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El aliento de Morfeo

Linda Darnell se rindió ante el elegante lecho de la suite del Ritz-París. La estancia estaba excesivamente decorada con dorados y volutas de escayola en el techo y las paredes, pero ella se sentía cómoda. Aprendió a hacerlo en sus primeros años de trabajo como actriz, cuando cada hotel se convertía en su casa.

Frente a la inmensa cama poblada de almohadones, destacaba un gran armario empotrado con espejos en su exterior. El cabecero, de blancos mullidos y bordes plateados, era el comienzo de una pared cubierta con un tapiz de aires medievales. La habitación tenía un enorme ventanal que daba a la plaza Vendôme y, enfrente, una puerta corredera de madera maciza que, con dos hojas que brillaban como las estatuillas doradas de la meca del cine, daba acceso a una amplia sala. Esta, decorada en tonos beis y mostaza, le parecía a la estrella tan amplia como una cancha de tenis. En ese salón cabría cómodamente todo el equipo de una gran producción histórica. No todas las habitaciones que le habían dado a lo largo de su carrera, máxime cuando rodaban en localizaciones rurales, eran como aquella. Tenía una chimenea de mármol, una zona de estar con apetecibles sofás tapizados a juego con las paredes, tres butacas frente a ellos y una mesa baja de madera maciza, en cuyo centro reinaban unas orquídeas. Todo ello bajo la atenta mirada de una preciosa lámpara de cristales que parecía iluminar con su sola presencia el lugar. El dormitorio de Claire se encontraba al otro lado del salón. Parecía que su ayudante había consumido toda su energía sosegándola y que había abandonado cualquier actividad.

Monetta Eloyse Darnell se había dejado caer con suavidad sobre la aterciopelada colcha sin ser capaz de olvidar la dulzura, ya lejana, de otras sábanas, las de su noche de bodas. El tálamo la acogió como una madre arropa a sus crías. Toda la ilusión que una mujer podía albergar en su corazón estaba depositada en ese nuevo matrimonio. Hoy, con las emociones ajadas, el hastío le impedía verle sentido a esa relación.

Apoyada en un cojín, sintiendo los párpados empapados en hormigón y el jet lag cruzando el océano de su cerebro, se resistía a dormir. Necesitaba un minuto más de vigilia, un nuevo pensamiento consciente antes de abandonarse al vacío inmenso del sueño. Sacó un cigarrillo de la pitillera plateada con sus iniciales que él le había regalado, lo humedeció lentamente entre sus labios, lo prendió e inhaló. Siempre le había reconfortado el olor del tabaco. Desde que siendo una niña dejara su Dallas natal, ese aroma le recordaba a su padre, sus camisas, que, colgadas en el armario recién lavadas, aún conservaban tenuemente aquel perfume.

Se puso el cigarro entre los dedos, lo apartó de la boca y expulsó, lenta y dulcemente, el humo de su cuerpo. Disfrutaba de ese gesto que tantas veces había repetido frente a la cámara, bajo los focos y la mirada atenta del director, sin poder saborearlo. A base de repetir y colocarse en las marcas, aquel instante supuestamente sensual, se convertía en un suplicio para la actriz. Así de mágico podía llegar a ser el cine, transformando el tedio en emoción y la emoción en tedio. Ahora se cobraba su íntima venganza, acariciando con calma las volutas de humo que dibujaban formas irregulares en el aire, para finalmente desvanecerse por toda la habitación. Lo repitió un par de veces y, antes de que hubiera una tercera, la atrapó el pesado aliento de Morfeo.

Una nube grisácea la envolvía, su cuerpo flotaba en el limbo del duermevela cuando, inconscientemente, estiró el brazo y el cigarro salió despedido contra el suelo. Rebotó en una carísima alfombra persa, soltó tres ínfimas chispas y se detuvo, marcado con una sospechosa sombra de carmín rosado, sobre una lujosa tarima de madera noble, donde su fuerza se extinguió en menos de un minuto. No sería la última vez que algo así le ocurriría.