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La herida

En el histórico barrio del Carmen, allí donde se instalase antaño el proletariado valenciano, había encontrado acomodo Ramón Sandoval. Entre las agujereadas Torres de Quart, resto de la muralla medieval, y las mancebías que proliferaban en la zona, se sentía como en casa. Parecía que las miserias del asedio habían desatado los vicios en la ciudad. Un edificio estrecho de tres plantas, ennegrecido por la guerra, era la sede de su improvisado hogar. El invierno había llegado a la contienda civil española.

Manuel entró en la aséptica habitación donde su hermano se acicalaba, con un entusiasmo torpemente fingido, para una noche de fiesta. Aquel día era sábado, las penas no entendían de holganzas humanas. Esa mañana enterraron a la madre de Araceli. Ahora, Ramón se preparaba para pasar un rato con los camaradas. A veces, cada vez más, no entendía a su hermano. La guerra lo había cambiado, no cabía duda. Este lo saludó aparentemente alegre, casi altivo, sin detenerse en su preparación.

Ramón se miraba en un pequeño espejo colgado en la pared. Estaba en camiseta de tirantes, con la ropa extendida encima de la cama. Tenía los brazos delgados y fuertes, dibujados con el lustre del que se ha curtido en muchas batallas. Manuel nunca sabría cuántas habían sido en el frente, cuántas en las checas y cuántas en las cunetas, concluidas con un tiro en la cabeza. Al otro lado de la estancia esperaba en el perchero su característica cazadora de cuero cruzada. Sobre una mesita con un flexo ardía un cigarrillo, descansando en un cenicero de gres toscamente decorado. Una enhiesta columnita de humo se contorsionaba en volutas hasta desvanecerse antes de llegar al techo. En la única silla del lugar pendía una reluciente cartuchera de cuero marrón con un arma dentro. Como no podía ser de otra manera, se trataba de una Tokarev soviética, el Partido las proveía para sus mejores hombres.

El miliciano no abandonaba su gusto por la jarana, ni siquiera en los momentos cercanos a la derrota, o quizá por eso mismo. Había que agotar la vida. La ciudad triste les ofrecería una tregua. Esa noche no tocaba luchar, sino intentar zambullirse en un narcótico olvido.

Al verlo, a Manuel se le vino todo encima, como un torrente. Le quemaban en la piel las caricias que Araceli nunca le daría. Le ardían las entrañas al pensar que no podría hacerla suya, que la posible promesa de una prole conjunta quedaría enterrada entre sus más vivos deseos. Otras manos hurgarían en sus entrañas, en ese deseo sin fin de hacerse con el otro que, intuía, era el sexo. Sintió que toda esa vida imaginada, construida al calor de su interior sensible de joven idealista, se había transformado en una quimera. La pérdida del primer gran amor le nublaba la conciencia, más allá de los días aciagos de la derrota. Pero lo peor no era eso. Barruntaba con una extraña certeza que el causante de aquel inmenso dolor había sido su propio hermano. Él movió los hilos. Todo había ocurrido por su cruel deseo de que las cosas fueran a su manera. Él organizó el traslado de su querida prima y de su madre a Valencia. No necesitaba que nadie se lo confirmase, lo había leído en los ojos de Araceli. Su encuentro en la plaza del Cid fue determinante.

El dolor, cuando es intenso, convierte al herido en un animal. Estos no entienden de lazos sanguíneos y son capaces de montar a la madre, matar al padre o tirar una dentellada mortal al cuello del hermano. No poseen el freno del tabú, la religión o la tradición. Sus pulsiones las dicta la necesidad, bien sea de comida, supervivencia o procreación. Manuel estaba más que dolido, lacerado por la traición consciente de su hermano. Si hacer el mal era impedir que surgiese la mejor versión de uno mismo, como solía decir su maestro de escuela allá en el viejo barrio madrileño, su hermano había cercenado todo un universo de sus posibilidades personales. Manuel se sentía un tullido, de por vida...

—¿Qué pasa, hermanito? —preguntó el mayor huyéndole la mirada.

—Vengo de la plaza del Cid.

—Sí, ¿y?

—He visto a la prima —terminó, y un silencio crudo recorrió el espacio que los separaba.

—No me digas que aún sigues colgado de sus faldas, pero...

—Eres un cabrón.

Ramón se tensó como la cuerda de un violín. Un insulto era una falta, viniera de quien fuese. Por menos de aquello había paseado a algún infeliz. Con la pendencia cautiva en la mirada, se contuvo, para algo era el mayor de los dos:

—Escucha. La ciudad caerá pronto —comenzó, tratando de evitar la confrontación—, nadie sabe qué será de nosotros en unos días. Todo por lo que hemos luchado va a desaparecer. No me vengas con esas, ahora. —La pena en el tono de su voz era incontestable. Ramón ya acariciaba en secreto la posibilidad de burlar el cerco, alcanzar la zona republicana al norte y seguir luchando.

Manuel, al escucharlo abatido, ni siquiera vio asomarse una miga del afecto que había sentido por él tiempo atrás. Solo notaba su corazón contra el pecho y el vacío en el alma pidiendo guerra. Tan solo era quien lo había traicionado. No podía albergar más que odio.

—He quedado con los compañeros en La malquerida, ¿por qué no te vienes y te olvidas de todo? —fue el último intento de Ramón por calmar la tensión.

—No, yo no soy un combatiente, también te ocupaste de eso.

—Es verdad, pero eres mi hermano, y con eso basta. —Basta, ¿para qué?

—Para que se te trate con respeto, te den un trago de vino y, si quieres, para pasar un buen rato con alguna de las chicas del local.

La insensibilidad surgió entre ellos como un muro. Ya solo podía hablar la violencia. Aquellas burdas palabras y los desapegos varios se le concretaron a Manuel en una cólera desbordada. Lo miró como si no lo conociera, como si fuera un extraño que le estaba pisando la vida, y lo odió con tal intensidad que le dolieron las entrañas. Manuel era virgen en ardores, los amorosos se le habían quedado a medias y los del desprecio los estaba descubriendo.

Sin pensar, se abalanzó sobre la silla donde descansaba la cartuchera. Echó mano al arma y la desenfundó torpemente. Al sacarla, su peso le pareció excesivo y pensó que se le caería. Se recompuso y al instante siguiente apuntaba a su hermano con el brazo encogido, tenso como una rama a punto de ceder al empuje del viento. Ramón pasó de la sonrisa incipiente a la incredulidad, hasta instalarse en una preocupante angustia. Él sabía lo difícil que era matar a alguien, pero el solo hecho de que su hermano menor lo encañonase, lo descomponía.

—Manuel, ¿qué haces?... deja eso. —Y se dirigió hacia él con ademán autoritario, dispuesto a desarmarlo.

—¡Cállate! —le gritó enrabietado, haciendo vacilar el arma—. Y quédate donde estás.

La cama los separaba, mientras un silencio imposible se apoderó de la estancia. Manuel sentía el frío metal sobre su piel. El tacto del gatillo se le antojaba áspero y se preguntaba cómo sonaría aquel artefacto al accionarse. Pensó en el proyectil rompiendo la carne de su hermano y aquello, lejos de calmarlo, lo desazonó aún más. En su mente confusa se paseaban Araceli, su madre, los juegos de canicas de dos niños en el descampado tras la casa familiar... y la mano le pesó toda una vida.

Ramón percibió el titubeo y, con las tranquilizadoras manos abiertas por delante, se fue acercando a Manuel. Le había hecho más daño del que pensaba. Nunca imaginó que las cosas saldrían así. Este, tras escasos segundos, se dio por vencido. No podía dispararle, por mucho que lo odiase en ese instante. Dejó caer el brazo y, exhausto, lloró con la calma triste del que ha nacido al mal del mundo.

El peligro comenzaba a desvanecerse y, aunque el mayor de los hermanos hubiera querido abofetearlo, se reprimió sin entender por qué. Colocó, con excesiva fuerza para ser una caricia, su mano derecha en la nuca y con la izquierda lo desarmó sin violencia. Suspiró, entonces, Ramón, que no se sintió del todo liberado hasta que giró sobre su mano el cañón del arma, mirando esta hacia abajo. Quedaron, por un instante, pegados pero sin fundirse, en aquel extraño abrazo. No querían salir de ese marco, pues no sabían lo que venía después. El uno ahogado en lágrimas, el otro tratando de comprender lo ocurrido, permanecieron quietos y callados. Manuel, sintiendo el aliento familiar y viciado de su hermano cerca de él, volvió a recordar las afrentas, la pena y el dolor. Se revolvió entonces con furia, deshaciéndose de la firme caricia que lo aprisionaba y salió a la carrera de la habitación.

Ramón escuchó las pisadas alejarse calle abajo. No sabía lo lejos que llevarían a su hermano de él.