33

Bajo la sombra del neón

Ramón, encerrado en la habitación de la pensión Les Vilandes, sentía que el mundo se le venía encima. El impacto de aquel hombre al caer se repetía incesantemente en su interior. Era como un torbellino.

Había pulverizado tres cigarros consecutivos bajo los relajantes baños del neón azul y rosa del burdel cercano, pero nada lo tranquilizaba. Se sentía completamente desamparado. Sentado en la cama, sujetándose las tripas, trataba de extirpar la angustia de ellas. Sacó, entonces, el querido libro del poeta del pueblo, del pastor Miguel Hernández, que tantas miserias lo ayudase a soportar, pero no logró fijar la mirada. Perdido y ofuscado, explotó en un repentino arranque de ira y estampó con todas sus fuerzas el poemario contra la pared. El aleteo apagado de las hojas al desencolarse le recordó a una mariposa moribunda.

En ese momento sonaron, atenuados por la pena, unos nudillos golpeando la puerta. Al abrirla, su pesar se alivió en parte, puesto que allí encontró, para su sorpresa, a la delicada Claire.

—¿Puedo pasar? —preguntó, tímida.

—Sí, claro, por supuesto —respondió él haciéndose a un lado, un tanto confuso. Al cruzar el umbral la notó cerca y pudo percibir un dulce aroma a lilas tiernas.

Ella, sin decir nada, se sentó ayudándose con las manos en el desierto escritorio, justo en frente de donde estaba él. La habitación en penumbra invitaba al recogimiento y ella, ataviada únicamente con unos vaqueros y un jersey negro de cuello alto, tras dejar su gabardina sobre la mesa, le ocultaba la mirada. Cuando alzó el rostro, serio y sereno, con el cabello recogido en una cola de caballo, a Ramón le pareció que sus ojos eran más verdes que nunca y que sus pecas brillaban como oscuras constelaciones en el cielo de su piel.

—Me alegro de que hayas venido —le dijo Ramón, pensando que su visita respondía al encuentro furtivo de sus manos días atrás.

—Quizá cuando sepas a qué he venido no te guste tanto.

No era la respuesta que un enamorado desea escuchar de los labios de su pretendida. Ramón, temiéndose lo peor, se sentó en la cama, sacó un cigarrillo, lo prendió y fumó con furia, esperando lo que el destino le tuviese preparado aquella noche.

—¿Puedo? —dijo señalando el paquete de tabaco, y Ramón se levantó como un muelle, le tendió un pitillo y le dio fuego. Al concluir la operación, bajo una luz en aquel momento rosada, la tez que tenía enfrente la pareció irresistible. Ella lo notó y deslizó un dedo por su mejilla hasta llegar al mentón. La suavidad de su tacto fue como un calambrazo que le recorrió todo el cuerpo, de la cabeza a la espina dorsal, de los pies a la nuca.

—Ramón, he venido a verte porque me siento culpable —él, ante el inicio de la confesión, se alejó un par de pasos instintivamente. Ahora había espacio suficiente entre ellos para que naciera la verdad.

—¿Por qué tendrías que sentirte culpable?

Antes de contestar dio una calada corta, insegura, como quien solo fuma en situaciones excepcionales, y expulsó con cuidado el humo girando coquetamente la cabeza:

—Por lo que ha pasado esta noche. —Ramón quiso retroceder más, pero la habitación y su gallardía no lo permitían—. Cuando golpeaste a aquel chico me di cuenta de una cosa. —El recuerdo de la injusticia, involuntariamente cometida por él, le hizo estremecerse—. El primer día que estuvimos en París, después de que nos recogieras en el aeropuerto, tras dormir y recuperarnos del viaje, salimos a dar un paseo por las inmediaciones del hotel. Estábamos algo desorientadas, nos alejamos más de la cuenta y en una pequeña calle presenciamos algo...

—¿Qué es lo que visteis?

—Unos hombres cargaban en una furgoneta unas piezas alargadas. A nuestro paso, se produjo cierto revuelo y algo se movió en el interior del vehículo. Nos pareció que eran rifles, no estoy segura.

—Joder, menudo susto, ¿y qué hicisteis?

—Salimos lentamente de allí, como si no hubiésemos visto nada. Además, hablamos en inglés muy alto, para que supieran que aquella no era nuestra guerra. Luego, Monetta, quiero decir madame Darnell, creyó que durante el trayecto de regreso dos hombres de aspecto moreno nos habían seguido. —Ramón permanecía muy atento, quizá aquella explicación aportase algo de luz sobre la situación en la que se encontraba—. Durante nuestra visita al Elíseo le comenté el caso a Maurice Papon y tengo la impresión de que esa información te ha llegado a ti.

—Así que tú eres esa fuente a la que se refería Papon. —Ramón recordó con claridad el día que fueron al Palacio Presidencial. A la salida, en el momento de acercarse al coche, escuchó cómo Papon les daba garantías personales de que estarían seguras en la ciudad. «Luego había utilizado esos planteamientos para forzarme a mí», pensó.

—No era mi intención crear problemas, ni siquiera sabemos quiénes eran esos hombres, puede que no nos siguieran o que solo fueran admiradores, como el de esta noche, o que nos confundiésemos en todo, pero lo que es seguro es que ahora mismo hay un chico herido, o quién sabe si muerto, por mi culpa —terminó de hablar, compungida, y aplastó la colilla contra el único cenicero cercano.

—No, Claire, tú no tienes culpa de nada. —Ramón comenzaba a entender lo que había ocurrido. En su cabeza se fueron atando los cabos de la inquina. Todo había respondido a un mismo fin, las declaraciones revanchistas y amenazadoras de Papon, los encuentros con el comisario, su papel de guardaespaldas... A Ramón le vino a la cabeza el momento justo en el que durante la recepción en la embajada de España Papon le había indicado su presencia a Areilza, las piezas encajaban y sintió que un odio viejo se apoderaba de él. Sacó un nuevo cigarrillo, pues los consumía a toda velocidad, y fumó con tanta ira que parecía que la vida se le fuera en cada calada. Comenzó a moverse nervioso de un lado a otro, paseando arriba y abajo por la habitación, tan tenso que solo pudo decir:

—Maldito cabrón.

—No entiendo nada, Ramón, ¿por qué dices eso?

—¡No lo entiendes, no lo entiendes! —gritó. Paró de moverse y se contuvo; algo más calmado, le explicó—: Nos ha estado utilizando a todos para sus propios intereses. Ha fingido que hay una amenaza real por parte de los argelinos contra la Darnell. Tiene tu testimonio. Todo el mundo, incluyendo el embajador español, me ha visto a mí, un supuesto experto en la guerra de guerrillas, actuar como su guardaespaldas. Ahora son sospechosos de preparar un atentado terrorista contra una estrella norteamericana y no hay motivo.

—Pero, Ramón, no lo entiendo, ¿qué gana Papon con todo esto?

—Todo —dijo rotundo—, vía libre para perseguirlos, demonizarlos ante la opinión pública nacional e internacional, y motivos para actuar en un momento crítico del país. Está haciendo la guerra por su cuenta, engañando a todos, incluyendo a De Gaulle. Fíjate si le sirve, que según he leído en el periódico acaba de decretar el toque de queda para los argelinos en la ciudad. Ha conseguido que todos consideren que son un peligro. Estoy seguro de que algunos lo son y realizan actos criminales, hemos visto el terror que imponen en las calles, pero no todos, y mucho menos contra la Darnell. Nosotros hemos sido sus marionetas, lo hemos ayudado sin saberlo —terminó, desesperado. Sentía que la maldad, vestida de las más extrañas formas, había vuelto a entrar en su vida. Las imágenes se sucedían en su cabeza como en una película, comenzando con el primer encuentro con Papon y concluyendo, aquella noche, con el malogrado, e inconsciente, admirador de la estrella de cine.

—Créeme que lo siento —dijo ella levantándose.

—Tú no tienes la culpa —contestó mientras sentía crecer su animadversión hacia el prefecto de policía.

—A nosotras nos dijo que nos acompañarías a todos los lugares y... —se detuvo, dudando de si debía continuar— accedimos porque yo te encontré fascinante desde bien pronto. —La declaración, directa y sincera, dejó a Ramón desarmado.

En ese momento, el cambiante parpadeo de las luces de neón obedeció a los hados y se extinguió, quedando pendiente un segundo eterno. Se miraron en silencio. Ella se puso de pie. Él acarició sus deseos tan largamente olvidados. Sentirse cerca de alguien, dentro de una mujer, era un placer que no se había permitido en mucho tiempo. Ella lo miraba con los ojos llenos de un brillo acuoso, y él sentía la necesidad de amarla para conjurar todos los males de su vida. Claire era su resurrección, su camino de salvación hacia la luz, sin ella no había redención posible. Su juventud era una promesa de inocencia adherida a la piel, de goce sensual, de otro mundo posible. La veteranía y la ilusión se fundieron con el roce de sus manos, que encajaron como las raíces de un árbol en la tierra. Al tocarse, una nueva explosión de sensaciones los arrulló en su acercamiento y, absortos, no se dieron cuenta de que la luz del neón volvía a caer sobre ellos, alternativamente azul y rosa, azul y rosa.

El beso llegó como una rima. Se les vino a la boca en el momento justo. Pronunciadas las palabras oportunas, solo quedaba saborear su forma y contenido. Cuando se separaron, él no pudo dejar de decirle:

—He recorrido demasiadas batallas para encontrarte. —Ramón sentía pocas veces certezas como aquella, sabía que esa mujer significaría algo importante en su vida.

—Aquí estoy. —La certeza era mutua. Su sonrisa tierna encadenó los besos y las caricias que les llevaron hasta la cama. Por un tiempo, la mente de Ramón se relajó, se olvidó de Papon, de las injusticias y de todo lo que no fuera conocer los rincones más hermosos del cuerpo de aquella mujer. Se desvistieron sin urgencia, como dos amantes viejos que se encuentran tras un breve viaje. Se reconocían en el otro, en cada pliegue, en cada olor. Era como si se hubieran estado buscando siempre y, lo que ahora era sensual novedad, su cuerpo lo reconociese como lo deseado. Él moreno, ella clara, se entrelazaron bajo las luces del burdel cercano, donde se vendían amores baratos. En esa habitación se amaron de veras. Él se entregó buceando en las entrañas de ella los secretos de la vida y la muerte, y ella, generosa, como solo la mujer sabe serlo, se dio entera, sin reservas, haciendo de cada embestida un peldaño de calidez, de cada caricia un camino hacia una unión superior. Con la mano derecha acariciando su nuca, lo atraía hacia ella mientras le susurraba al oído, rozándole la oreja con los labios al decir «soy toda tuya», y notando cómo su fuerza y excitación aumentaban. Hicieron el amor burlando el mal y las miserias de la vida, queriéndose sin apenas conocerse, demostrándose a ellos mismos y al mundo que la belleza aún existía, que el amor era posible en la tierra de la tristeza.

Permanecieron así, tumbados, abrazados el uno al otro largo rato, sin querer salir de ese embriagador letargo. Saboreando los momentos vividos. La habitación se había convertido en el refugio de su amor. Al contrario de lo que pudiera parecer, no se durmieron de inmediato, pues aún querían seguir disfrutando del otro. Fue Ramón el que inició una conversación que ambos deseaban:

—¿Cómo ha acabado una chica como tú en París, y en mis brazos?

—Ya lo sabes, haciendo de ayudante de madame Darnell, creo que ya te conté nuestra historia de vecindad y lo agradecida que le estoy por permitirme ver mundo —le respondió ella a la par que él movía afirmativamente la cabeza.

—Sí, eso ya lo sé, pero me refiero a ti, a tu vida, ¿quién eres? —Se paró un segundo y la miró—. Aparte de una belleza celestial. Por ejemplo, una vez me dijiste que tu madre era española, ¿cómo es eso?

—Así que vamos a sincerarnos un poco —dijo ella—, está bien. —Y se dispuso a contarle una larga historia—. Sí, efectivamente, mi madre es española y mi origen tiene lejanamente que ver contigo.

—¿Conmigo? —respondió sorprendido.

—Sí, te contaré lo que ocurrió —comenzó ilusionada, pues siempre le gustaba hablar sobre su historia familiar—. Mi madre era una canaria de pura cepa, en concreto herreña, que además estaba prometida con un joven de su localidad cuando comenzó la guerra civil en España.

—No me digas.

—No sé qué pasaría con aquel hombre, pero nunca llegaron a casarse. En su camino se cruzó mi padre, de ojos azules y piel tan blanca como la mía. Se llamaba Edmond, era norteamericano y había acudido a luchar a vuestra guerra con las Brigadas Internacionales. —Ramón sentía una vez más, aunque ahora sin rencores, que todo cuadraba.

—¡Eres hija de un brigadista!

—Sí. La historia de amor de mis padres, no por repetida mil veces deja de ser bonita. Se prendaron enseguida. Siempre me decían que fue la fuerza de sus miradas lo que los empujó hacia el otro. Se buscaban en cada momento y, al cruzarse, jugaban con esa energía que los unía. Luego él le preguntó su nombre y ella, coqueta, respondió que se llamaba Nayra, y le explicó que en guanche significa «la de la frente ancha». A lo que él añadía, con un fortísimo acento: «La de la mirada profunda y bella». Desde que tengo recuerdos de mis padres siempre les he oído repetir esa frase. Un buen día, tras mucho cortejarla, ella cedió a sus deseos y fue la primera vez que se tocaron. Mi madre le dijo, tan suave como una caricia, pidiéndole que lo repitiera: «Ahora, enhebra». Mi padre no entendió la frase, pero sí la seña. Al decirlo él con su trémulo acento, ella se colgó de su brazo, como quien ensarta un hilo en el ojo de una aguja. Ya no se separarían más. —Claire trataba de contener la emoción que siempre le producía contarlo—. Eran una pareja excepcional. Ella, de piel morena, ligeramente tostada, ojos oscuros de mirada eterna y pelo liso y negro. Él, rubio y de piel tan blanca que lindaba con el azul verdoso de las venas que le asomaban en las muñecas. Empastaban muy bien.

—¿Y qué pasó con ellos?

—Tras la guerra se casaron, se instalaron en Texas, donde nací y crecí yo. Aún viven en el rancho familiar, pero desde hace un par de años mi madre quiere pasar la mayor parte del tiempo en Canarias, cerca de los suyos, de los pocos que le quedan. Eso supone algunas peleas, pero mi padre la complace y viajan siempre que pueden. Dice que tras tantos años fuera, uno ya no es de ninguna parte, ni de su tierra natal, ni de la tierra donde emigró. Se siente extranjera de todos.

—Incluso de sí misma, no sabes cómo la entiendo.

—Una vez fui con ellos a la pequeña isla del Hierro para visitar a unos familiares. Es un sitio lleno de magia. La parte superior de la isla es frondosa y llena de vegetación; la inferior, de clima cálido y playas formadas de roca volcánica. Además, descubrí junto a ella los secretos del tabaco canario, aunque a mí nunca me sedujo tanto como a mi madre —concluyó mirándolo con complicidad.

—¿Y por qué te pusieron Claire? —cambió de tema Ramón.

—Bueno, es que realmente yo me llamo Clara, lo del toque francés nos lo inventamos cuando me introduje en el mundo del espectáculo de la mano de Monetta; me da un poquito de glamour, ¿no crees?

—No creo que te haga falta.

—Me costó tomar esa decisión, porque mi madre me contó la razón de ese nombre. Cuando dio a luz, emocionada, me observó y supo que debía llamarme Clara, por mi piel, por mis pecas, por mi mirada, toda yo le recordaba a mi padre.

—Me gusta tu historia —le dijo Ramón, invadido por un romanticismo que no reconocía como propio, y la besó suavemente.

—Bueno, ¿y tú? —dijo al separarse—, ¿no me vas a contar nada de ti? —lo increpó Claire.

—Yo no tengo apenas familia. —Se acordó de su hermano Manuel luchando en una guerra perdida y se le ató un nudo en el estómago.

—Alguien tendrás, ¿cómo has acabado siendo chófer de una estrella de Hollywood?

—Eso sí que es una larga historia, algo sabes ya de ella. Mis padres murieron durante la guerra en la que se conocieron los tuyos, al resto de mi familia los he perdido o no tengo fuerzas para encontrarlos. Durante un tiempo pensé que los camaradas del Partido podrían ser como una familia, pero me equivoqué de plano, como tantas otras veces.

—Eso está sonando muy triste.

—Y lo es. —Ramón tenía dudas, pero finalmente se decidió a contarle—. Tengo un hermano menor, Manuel. Siempre tuvimos una relación especial. Era demasiado joven para luchar en la guerra civil y, aunque quiso unirse a las milicias, prácticamente no participó. Estaba estudiando para maestro. Era la mejor cabeza de la familia, nuestra esperanza de prosperar. Hace poco he sabido que está luchando en la guerra de Argelia contra los franceses.

—¡Qué horror! —Claire se estremeció—, un hermano en la guerra, espero que esté bien.

—Yo también lo espero. Es como si no hubiese combatido en su momento y tras nuestra guerra tuviese que demostrarse algo a sí mismo, metiéndose en todos los líos que pudiera. A partir del 39 se unió a todos aquellos que luchasen contra el fascismo. Estuvo en la resistencia, como yo, pero luego siguió buscando otras causas. Eso nos volvió a separar. Llegados a un punto, yo solo quería vivir en paz.

—¿Hace mucho que no lo ves?

—Demasiado, mucho más de lo que me gustaría. Durante un tiempo venía a París entre una contienda y otra. Lo recuerdo con mucho cariño, charlábamos y paseábamos. —Aunque se estaba abriendo a esa mujer, no quiso contarle sus disputas por la prima Araceli, ni los perdones que aún estaban pendientes. Aquellos encuentros eran el descanso de un par de guerreros entre demasiadas guerras. Una sombra se instaló en su mirada cuando recordó el último abrazo que se habían dado. Fue como todos los anteriores, cálido, fraternal, pero tras el afecto inicial volvía ese abismo escasamente controlado de los rencores enquistados. Las diferencias irresolubles los alejaba, pero ellos hacían por unirse, golpeados por dolorosos recuerdos. No querían renunciar al otro, pero no se entendían.

—Verás como todo sale bien y podéis reuniros pronto —dijo ella esperanzada, acariciándole la nuca con la mano. Notaba el pesar en sus ojos. Estuvieron un rato en silencio, rumiando sus pensamientos, hasta que ella, risueña y divertida, le dijo, cambiando el tono de la conversación—: ¿Y cómo no te has casado? Un hombre tan guapo como tú no tendría problemas para encontrar una mujer. —El piropo descarado le hizo sonrojarse levemente en la penumbra de la habitación.

—No he tenido con quién.

—Vamos, no me lo creo, París está lleno de mujeres.

—Sí, pero no son para mí. —Ramón recordó sus escasos encuentros sexuales con alguna meretriz para templar su soledad y un amargo recuerdo vino hasta él convertido en un pinchazo en el corazón—. Solo me hubiera casado con una mujer y fue imposible.

—No sé si quiero saberlo, pero cuéntamelo.

—Hace mucho tiempo que no siento nada como esto. La última vez fue veinte años atrás, desde entonces he estado como anestesiado.

—No te entiendo —le dijo ella mientras se estremecía por el efecto de sus palabras. Lo que Ramón le decía no era una lisonja, sino una declaración.

—Durante la invasión nazi, cuando luchábamos en suelo francés, conocí a una mujer. —No sabía qué términos emplear, no quería herirla, ni ser descortés—. Nos entendimos muy bien. Era inglesa, aunque su padre era francés. Había venido aquí formando parte de unos comandos especiales, luego supimos que eran los SOE, los agentes secretos de Churchill. Era dura y cálida a la vez. Se suponía que no podían confraternizar con las fuerzas de la resistencia, que éramos nosotros, pero la lucha codo con codo une mucho. Nos enamoramos. —Se sintió muy extraño contándole aquello a Claire.

—¿Y cómo se llama esa guerrera indómita? —Claire empezaba a arrepentirse de haber preguntado.

—Jacqueline, se llamaba Jacqueline —remarcó el pasado—. Junto a ella estaba dispuesto a empezar una nueva vida tras la guerra. En Francia o donde fuese, pero los planes no suelen salir como deseamos. —Nunca se había sincerado tanto con nadie—. Fue capturada en los meses previos a la liberación de París. —Notaba como si los tejidos que cubrían su corazón se desgajasen dejándole el órgano a plena vista, era un recuerdo lejano, pero aún doloroso.

—¿Y qué ocurrió con ella? —Claire preguntaba ya no ligeramente celosa por el pasado, sino angustiada por un final que preveía.

—Un superviviente del campo de concentración donde la llevaron me contó, tiempo después, que la última vez que la vio marchaba junto a una buena amiga que hizo allí, una escritora judía llamada Irene. Iban cogidas del brazo, esqueléticas y frágiles, como un par de briznas de hierba secas hacia las famosas duchas, hoy sabemos que cámaras de gas, con sus pasitos breves pero firmes, agarradas del brazo, como si aún les quedase alguna esperanza. Nunca volvió a verlas, y yo tampoco. —No quiso contarle que desde aquello su interior estaba yermo. Se guardó para sí que hasta conocerla a ella, su texana de piel clara, no se había atrevido a amar sin un intercambio económico de por medio. Él sabía que era así, con eso era suficiente.

Volvieron a fumar ante el silencio de la chica. El humo procedente de sus pulmones se mezcló en extrañas cabriolas sobre ellos. El tabaco les hizo sentirse cómodos y la nicotina actuó como un narcótico. El sexo placentero y las emociones desatadas los sumieron en un pesado sueño.

 

Linda Darnell se dejó caer sobre el taburete tapizado en tonos granate, apoyó sus codos en la barra con la familiaridad del bebedor habitual y pidió un Dry Martini. Se había despertado en la madrugada y, al tantear las sábanas, aún húmedas, notó la ausencia del sardo. Se levantó con la boca seca, cruzó la habitación, atravesó el inmenso salón y llamó a la puerta de Claire. Nadie le contestó. No quería estar sola, así que se vistió sin esmero, pero con glamour, se pintó los labios y se arriesgó a probar suerte en el famoso bar del Ritz-París. Fue una apuesta ganadora.

Había oído hablar del establecimiento, pero esta era su primera visita. Se trataba de un espacio pequeño y acogedor en las antípodas, estilísticas y literales, de la recepción del lujoso hotel, pues se ubicaba en un semisótano que daba a una estrecha calle trasera. La actriz recibió su copa con una media sonrisa y se sorprendió de ser tan bien atendida a esas horas. Miró a su alrededor. Tan solo dos señores, mayores y atildados, bebían en silencio en un banco del rincón. Se giró y continuó observando el lugar. Un retrato del escritor Ernest Hemingway presidía la elegantemente canalla y pretenciosa sala. Todo en ella estaba referido al autor norteamericano: una máquina de escribir en una vitrina, recortes de prensa en las paredes, ediciones vistosas de sus obras... Monetta Eloyse Darnell pensó que probablemente tanta parafernalia disgustase al escritor.

Sacó un cigarrillo de la lujosa pitillera que le regalase su aún marido y al acercárselo a la boca percibió en su piel el olor de su reciente amante. Se detuvo un instante en esa sensación y una mano con un encendedor prendido la trajo de nuevo a la realidad. Un hombre de mediana edad, bien vestido, de rostro serio y tez oscura se había sentado en el taburete contiguo al suyo.

—Póngame lo mismo que a la dama —le dijo al camarero, cuya aparente cortesía y probada rapidez eran opuestas a su deseo de dar conversación a los clientes.

Otro Dry Martini voló hasta la barra, mientras la Darnell fumaba y agradecía la gentileza de su nuevo compañero al darle fuego.

—Estas bebidas parecen sacadas de una película —dijo el recién llegado.

—O creadas para beberse en la pantalla —repuso la actriz.

—Sí, desde luego. —El hombre se volvió hacia ella y, tras una pausa, comenzó—: Oh... pero si es usted... madame Darnell. Tanto gusto en conocerla. Le importaría...

Linda se giró hacia el hombre todavía envuelta en la complacencia del halago y vio cómo le tendía, solícito, una estilográfica negra y una servilleta del local para que le firmara un autógrafo. La tranquilidad se diluyó cuando la actriz lo miró a los ojos y recordó otro instante similar. En aquellos ojos, escondidos tras gruesas gafas, percibió una amenazadora burla. Su sonrisa se desdibujó y el miedo se le agarró a las tripas. Venciendo el deseo irrefrenable de salir huyendo, le soltó:

—¿Quién es usted y qué quiere de mí?

—Un autógrafo, ¿es que no lo ve?

La estrella de cine sintió un extraño calor frío trepándole por la espina dorsal; cuando le llegó a la nuca, le espetó:

—No me gustan sus juegos, déjeme en paz.

—Su coraje es admirable —dijo aquel hombre apartando la pluma y la servilleta. Ahora el tono ya no era tan cortés como antes. Ella pensó en beber, lo necesitaba, pero lo descartó al instante. El temblor de su mano delataría un temor que no estaba dispuesta a mostrar—. Madame, todo este asunto, que yo llamo el affaire Darnell —lo dijo con una sonrisa poco amistosa en los labios—, está dañando nuestra imagen. —Las máscaras habían volado.

La actriz mantuvo el tipo. No quería dejar traslucir su miedo. Se dijo a sí misma que si había podido con los productores de Hollywood, por mucho que quisieran joderla, literalmente, de joven, podría con aquel tipo. En ese instante recordó fugazmente el horror que le producía en el pasado la leyenda urbana de un orondo productor de cine que había sufrido un infarto en pleno acto sexual con una aspirante a corista, quedando ella atrapada bajo su inmenso cuerpo. Se prometió que nunca le ocurriría nada así.

—¿La imagen de quién? —se sorprendió preguntando.

—Del FLN. —Fue una respuesta seca, como un golpe, seguida de un silencio abisal—. Verá, madame, el cine es ilusión y la política también. —Concluyó su bebida de un trago y siguió—: Si quisiéramos hacerle daño, usted ya no estaría aquí. —Se llevó la mano hacia un sombrero imaginario, le deseó buena suerte y salió del local.

Linda Darnell se limpió con rabia una lágrima que se había escapado por su mejilla izquierda, como un mal sueño, y bebió su Dry Martini entre convulsiones de su mano derecha. Pensó en Ramón y en cómo los años te hacen consciente de las incontrolables fuerzas ocultas que gobiernan nuestras vidas. Con esa idea presente, decidió no amedrentarse y pidió otra copa.