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Encuentros y desencuentros

Ramón terminó conmovido la jornada musical. Regresaron caminando desde el cercano Teatro Olympia y la plaza Vendôme los acogió magnificente, presidida por la columna trajana. Al llegar a la puerta del hotel, el grupo se desvaneció. Se inició, antes de ello, una ceremonia de cortejo. La gran dama del cine desplegó todo su poder y dejó claro cómo le gustaba que se hicieran las cosas. Linda Darnell, especialmente cariñosa y pendiente de Marcello durante toda la noche, cambió a última hora su actitud y se mostró esquiva, haciendo valer el dicho de que lo bueno se ha de hacer esperar. Pedía, ahora, cerrar la velada sin un casto beso. «Todos a dormir», parecía decir la matriarca con su conducta, pues el momento de satisfacer los instintos aún no había llegado en su particular etiqueta cortesana, aunque las apetencias estaban claras. Y así fue: el sardo, gentil hasta el extremo, besó suavemente, apenas rozando el dorso de la mano de la estrella de Hollywood, y se despidió galante tras esperar a que las mujeres cruzasen el lujoso umbral del edificio. Antes de que desaparecieran en las doradas fauces del Ritz, Claire le dedicó a Ramón una mirada corta pero intensa. El español se la mantuvo para después ofrecerse a llevar a los restantes donde fuera necesario. Había dejado el DS aparcado allí mismo y, aunque no correspondía exactamente a las atribuciones de su trabajo, la cortesía lo obligaba a ello. Marcello y François, que charlaban animadamente, se negaron y desaparecieron juntos en la fría noche. Era una extraña pareja, resultante de la situación. Ramón distinguió un retazo de la plática cinéfila que se estaba produciendo, en la que el sardo se preciaba de haber visto en el Festival de Venecia, antes de su estreno, la última y esperada película de Alain Resnais, El año pasado en Marienbad, y su contertulio, entusiasmado, le pedía su opinión sobre ella.

Tras el fugaz paso por Paris cinq, que incluyó una breve pero satisfactoria entrevista con el siempre inquieto Corot, enfiló las calles de Montmartre, perdido en sus recuerdos. Se regodeaba, una y otra vez, en ese roce, inicialmente casual y finalmente buscado, que a través de una extraña fuerza unió su mano a la de Claire, durante la actuación de Josephine Baker. En ese estado semihipnótico pasó por delante del familiar burdel sin notar los destellos azules y rosados que se cruzaban con sus pensamientos. Absorto, obvió nuevamente la tierna escultura de su querido Steinlen, cruzó la puerta de la pensión Les Vilandes, subió las escaleras, atravesó el rellano y entró en su habitación. Se disponía a abrir la ventana para fumar en el diminuto balcón cuando intuyó un mínimo movimiento a su espalda. Algo le hizo girarse y, al hacerlo, vio en el suelo, por donde acababa de pasar, un expectante sobre. Se agachó, lo cogió y no tuvo dudas de que se trataba de una nueva misiva de su hermano; el tosco envoltorio, la misma letra desconocida en el exterior... Al instante, la angustia se le agarró a las tripas y toda la ilusión que tenía dentro se desmoronó. Abrió rápidamente la puerta, ansioso por saber quién era el mensajero, pero, una vez más, no encontró a nadie. El descansillo estaba desierto.

Cuando se disponía a cerrar, sonaron pasos acercándose, cortos y agudos, y al momento apareció ella, la Gallego, fina de figura a pesar de los años, pelo liso y tacón sobre medias verde oscuro que dejaban ver unas piernas firmes. Ramón pensó que vendría de hacer un servicio y no pudo evitar que su mirada se quedara posada sobre ella. No era especialmente guapa, pero tenía algo. Buscó entre sus fáciles curvas un consuelo, y la mujer, experta en captar matices, leyó en sus ojos la fragilidad que lo invadía. Se mantuvieron la mirada hasta estar uno frente al otro, y ella, suavemente, le puso una mano sobre el pecho, diciendo:

—Hola, Ramón.

Se conocían desde hacía años, pero hacía mucho que no compartían sudores. En ese saludo se escondía toda una promesa de placer, bien lo sabían ambos. Un universo de jadeos, caricias, ternura impostada o real y compañía se ofrecían en el insinuante catálogo de esa actitud femenina. Ramón estuvo tentado de compartir el lecho con ella esa noche, así arrancaría de las entrañas de esa mujer el cariño que necesitaba. Encontraría un cobijo sensual que lo rescatara del dolor, de la soledad, o que lo engañase, que sustituyese a la mujer de sus deseos. Cualquiera le valdría en una noche como aquella, donde la ilusión se había tornado en desazón. Mientras sus miedos, convertidos en fugaces brillos asomados a sus ojos, batallaban en su interior, ella pensaba secretamente lo que le estaba costando conseguir a aquel cliente. Tras esa faena, si es que se consumaba, cerraría la tienda de las caricias a peseta y se iría a casa.

Finalmente la rechazó, pero no como había hecho otras veces, por el inmenso vacío que lo invadiría tras poseerla, sino porque aún podía sentir sobre su piel el calor de la última mirada que le lanzó la joven Claire. Esta vez era diferente y no fue capaz de refugiarse en un cuerpo mercenario tan solo para huir de sí mismo.

Gallego —le dijo.

—Dime, guapo. —Tras ese adjetivo volvía a haber una proposición; aunque ambos sabían que la ocasión se estaba esfumando, la experta meretriz quería mantener viva la tentación.

—Nunca te lo he preguntado y me gustaría saberlo, ¿cómo te llamas, en realidad? —En su expresión se leía la calidez de la pregunta, no había trampa y sí mucha verdad en ella.

—María —respondió ella tras dudar unos segundos, con un tono de voz diferente al que utilizaba habitualmente. La sincera respuesta tuvo un poder catártico, puesto que ante los ojos de Ramón apareció una nueva mujer que ya no era la Gallego, ni una hetaira de la calle. Pasó a convertirse en la hija de alguien, en la madre madura de un par de niños, en una mujer franca que en un momento de debilidad se había arrancado su máscara de profesional. Como si se avergonzara de haber abierto un resquicio de su vida real ante ese hombre, retrocedió sin dejar de mirarlo y se marchó. Él nunca volvería a ver esa expresión en su rostro. Pesaroso, se metió en la habitación con la carta en la mano, pensando que cada uno tiene sus propios demonios.

Se apoyó en la puerta cerrada y, aunque dudó de si abrir la misiva por si era portadora de malas noticias, se decidió a hacerlo antes de que su corazón se desbocase por completo. Arrancó la fina hoja de dentro del envoltorio y leyó:

Querido hermano,

Últimamente, mientras miro el desierto, me acuerdo mucho de padre. Él, que solo quería pan y paz, y se lo acabó llevando una guerra.

Sigo bien moreno y delgado, aunque la comida llega regularmente a nuestras unidades. La vida aquí es marchar, con la cara y el cabello lleno de arena, y pelear cuando toca. Parece que los días alegres de la victoria final están al llegar y que Argelia será libre en breve. Nuestros sufrimientos, que no han sido pocos, por fin dan sus frutos. Nuestra causa es justa, pero en ocasiones ocurren cosas que te obligan a reflexionar, y a entender lo relativo que hay en todo.

Quizá cuando llegue la paz podamos hacer por vernos, allá o acá, y retomar nuestras añoradas charlas.

Espero que todo te sonría en la ciudad de la luz.

Con mucho cariño,

tu hermano Manuel.

Ramón quiso contener las lágrimas, pero no pudo, dos goterones convirtieron en ramblas sus mejillas. Sentía, tras muchos años de ausencia, la cercanía de su hermano. Él sabía, como todo el mundo, sobre los deseos de De Gaulle de permitir una Argelia independiente, pero eso era una cosa y otra muy distinta lo que ocurría en los campos de batalla hasta que callaba el último fusil. A pesar del optimismo de su hermano, temía perderlo, que lo hiriesen o Dios sabía qué. La moral del FLN estaba altísima, tanto era así que incluso se habían relajado en la labor censora. A Ramón le extrañó que se colara en el texto ese final críptico sobre la contienda y que los argelinos lo dejaran pasar, debían de verse vencedores o se les había escapado. Intuyó nuevamente, por la clase de papel y lo escueto de la composición, la dureza de la vida del guerrillero y el susurro de la metralla que él conocía bien. Le inquietaba saber qué habría hecho a su hermano cuestionarse sus, hasta entonces, firmes ideales. Nunca sabría la tragedia que para él supuso haber cruzado mortíferas cuchilladas con un viejo camarada de otras guerras, antes amigo en la resistencia, hoy enemigo en Argelia.