en el cogote. Otra cosa era la prevención, la disciplina, la jerarquía y la logística necesaria en un grupo de hombres armados, donde todo debía estar reglamentado, y cada individuo cumpliría un cometido.

Estaban en la wilaya, o división administrativa y territorial organizada al comienzo de la sublevación por el ALN, brazo armado del FLN argelino, número VI. Era la más meridional y desértica de las existentes. Su territorio había estado en disputa entre varias wilayas. En su seno se habían dado terribles luchas intestinas, puesto que fue feudo de los mesalistas, una ramificación del movimiento independentista que tuvo sangrientas disputas con el FLN. Durante la mayor parte del conflicto la zona más belicosa había sido la Gran Kabila, la wilaya III, pero en los últimos meses la actividad se había desplazado hacia el sur.

Envueltos en sus capotes, hechos un ovillo y con el fusil, el preciado MAS36 de fabricación francesa, terciado por si era menester usarlo, los dos amigos dejaron que el fresco de la noche inundase sus rostros. En la quietud notaban aguzados sus sentidos bajo un mar de puntos luminosos que agujereaban el cielo. Al principio solo los acompañó el silencio, únicamente alterado por algún crujido inexplicable o el quejoso aullar del viento, ligero pero frío, hasta que Manuel se decidió a decir entre susurros:

—Ha sido un día duro, ¿verdad? —habló, recordando los combates ocurridos al atardecer.

—De los peores que yo recuerde —fue la respuesta del joven, que se caló hasta el fondo una gorra de la infantería francesa. Era habitual quedarse con trofeos tomados al enemigo. Entre los guerrilleros argelinos o djounouds eran muy apreciadas las prendas del ejército regular francés, eran un símbolo de prestigio. En este caso se la había apropiado de los maltrechos cuerpos de los paracaidistas que abatieron unos días atrás. Tras hablar, sacó una bolsita de tabaco de su chaquetón caqui. Sabía que a su amigo le gustaba refugiarse en el cálido sabor de un cigarro cuando sentía que la lucha pesaba demasiado, pero Manuel se negó. Le explicó que estaban en una posición demasiado visible para fumar, aunque fuera protegiendo el pitillo en la cuenca de sus manos para cubrir la punta ardiente. Además, estaba tan cansado de la contienda y de las penosas marchas que no tenía ganas. El otro se encogió de hombros y la guardó. Había veces, especialmente en los días malos como ese, en los que Abdelkader no lograba entender la presencia del español en aquella contienda:

—Esta es mi tierra y tú eres un extranjero... —dijo el joven.

—No sigas, que ya sé por dónde vas —lo cortó Manuel—, hay causas más poderosas que la tierra, están los ideales, la justicia, el colonialismo es...

—Sí, ya me has contado todo eso en varias ocasiones —fue ahora el argelino el que lo interrumpió—, y no creas que no le doy valor a lo que haces por nosotros, pero te lo pregunto porque te aprecio, ¿qué sentido tiene esta locura para ti?

—Hay razones, ¿te acuerdas de ese gigantesco hongo de humo que vimos surgir cerca de Regane hace unos meses? Estábamos a muchos kilómetros y aun así lo divisamos con claridad —inquirió Manuel.

—Claro, cómo voy a olvidarlo, los paisanos de las aldeas más cercanas al lugar lloraron sangre y se deshicieron como fruta podrida en pocos días. Fue horrible.

—Eso fue por la radiación —explicó.

—Sí, así lo llamaron.

—Pues eso también es colonialismo. Los franceses prueban sus malditas armas nucleares aquí, en suelo argelino, donde si pasa algo o la gente se muere no importa. Para ellos los indígenas sois seres humanos de segunda, sois prescindibles. Son unos canallas y planteamientos como esos no se pueden permitir, hay que actuar —terminó, tratando de parecer convincente, pero no había más que impotencia en sus palabras.

—Lo sé, y no pienses que no me duele. —Abdelkader hablaba pausadamente, conteniendo la rabia—. Pero aun así no termino de ver el sentido de que estés aquí. Tu casa queda muy lejos, amigo mío.

—Ten cuidado —comenzó el español, con una sonrisa torcida en los labios—, si te escuchase el comandante, igual te hacía un consejo de guerra, estás tratando de desmotivar a un compañero —concluyó, y metió la mano derecha en el bolsito del pantalón. Allí guardaba una piedra. No era un lastre para evitar que el viento del desierto se llevase volando su cordura. Se trataba de un talismán familiar, un preciado recuerdo pétreo con forma de corazón que un día le diese un viajado tío suyo. Le gustaba mantenerla agarrada durante sus largas guardias. Siempre la llevaba encima.

—Puede que así fuera, hemos visto cosas peores en estos días de caos. Hace tiempo fusilaron a un compañero por perder la culata del fusil. Yo había oído historias de ese tipo y pensaba que eran leyendas, hasta que vi cómo ocurría. Ahí nos dimos cuenta de que valían más las armas que nosotros mismos —terminó, con un movimiento de la mano derecha que pretendía espantar tan malos recuerdos.

—Bueno, y tú, amigo mío, ¿por qué estás aquí? —quiso escabullirse Manuel—. ¿No estarías mejor en tu aldea, con una esposa y criando niños que después de ti trabajasen la tierra? —Se le notaba tocado, con la moral baja.

—Es probable, pero ¿de quién sería esa tierra? —Dejó la pregunta retórica en el aire un rato—. Yo sí tengo poderosos motivos para pelear contra los franceses. Mi familia viene de un aduar cercano a Kalaa, en el norte, muy lejos de aquí. Nuestra forma de vida se remonta a las kabilas, las tribus que habitan estas tierras desde antiguo. —Abdelkader hablaba sin mirarlo, perdido en sus recuerdos—. Mi abuelo era el orgulloso líder de los béni abbès, una de las tribus más fuertes del lugar. Fue un hombre singular, entre sus virtudes estuvo la de desposarse con una mujer del pueblo del velo, es decir, de los nómadas e indómitos tuareg. Nunca llegué a conocerlo, murió antes de que yo naciera, pero mi familia mantiene viva su memoria.

—Eso os honra —apuntó Manuel pensando en otras tantas pérdidas honorables que llevaba consigo a cuestas.

—Él participó en una revuelta a finales del siglo XIX contra los franceses. Estos los vencieron sin dificultad, pero lo peor no fue la derrota, sino la represión. Nadie pudo pensar cómo se desharían de sus enemigos. Llevaron a los jefes, a los hombres, e incluso a los niños, a una cueva cercana y los obligaron a entrar a punta de bayoneta. —Sus músculos se tensaron bajo el capote militar y su mandíbula se veía cuadrada, soportando una considerable rigidez—. Luego los soldados depositaron en la entrada los fardos de leña que portaban, los prendieron y avivaron el fuego. Algún joven intentó salir a la carrera, saltando bravamente a través del incendio, para caer acribillado en ese mismo instante en una cacería desigual. Cuando las llamas cesaron, tras invadir su humo cada rincón de la cueva, todos habían muerto asfixiados. Los franceses habían creado una especie de cámara de gas para acabar sin gasto de balas ni de energía con los rebeldes. No solo lo hicieron allí, la táctica se generalizó y alguien decidió llamarla La humareda.

—Bonito eufemismo se inventaron los muy cobardes... —dijo con desprecio Manuel.

—¿Cómo?

—No, nada, es solo que odio esa costumbre de cambiarle el nombre a las cosas. No hace falta que sigas. Tú sí que tienes motivos...

Manuel estaba agotado, le dio la razón convencido y se sumió en sus pensamientos, donde recurrentemente volvía a lo sucedido aquella tarde. Habían llegado a un mínimo poblado, apenas una docena de casas de adobe con un exiguo cauce de agua y algunas cabras, en los límites del llamado bosque xerófilo, una zona en la parte oriental del Sáhara. Como era habitual, el comandante llamó a la autoridad del lugar, normalmente el hombre más anciano, para exigirle su contribución a la causa. Con unas cuantas raciones de garbanzos o cuscús sería suficiente para continuar el camino. Quedaba lejos la época en la que podían saborear esporádicamente algún trozo de cordero. Aquel día, las siempre tensas negociaciones en materia de víveres se prolongaron peligrosamente, pues el hambre era uno de los males endémicos de la zona.

La experiencia les había mostrado a base de fuego y balazos que los intercambios debían ser rápidos, incluso utilizando la fuerza si era necesario, y las estancias en los poblados, breves. Normalmente, cuando el ejército francés llegaba en su persecución, protegidos por semiblindados y artillería, ellos ya habían salido de la zona de riesgo. Ese era su juego, la guerra asimétrica, golpear cuando y donde les convenía a un enemigo mayor en número y fuerza. Era la táctica de David, que debía elegir el momento preciso para lanzarle la piedra a Goliat, ahí residía la fiereza de la guerrilla, de otro modo estarían perdidos. Manuel era un experto en ella, la había practicado en la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial e incluso en el famoso intento de invasión de España por el valle de Arán de 1944 junto a su hermano. Les decía a todos que la guerrilla era un invento español y citaba sin reparo a Viriato para refrendar sus ideas, pero ese día se habían dejado cazar como unos lusitanos imberbes.

Antes de que hubieran terminado de recoger los escasos alimentos, escucharon desazonados el sonido envolvente de unas hélices cortando el aire. Manuel quiso organizar la salida inmediata del lugar, pero desde la altura los hostigaban con ametralladoras gruesas mientras el helicóptero aterrizaba en la entrada del pueblo. En un instante, un grupo de hombres de la infantería francesa se lanzó sobre ellos y el aparato volvió a ascender para golpear con sus balas de gran calibre desde el aire. La situación se complicó cuando el comandante quiso huir a la carrera hacia el desierto. En campo abierto ese ave de hierro los hubiera destrozado, así que Manuel dio la orden de dispersarse, de esconderse en las casas, tras ellas, en el mínimo cauce de agua, donde fuera. Había que parapetarse tras las esquinas y dar la batalla mirando al enemigo a los ojos, algo poco habitual en esa guerra. Tras la ventaja inicial, que se llevó por delante a tres guerrilleros, la situación se igualó. La población había salido despavorida para evitar que un proyectil perdido segara sus vidas. Comenzaron entonces a escucharse detonaciones por todo el lugar, el combate se preveía duro. Ahora, el tiempo era lo más importante. Los djounouds sabían que con la llegada de la noche nadie podría evitar su salida segura del pueblo. El paso de las horas los favorecía. Así se inició una peligrosa partida de ajedrez a contrarreloj.

Manuel, mientras corría con el corazón en la boca, resoplando furiosamente, se decía: «Somos los maquis de la arena, somos los maquis de la arena... no voy a morir aquí». Entre las ráfagas de ametralladora, que peinaban el rugoso suelo dibujando caprichosas formas, logró colarse junto a Abdelkader y Ahmed 105 —lo llamaban así por haber sobrevivido a un obús de ese calibre— en una de las viviendas de barro del final del poblado. Se protegieron con el escaso mobiliario formando una media luna. Manuel se situó frente a la puerta, era el único vano, el peor sitio posible. Tocaba esperar a la salvadora oscuridad, y el tiempo, siempre elástico, se les hizo imposible. Escuchaban, entre disparo y disparo, las conocidas explosiones de las granadas de mano. Esa era su mayor preocupación, si entraban precedidos por explosivos, como sin duda harían, podían considerarse carne quemada.

El miedo espesaba el aire en el espacio cerrado hasta hacerlo casi tangible. Solo quedaba esperar y rogar para que no tuviesen granadas suficientes. En eso puede que tuvieran suerte, pensó Manuel, quizá por ser una de las últimas casas los hombres llegarían cortos de armamento y contarían con sus fusiles principalmente. Escucharon las pisadas al mover la ligera gravilla del suelo en el exterior. Abdelkader creyó contar cuatro hombres, hizo un gesto con la mano a sus compañeros para indicarlo y se preparó. Comenzaba el asalto:

—Todos atentos, al primer movimiento abrimos fuego, ¿entendido? —les dijo Manuel, a lo que los dos hombres asintieron. Allí se mezclaban el pavor y la experiencia, pensaban vender muy caras sus vidas en caso de tener que dejárselas allí. La luz disminuía, lo cual daba una cierta ventaja a los hombres del lúgubre interior de la casa.

Los franceses comenzaron a tirar indiscriminadamente a través de la puerta, a lo que los djounouds respondieron con fuego. La intención de aquello era calibrar las fuerzas. Unos gritaban que salieran a dar la cara y los otros que entrasen a buscarlos si se atrevían. Los insultos se agolpaban en sus bocas como si con ellos pudiesen herir realmente al enemigo. En esas, una mano anónima lanzó una granada al centro mismo de la estancia a través de la puerta. Los ruegos e ilusiones sobre la ausencia de explosivos se deshicieron con la misma facilidad que los sueños. Manuel notó cómo la bola de metal, arrojada con excesiva fuerza, rebotó en la tabla de la mesa tras la que se parapetaba. La diosa fortuna quiso que la pequeña, pero potente, bomba quedase a mitad de camino entre unos y otros, muy cerca del vano principal. Los guerrilleros se agazaparon contra el mobiliario, pegados al suelo, lamiendo los muros. La explosión tuvo la virtud de atontar a los contendientes, pues derrumbó parte del débil muro de barro de la fachada, absorbiendo gran parte de la detonación, y les permitió ver directamente a sus enemigos. El pitido ensordecedor que se había instalado en las cabezas de todos anestesió la lucha por un instante. A Manuel le faltaba la respiración y su mente se hallaba perdida en una nube de imágenes inconexas. Poco a poco regresaban, con diversos grados de conciencia, a la guerra.

Abdelkader había calculado mal, los franceses eran tres y sus fuerzas parejas. A medida que reaccionaban, tanto unos como otros, apuntaban sin precisión y se acercaban a sus objetivos. En el fragor de la batalla las balas bailaban una danza macabra a su alrededor. Manuel las sentía pasar cálidas y dañinas como aguijones mientras vaciaba inútilmente su cargador. Sin darse cuenta habían llegado a la distancia del cuerpo a cuerpo, de encajarse la mirada y buscar la sangre, del olor a suciedad y a cansancio. Con los tímpanos a punto de colapsar sacó su cuchillo y se lanzó sobre el francés más próximo con una determinación fanática. A pesar de las técnicas aprendidas, clavar un puñal nunca resultaba fácil y aquel hombre se revolvió con furia. El acero rompió la carne de su oponente y entró en su cuerpo. Manuel tuvo que utilizar todas sus menguadas fuerzas para contenerlo. Se olvidó del resto del mundo, escuchaba voces y gritos a su alrededor, pero se aplicó salvajemente a lo que el hombre mejor sabe hacer en tiempos de guerra, arrancar la vida de los otros. Cuando notó que su presa no se movía se dio cuenta de que estaba en el suelo, lleno de sangre y con varios tajos en el brazo. Había sido una lucha cruenta. Notaba el corazón desbocado, los músculos doloridos, la boca pastosa y el alma sucia. Una sombra de pena sublime se apoderó de él. Miró a su lado y vio a Ahmed y Abdelkader enteros e igual de exhaustos que él. Habían sobrevivido.

El sonido cortante del helicóptero, cada vez más lejano, les dio noción de que esa aventura había terminado. Ahora quedaba contar las bajas, pero antes de salir de allí, Manuel tuvo un acto de humanidad y quiso, no sin miedo y vergüenza, observar el rostro de su víctima. No era la primera vez que mataba, cinco años de guerra daban para muchas atrocidades, pero esa jornada de cuchilladas y sorpresas había sido excesiva. Giró el cuerpo y al verlo quiso morir. Tuvo una náusea y una punzada en el abdomen le hizo encogerse sobre sí mismo, como si pudiera abrazarse a los intestinos. Los compañeros de armas lo miraban sin comprender nada. Manuel conocía a aquel hombre. Las casualidades están llenas de injusticia poética. A pesar de la mirada perdida, del rictus extraño que otorga la parca y de la angustia del momento, pudo reconocer en el caído a un maduro Gilbert, uno de sus compañeros en la resistencia francesa.