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Viejos amigos, nuevos enemigos

Ramón continuó degustando el Rioja en compañía de Claire. Se miraban con pausa, investigándose en un tempo lento. Eran dos personajes singulares separados por unos cuantos años y un océano de experiencias. En el alegre revuelo del Salón de Baile, donde ahora unas notas zarzuelescas volaban juguetonas entre los invitados, el español comenzó a relajarse. La compañía y las cada vez más exquisitas viandas que recorrían la estancia favorecían la laxitud. La sala se fue llenando a medida que avanzaba la velada con los olores y sabores típicos de todos los rincones de España. Por allí desfilaron, encerradas en diminutos cuencos, las más variadas especialidades peninsulares como arroces a banda, cuyo color amarillo salpicado del pimiento rojo o del gris de las almejas recordaba a una apagada bandera patria, pulpo a feira en jugosas y gruesas rodajas, cazón adobado en atractivos tacos, cuadrados de cochinillo aderezados con un toque de romero, y una larga lista de delicias culinarias. Parecía que el embajador pretendía hacer gala de la amplia variedad gastronómica española, compartiéndola con el mundo en ese señalado día de la Hispanidad.

Muy cerca del ventanal, frente al que estaba apostado el piano de cola, se produjo un pequeño alboroto. «Alguna figura de renombre estará por allí», se dijo Ramón, que interesado trató de averiguar de quién se trataba, a la par que no perdía de vista a la Darnell y a su animado compañero. No tardó en reconocer al ministro de Asuntos Exteriores, Couve de Mourville, quien era poco dado a aquellos saraos. Hasta Ramón sabía que era un hombre serio, devoto y reservado, que no se dejaba ver demasiado en fiestas, a pesar de la cartera que ocupaba, así que dedujo que serían las buenas relaciones con el cordial Areilza lo que le había hecho salir de su indolencia social. No se equivocaba el chófer, pues la amistad y sintonía política entre ambos era manifiesta. Junto a ellos encontró a un rostro conocido, una cara difícilmente olvidable, un óvalo fino, con los mofletes ligeramente marcados y ojeras profundas que entristecían el conjunto, a pesar de lo cual la determinación, que le recordó a un tiempo pasado, seguía presente. Allí estaba, era el tercero en discordia, André Malraux, ministro de Cultura del régimen de De Gaulle, aunque no se pudiera decir que fuese estrictamente un gaullista. Era, más bien, un intelectual comprometido con la justicia y la libertad, al que nunca le había gustado someterse a la dictadura de la ortodoxia de ninguna ideología. Tanto fue así que en los años de la guerra civil española formó un grupo de hombres para luchar allí, cuyo nexo en común no era otro que el antifascismo. Combatieron como el que más, pero no se encuadraron en la estructura de las Brigadas Internacionales, cuyo estalinismo recalcitrante los espantaba. Ramón nunca había coincidido con él, pero sabía de su vida, o mejor dicho, de su obra.

—Ven conmigo, Claire, vas a conocer un pedazo de historia viva —le dijo notando el cálido tacto de su mano en la suya mientras tiraba de ella. Había hecho la promesa de no acercarse a nadie, de pasar desapercibido durante toda la velada, pero la presencia de Malraux era otra cosa, lo consideraba un amigo, un hombre de su bando. No solo los unía haber luchado contra el franquismo, también la falta de apoyos posterior. Malraux, como intelectual, se sentía alejado de los extremismos que los partidos políticos en el exilio representaban, y Ramón se había peleado con el PCE en su conjunto, rebotado de sus prácticas y su doctrinarismo. Eran dos rara avis, cada uno en su ámbito. Los más de veinte años transcurridos desde la guerra los habían llevado por caminos muy distintos hasta hacerlos coincidir en aquella recepción.

—Disculpe, monsieur Malraux, solo queríamos saludarle —le soltó Ramón al ministro mientras este se giraba para hacerse con una copa de vino; después señaló a su acompañante—. Le presento a mademoiselle Claire, ayudante personal de Linda Darnell.

—Tanto gusto en conocerla, siempre es un placer que nos acompañen estrellas de Hollywood en la ciudad —contestó enterado de la presencia de la actriz.

—Yo soy Ramón Sandoval y... —Antes de que pudiese decir que era el chófer de la diva, su interlocutor lo cortó.

—¡Ah, es usted español! —pronunció mientras lo escrutaba con la mirada, comprobando tanto la edad, como el porte y las maneras. Lo que vio le dejó claro que aquel hombre no estaba familiarizado con el mundo de la política o de la diplomacia—. ¿Y cómo usted por aquí?

—Vengo acompañando a la señorita. —Decidió dejar aparcada su función de taxista de lujo y guardaespaldas involuntario. Se dio un angustioso silencio y Ramón se dispuso a sincerarse—. Verá, yo... —dudó, se le ocurrían tantas cosas que decirle que no sabía por cuál optar— solo quería que usted supiera lo importante que fue para mí su Sierra de Teruel. —Se refería a la película, de fuerte contenido autobiográfico, que rodara el ahora ministro durante la contienda española. Fue un film lleno de fuerza sobre las peripecias de unos pilotos extranjeros que combatían en el frente turolense.

No hizo falta más. Se leyeron los rostros para descubrir a un camarada de armas, al posible compañero de trinchera. La solidaridad entre ellos fue inmediata. Nada se respeta tanto como los fantasmas comunes del pasado.

—¿Estuvo usted en el frente de Teruel?

—Sí, así es, pero no en aviación, sino con las milicias del PCE —le contestó Ramón, y se mantuvieron la mirada con afecto.

—Las guerras no se ganan hasta que entra la infantería, eso lo sabe todo el mundo —lo homenajeó, amable, Malraux.

Claire asistía embelesada a la conversación, consciente de la trascendencia histórica y emotiva del encuentro, del que no captaba todos sus matices. Decidió no intervenir, aunque también tenía algo que decir al respecto.

—Al poco de terminar la guerra mundial —Ramón hablaba pugnando con el nudo que atenazaba su garganta—, estando aquí exiliado y sin mi familia, tuve la ocasión de ver por primera vez la película de la que había oído hablar en innumerables ocasiones. —La excepcional circunstancia de su vida en la que entró en contacto con la obra haría que la recordase siempre, cosa que no era habitual en él.

—Es cierto, otra cosa no tendrían, pero las fuerzas republicanas hacían una excelente propaganda de sus actividades.

—Hay un momento, al final del metraje, en el que deben recoger a los malogrados aviadores que se han estrellado en los montes que dan nombre a la película. Ante esa situación, un señorín mayor, arrugado pero muy digno, es frenado por un familiar cuando quiere subir a la montaña para ayudarlos, pero sobre todo para darles las gracias por su lucha, ¿recuerda ese momento? —Estaba viendo las imágenes en movimiento en su cabeza, a pesar del enorme espacio de tiempo que lo separaba de ellas.

—Desde luego, uno de los temas de mi libro L´espoir, sobre el que está basada la película, es la solidaridad del pueblo con sus soldados, pero sin caer en excesos o panegíricos, puesto que también retratamos las diferencias en el seno de los republicanos.

—A mí me va a contar de esas diferencias... —Ramón no quiso explicar más—, pero lo que quería decirle es que a nosotros nadie nos dio las gracias, defendimos lo que creíamos justo, perdimos una guerra, luego luchamos contra el nazismo, ayudamos a liberar esta ciudad y nadie, nunca, nos ha dado las gracias, maldita sea nuestra suerte. —Ya no había emoción en sus palabras, sino una amargura vieja, oscura y enquistada. La cantinela de las recompensas morales le seguía haciendo daño, era como una cesta cargada de plomo a su espalda.

—Bueno, amigo Sandoval, piense que para eso hicimos la película, como sentido homenaje a hombres como usted —fue el sincero comentario del intelectual.

—Entonces soy yo el que debe darle las gracias.

La conversación se cortó en ese momento porque el ministro fijó su atención en un lateral de la sala, donde Areilza saludaba, más amablemente de lo que su natural personalidad acostumbraba, al artista español más reconocido internacionalmente, nada menos que a Pablo Picasso. Toda la estancia volcó su mirada hacia la excepcional estampa. A los pies del cercano tapiz, tejido con esmero en seda y lana, que representaba la popular escena de El baile del otro genio, aragonés este, de la pintura patria, ambos se estrechaban la mano. El gesto político era inmenso. Un sector del régimen franquista reconocía así la grandeza de un artista cuyas desavenencias con la dictadura habían sido notorias. Este había sido un sinuoso camino que el señor embajador había recorrido con cautela y acierto. El malagueño más universal llegaba con la frente despejada y la mirada limpia. Se sentía español aunque no comulgase en absoluto con la política de su país. Areilza había sabido captar estas inquietudes, prueba de ello eran algunas declaraciones que había hecho en privado el conde de Motrico: «Lo que no me parece acertado es permanecer inactivos, pues ideologías aparte es una gloria pictórica consagrada en el mundo y no podemos prestarnos por inactividad a que otro país nos la arrebate». Se refería el embajador a los fastos que se habían realizado recientemente en Francia para conmemorar la obra del autor; una gran exposición con más de trescientas obras, con ayuda del Ministerio de Cultura, dirigido por el presente Malraux y apoyado, entre otros, por el Partido Comunista Francés, que expresó su orgullo por haber tenido entre sus filas a tan insigne creador. Los comunistas no dejaban acción publicista sin aprovechar, puesto que Picasso se dio de baja de su partido allá por el año 1952, tras haber militado una década.

Todos esos esfuerzos por conciliar arte y política se habían concretado el 27 de enero de ese mismo año de 1961. Ese día se inauguró en Madrid una exposición llamada «Obra gráfica de Pablo Picasso». Se trataba de la primera muestra que un organismo oficial español, como era el Museo Nacional de Arte Contemporáneo, le dedicaba al pintor. Fernando Chueca, director de la institución, llevaba persiguiendo ese sueño artístico desde 1959.

La vida política se agitaba a golpe de pincel, pues aún seguía pendiente la cuestión del Guernica, sobre el cual había dicho su autor que solo regresaría a España cuando esta fuese una democracia. Las aguas revueltas se convertían en cataratas cuando el ministro de Educación franquista se negaba a ir a la inauguración de la muestra, compuesta por cerca de doscientos grabados, litografías y linóleos, aduciendo una excusa baladí.

Con este océano de fondo, se produjo el encuentro, no exento de significados políticos, en la embajada española aquel 12 de octubre, día de la Hispanidad.

Ramón desconocía este marasmo subterráneo, como la mayor parte de los españoles, y se sorprendió cuando vio al pintor en aquella recepción. Pensaba estar rodeado de enemigos y no dejaba de ver gentes a las que se sentía cercano o que alguna vez admiró. La noche se desarrolló, entre copas y personajes, de una manera muy distinta a lo que esperaba.

 

Sandoval salió del Palacio Wagram precediendo al grupo, y el frío de la noche le despejó la cabeza embotada. Pudo sentir, agazapados entre las sombrías calles, pero sin una forma ni un rostro concreto, a sus enemigos. Miró a ambos lados de la gran avenida y alcanzó el coche, que, acariciado por la humedad de los árboles que adornaban las anchas aceras, presentaba un helado tacto metálico. Bien fueran argelinos, nacionalistas franceses exaltados o perturbados mentales tendrían que vérselas con él si querían llegar hasta la Darnell. Al momento pensó que eso tampoco era demasiado obstáculo. Observó por encima del reluciente capó del Citroën, en el que se reflejaba una luna menguante enmarañada entre nubes de hojas, un vehículo que transitaba lentamente en dirección a los Campos Elíseos. Desde el asiento trasero le clavaba su inquisitiva mirada el mismo rostro árabe, con sus gruesos y circulares vidrios, que se había encontrado hacía unos días en las calles de su barrio, agazapado en un portal de madrugada. Una vez más, sostuvo el duelo visual mientras un relámpago de temor se proyectaba desde su estómago hasta sus pies; pensó que se le quebrarían las piernas, pero aguantó impertérrito hasta que el automóvil se perdió de vista.

Entró en el DS y, antes de encender el motor, sacó el pesado revólver de la guantera y se lo enfundó en el correaje. No estaba dispuesto a permitir que otro inocente sufriese, en aras de unos ideales tan vacuos como quienes los expresan, los rigores de la violencia. Eso ya lo había visto muchas veces en el pasado. Además, le estaba cogiendo cariño a su grupito.

Tras dejar a sus clientas y a François en la plaza Vendôme, todo lo que Ramón le pedía a su futuro inmediato era un pronto regreso al garaje de monsieur Corot, la entrega del coche y un merecido descanso. Antes de enfilar hacia el barrio de Montmartre, en cuyos límites inferiores se encontraba la sede de Paris cinq, cambió de opinión y decidió recorrer, atravesando la noche de sus pensamientos, la ciudad desierta a aquellas horas. Sin darse cuenta, llegó al extrarradio y su mirada se posó en uno de esos solares arenosos en los que aún no se había fijado ningún constructor sin escrúpulos. Sobre el suelo irregular nacían tres casas bajas, mal iluminadas por unas farolas exiliadas en el asfalto lejano, coronadas por unas toscas chimeneas humeantes, probablemente de estufas de leña. Sin una razón concreta, se metió en el descampado con el coche, bajó la ventanilla, sacó su tabaco y fumó contemplando aquella extraña estampa. Necesitaba un momento de descanso tras la intensa jornada que había vivido.

Solitario en la noche, absurdo y perdido, deambulaba por allí un trasquilado perro. Avanzó rítmicamente, aunque cojeaba de una pata trasera. Se acercó al vehículo, cortando el frío, con el hocico desencajado y la lengua colgando a un lado. Ramón lo vio venir absorto en el movimiento del rabo, ni triste ni contento. Se detuvo frente a los faros, parecía que lo miraba, pero en sus ojos solo había un negro inmenso. Cuando lo tuvo junto a la puerta, husmeando, no pudo leer en ellos nada, ni desamparo, ni miedo, solo oscuridad. Un silbido rasgó la noche, el perro se inclinó a un lado y regresó con su traqueteo hasta desaparecer en una de las casuchas. Todo quedó en silencio. Ramón se preguntó quién sería el dueño.