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La cúpula de los secretos
Las letras doradas sobre el pórtico, enfrentadas a la parte trasera del Palacio de la Ópera, anunciaban la llegada a las Galerías Lafayette. Los cantos de sirena de la moda parisina se veían sustituidos en el interior del establecimiento por ardores consumistas. La luz áurea, aparentemente tangible, de la grandiosa cúpula sumía a los clientes en un estado placentero. Eran los reyes del instante, cubiertos a una treintena de metros sobre sus cabezas por una corona de acero y vidrio, envueltos en un halo de ecos neobizantinos de millones de centímetros cúbicos de aire.
La actriz fue pronto atendida por una legión de dependientas, tan hermosas como desocupadas, que holgaban alegremente a esa mediana hora de la mañana otoñal. Las pugnas por enseñar a la estrella las mejores marcas de moda no se hicieron esperar y la propia Claire tuvo que poner paz, estableciendo un orden para la intensa tournée expositiva. Se iniciaba así un agitado y distraído dispendio de divisas americanas que parecía no preocupar a la Darnell. El objetivo era apoderarse del glamour de las firmas europeas antes que nadie, ya se harían cuentas más tarde.
Ramón asistió al espectáculo de las compras como un divertido convidado de piedra. Ajeno a todo ello, se dio cuenta de que podía controlar los movimientos de la pareja protagonista de los desvelos de las empleadas sin alejarse demasiado del círculo central del edificio, es decir, sin perder de vista la cúpula. El espacio que dibujara en su mente modernista Ferdinand Chanut lo había atrapado. Se sentía preso de su amable elegancia. Nunca había entrado en ese lugar y no podía dejar de pensar en cómo sería el reverso de la bóveda, la otra cara de la belleza. Imaginó la estructura exterior como una inmensa tela de araña de erizados hierros, cuyos huecos trapezoidales se cubrían con cristales de vivos colores, verdes, naranjas y azules, mezclados desproporcionadamente con el gris, macizo y férreo, de vigas y travesaños. Abandonó esa turbadora imagen para regocijarse, interrumpido a ratos por su labor de vigilancia, en los blasones que adornaban la base de las cristaleras. Terminó por perderse en las minuciosamente labradas hojas que formaban los barrotes de las balconadas. Publicidad y encanto se conjugaban fácilmente en aquel espacio acogedor, donde se respiraba ocio. Cada instante era un gozo, cada compra una inversión.
Así pasaron algunas horas, sin que la luz cambiase demasiado en el interior. El artificio lumínico, como si fuese un gigantesco paraguas engarzado de bombillas, se desvelaba con el simple avance del día. A pesar del tiempo transcurrido, Monetta Eloyse Darnell no desistía en su empeño, llegando incluso a agotar a la joven Claire, que tras acompañarla fielmente toda la mañana a través de media docena de primeras firmas de costura, había necesitado sentarse. Parecía que la actriz animaba sus deseos de investigación estilística en quiméricos proyectos cinematográficos. Elegir vestidos para futuras e improbables galas requería una energía nada despreciable.
El descanso de la sufrida ayudante vino a producirse en un pequeño café, donde ya estaba Ramón, situado al borde de uno de los salientes que se asomaban al confortable vacío bajo la cúpula. Sobre ellos, la decoración rosácea del arco superior recordaba a unas tenues hojas de acanto, que combinaba con los tonos mostaza del ambiente. Desde allí podían observar las últimas idas y venidas de la estrella a través de los abiertos corredores:
—Se nota que la conoce bien —comentó Ramón.
—Por favor, haz el favor de tutearme. Te lo ruego.
—De acuerdo, si así lo quieres.
—Sí, nos entendemos a la perfección desde que yo era una adolescente.
—No creo que haya pasado demasiado tiempo desde entonces —fue la respuesta de Ramón. Un ligero rubor avivó las claras mejillas de la joven, pero se extinguió ante la duda de si aquello era un halago—. ¿Desde cuándo os conocéis? —siguió el chófer metido a guardaespaldas.
—La nuestra es una historia sencilla, una amistad de vecinos. Mis padres tienen un rancho en Texas y el marido de Mony, quiero decir de madame Darnell, compró el terreno contiguo al nuestro. Desde hace unos años hemos sido vecinas esporádicas.
—¿Esporádicas?
—Sí, el trabajo y las obligaciones profesionales le hacían pasar largas temporadas fuera de casa, pero cada vez que Monetta y Roy, su actual marido —lo dijo con prisa, apartando la mirada, consciente de que esa situación podía cambiar inmediatamente—, estaban allí una temporada nos invitaban y pasábamos unas veladas espléndidas —concluyó con una suerte de fascinación infantil hacia la artista.
—La aprecias mucho, ¿verdad?
—Siempre he admirado su trabajo. Primero nos hicimos amigas y poco después, con el consentimiento de mi familia, me convertí en su asistente personal. Junto a ella he salido de mi Texas natal, he recorrido mi país, he visitado Hollywood, Nueva York y Hawái, entre otros lugares, y ahora Europa. —Hablaba con la excitación propia de la juventud—. He conocido personajes de todo tipo, he aprendido mucho, le debo tanto... —No quiso pensar en los recientes desequilibrios mentales de la estrella, ni en las noches en las que tenía que esconder las botellas en los hoteles, ni siquiera en la crisis profesional y conyugal que estaba pasando o en sus ataques de mal genio, cada vez menos espaciados en el tiempo. A pesar de todo ello, sentía que le debía mucho.
—Nada es comparable a una buena amistad —comentó Ramón percibiendo una sombra de pesar en su compañera. Pensaba en Rafael, en la calidez de sus charlas, y en los amigos caídos, con los que ya no podría conversar nunca más. Sacó, como de costumbre, el tabaco para ahogar entre sus humos las penas y le ofreció uno a ella. No sabía muy bien por qué lo hizo. Nunca, hasta entonces, la había visto fumar.
Mientras las empleadas llevaban las numerosas compras de la estrella hasta donde se encontraban Ramón y Claire, Linda Darnell recorrió sola los enormes corredores de las Galerías Lafayette. Allí, en un espacio apartado, se topó con una librería. No era una lectora consumada, pero no pudo evitar centrar su atención en una novedad que se anunciaba en el lugar. Entre pilas de libros y carteles publicitarios observó que se trataba de la edición francesa de la nueva novela de Agatha Christie, titulada El espejo se rajó de parte a parte. Aquella obra de la escritora inglesa, aparecida con anterioridad en Estados Unidos, había causado un gran revuelo en los mentideros de Hollywood, a pesar de que la Editorial Collins le había sugerido a la autora que cambiase algunos elementos en ella. A nadie se le escapaba que recogía, convenientemente modificado, un episodio de la desdichada vida de la bellísima Gene Tierney. A mediados de los años cuarenta, la actriz neoyorquina había realizado una gira promocional por Alemania mientras estaba embarazada de su primera hija, antes de convertirse en la musa de Otto Preminger en el film Laura, papel por el que cobraría una considerable notoriedad. Todo fue bien, pero cuando regresó a Estados Unidos y dio a luz a la niña, Daria, esta nació con un grave retraso mental. Un tiempo más tarde, una admiradora le confesaría que durante aquel recorrido promocional se había escapado de una cuarentena para acudir a verla y había logrado acercarse a ella lo suficiente para besarla, aun a sabiendas de que era portadora de la rubeola. Gene entendió abruptamente que la infortunada fan era la inconsciente culpable de la enfermedad de su hija. A partir de ahí, un largo peregrinar por hospitales psiquiátricos y médicos del alma dejarían huella en el ya no tan terso rostro de la actriz, que nunca remontaría el vuelo. La novela de Agatha Christie tomaba esa revelación, la de la admiradora exaltada, como motivo de un crimen pasional que Miss Marple debía investigar en el entorno de un rodaje cinematográfico. Las resonancias amarillistas eran tan palpables como las tablas calientes de un escenario.
La Darnell, conocedora de la historia, se había sentido especialmente conmovida por ella. Recordaba con nitidez el lejano y fugaz encuentro con aquel rostro de plata en los pasillos de la Fox, la empresa de estudios en la que ambas hicieron carrera. Esa fue la primera vez que la vio en persona.
Había muchos puntos en común entre las dos mujeres. A Gene Tierney la lanzó a la fama Otto Preminger con la intrigante Laura, entre halagos de ser la más bella actriz que había dirigido. El mismo director firmaría tres títulos con Linda Darnell como protagonista, ¿Ángel o diablo?, Ambiciosa y Cartas envenenadas. Ambas fueron grandes estrellas en los cuarenta y cincuenta, pero el complejo y cambiante cine americano de los años sesenta no les permitía encontrar su sitio, lanzándolas, con diverso grado de violencia, por la inclinada pendiente del olvido. Además, por si todo eso fuera poco, eran vecinas lejanas de la ciudad de Houston, Texas. Gene Tierney, tras una tumultuosa vida amorosa, ámbito en el que la Darnell tenía igualmente un largo currículum, había caído en los brazos del multimillonario texano W. Howard Lee, a la sazón exmarido de la también actriz Hedy Lamarr. En el verano de 1960, la feliz pareja apareció por los reducidos círculos sociales sureños. Allí volvieron a coincidir las dos estrellas decadentes entre rifas benéficas y rancios bailes.
Se dice que es cierto aquello de los odios entre las bellezas, pero en este caso, el intenso y común vapuleo al que las había sometido la vida, unido al sentimiento de ocaso profesional, sirvió como caldo de cultivo para una franca cordialidad. Las dos fumaban sin parar y la Darnell recordó divertida cómo Gene aseguraba que debía aumentar el número de cigarrillos por día, puesto que era la única manera de dejar de sonar como una Minnie Mouse enfadada en pantalla. Del mismo modo, le hizo mucha gracia cuando en una puesta de largo de una de las más educadas jovencitas de Texas, y tras unos cuantos cócteles, Gene la hizo partícipe de una frase, muestra de su desencanto, que posteriormente se haría célebre: «Si mi vida hubiese sido una película, me pregunto si el director habría elegido a Gene Tierney para protagonizarla...».
Linda Darnell cogió el libro entre sus manos sintiendo el dolor ajeno que esas letras habían causado. Deseó, con todas sus fuerzas, renacer de sus cenizas y ocupar el sitio que artísticamente sentía que le correspondía. Soltó el libro con el secreto anhelo de evitar que sus miserias ocupasen un día las páginas de una novela.