35
Telas de araña en la orilla del Sena
Maurice Papon permanecía impertérrito, fumando con delicadeza y gracia, en el asiento trasero de su gran coche negro a pesar del revuelo exterior. Estaba aparcado en los aledaños de la Prefectura de Policía. Tras él, frente a un conglomerado de edificios solemnes marcados por tonos grises, que mezclaba por un lado la belleza de la Sainte Chapelle y por el otro, mirando hacia Notre Dame, la austeridad de las dependencias de los cuerpos del orden, podía observarse un gran despliegue de seguridad. Papon siempre había considerado que la Île de la Cité formaba parte de sus dominios. Allí no podrían llegar los disturbios o las tensiones sociales. Aquel día cambiaría de opinión. En ese momento, los restos del atardecer anaranjaban puntualmente el oscuro aire de la ciudad. El día tocaba a su fin y las sombras comenzaban a cabalgar sobre las nubes, mientras un nutrido grupo de oficiales revoloteaba en torno al vehículo.
Los gendarmes comenzaban a inquietarse. Los gritos de la multitudinaria manifestación de argelinos se animaban. Era martes, 17 de octubre de 1961. Una masa humana, compacta y decidida, se arremolinaba en la orilla sur de ese almendrado pedazo de tierra que adorna el gran cauce del Sena. Miles de hombres surgían de las calles cercanas, salían del metro Cité y se juntaban como una legión en las avenidas que desembocaban en esa línea de defensa tras la cual estaba Papon, saboreando, muy tranquilo, su pitillo. El ambiente se caldeaba. El colectivo estaba encendido por el reciente decreto que imponía el toque de queda sobre ellos. Los gritos a favor del FLN y de una Argelia independiente ascendían a un cielo neutro, tanto por su color, como por su ocupante. No estaba claro si sería el Dios cristiano o el musulmán el que escucharía aquellos gritos.
La presencia en ese lugar del alargado automóvil negro, con sus insignias oficiales y su bandera tricolor, constituía una metáfora del propio comisario de policía. Él se interponía físicamente entre los argelinos y sus propósitos; obstaculizaba, material y políticamente, su avance, tanto en la independencia nacional como en las protestas urbanas.
Papon observó la situación, arrojó la colilla por la ventana del coche y, con sus finos dedos, hizo un gesto enérgico a un capitán de la gendarmería. Este, apostado como un mástil frente a su puerta, se acercó. Le dio la orden de cargar. Debían hacerlo sin miramientos, con todo lo que tuvieran, pues el poderoso y bien situado ministro del Interior Roger Frey los respaldaba. Él, personalmente, se había ocupado de mover los hilos necesarios para conseguir esos apoyos. En ese mismo momento, Ramón se detenía delante del Ritz.
En esta ocasión recogió únicamente a madame Darnell y a Claire. Se dirigirían a la Gare du Lyon, al famoso restaurante Le Train Bleu, donde se unirían a ellos el alegre François y, si no causaba baja tras su estelar conquista, el maduro y bello Marcello. La situación le permitiría, esperaba él, arrancar un rato de intimidad con Claire. Hacía un día de su encuentro y aún no había podido hablar con ella. Le habían sucedido tantas cosas desde entonces que la necesitaba.
Las damas, hermosas y engalanadas, subieron al DS, que inició su suave rodaje. Al poco, las miradas de Ramón y Claire se cruzaban sin disimulo en el espejo retrovisor. Alertada la actriz por su natural curiosidad, fumaba divertida y les dejaba hacer sin decir nada. El chófer, deseoso de prolongar la situación, decidió dar un rodeo, esos períodos en el coche eran como un limbo, no hacían avanzar el tiempo, no había sufrimiento en ellos. Así, aunque no era necesario, cruzó el Sena por el puente de la Concordia, bajo la ausente sombra del obelisco que coronaba la plaza. A continuación, se dispuso a avanzar un buen trecho por la orilla izquierda del caudaloso río, que ya se vestía con las primeras luces de la ciudad. Sabía que a la Darnell le agradaría ese recorrido. Finalmente tenía pensado volver a cruzar el cauce para alcanzar la gare a la altura del pasadizo de Austerlitz, sería un paseo precioso. Lo que acabaron presenciando no tenía nada que ver con el proyecto de Ramón. Al pasar por la Concordia, la gran actividad policial en el lugar les llamó la atención. La plaza parecía casi tan agitada como en las jornadas revolucionarias, cuando Luis XVI fue ejecutado en aquel mismo lugar. A pesar de ello, no se detuvieron hasta un buen trecho más adelante, en las cercanías del bulevar Saint-Michel, donde la multitud de gente, tanto en las aceras como en la calzada, hacía imposible la conducción.
Ramón aparcó el coche a un lado de la calle y se bajó para ver qué ocurría. Le sorprendió ver a escasos metros de él a jóvenes y mayores corriendo en la misma dirección, hacia la manifestación que se desarrollaba principalmente al otro lado del puente del mismo nombre. Bajo las luces de las farolas, le pareció ver a Rafael cruzando el viaducto en dirección al centro de aquella tormenta humana. Se sorprendió, pero de forma instintiva supo lo que debía hacer. Les pidió a sus pasajeras, cuyos rostros demostraban un temor creciente, que no se movieran de allí y, sin más explicación, las abandonó. Entonces cruzó a la carrera, con los pulmones ardiéndole, la pasarela de cemento que salvaba el río y vio lo que estaba ocurriendo allí. Los gendarmes cargaban salvajemente, porra en mano, contra todos los presentes. Había dos hileras de policías que avanzaban y retrocedían como una serpiente gigante, capaz de aplastarlo todo. Algunos huían a paso ligero con regueros de sangre manando de sus sienes y labios, pero otros, la inmensa mayoría, se mantenían firmes, se enfrentaban sin armas a una guardia dura y agresiva. Lo que Ramón no podía saber es que aquella manifestación no era solo por el toque de queda. Era una verdadera muestra de fuerza del FLN, que las autoridades francesas habían menospreciado. A lo largo de la tarde habían dado la batalla en toda la ciudad; desde Defense hasta Nevilly, pasando por los Grandes Bulevares, todo París estaba patas arriba. Ramón tenía que usar los brazos para sortear a la gente que se movía como loca, pero en un destello de suerte creyó reconocer a Rafael. Se acercó corriendo, estaba en el medio de la reyerta policial. Una pareja de los famosos CRS, las Compañías Republicanas de Seguridad, que probablemente se habían desplazado para ayudar en la defensa de la prefectura, trataban de llevárselo mientras él se resistía con sus menguadas fuerzas al arresto. Cuando llegó a su lado estaba prácticamente reducido. Su aparición fue un acicate, y el anciano, con el rostro desencajado, volvió a forcejear aferrándose a las solapas de Ramón y repitiendo su nombre. En ese momento, un grupo de argelinos trató de ayudarlo a zafarse de la presa, pero todo fue imposible. Apartados a base de golpes de madera blanca, Ramón vio en su mirada, mientras lo alejaban, una pena interminable. Tuvo la sensación de que nunca lo volvería a ver.
—Pero ¿por qué se lo llevan? —le preguntó Ramón, desesperado, a uno de los que habían acudido en su auxilio, levantando la voz para hacerse escuchar en medio del estruendo.
—¿Has leído Pasos en la arena? —respondió, enigmático, el que tenía más cerca y salió corriendo. El español lo entendió todo. Buscó a su viejo amigo y pudo ver cómo lo subían a un furgón. Creyó que lo miraba resignado una vez más y comprendió que lo había protegido al no decirle quién era. El miedo a lo que le pudiera ocurrir en un nuevo episodio con las fuerzas del orden lo había quebrado, ya no era el luchador digno del jardín del Museo Cluny, pero había dado la talla. Había ido allí por su propio pie a defender las ideas que consideraba justas, aunque a Ramón le pareciera una tontería dejarse matar por ellas.
El aumento del griterío lo sacó de su ensoñación. Las líneas de la policía avanzaban sin contemplaciones. La represión se había vuelto bestial, estaban dispuestos a acabar con aquella protesta a costa de lo que fuera. Desde las calles, iluminadas por las farolas circulares como tristes lunas llenas, llovían cuerpos de jóvenes que, propulsados por los gendarmes, moteaban la superficie del río. La sangre de sus heridas abiertas enturbiaba las aguas del Sena, que se tragaban como un pozo negro a los más debilitados por los golpes. Algunos cuerpos, ya cadáveres, amerizaban violentamente en la que sería su húmeda tumba, otros chapoteaban desfallecidos tratando de ganar la orilla para escapar del frío y de las fauces fluviales que los atenazaban. Aunque el peligro continuaba allí, pues algunos agentes remataban a sus víctimas en los pasillos inferiores del río. Debajo del Pont Saint-Michel se seguía peleando. El caos reinante no cesaba, a cada golpe le respondía una nueva remesa de argelinos que llegaban desde cualquier lugar. Las bocas de metro escupían gente y la situación volvía a empezar en un excesivo e interminable bucle.
Ramón no podía creer lo que veía: la violencia se había desatado en el corazón de París. Entonces se acordó de su hermano y lo echó de menos. Mientras miraba a su alrededor, pensó en sus charlas, en cómo le explicaba que quería vivir en paz. Estaba claro que no lo había conseguido. Un reflejo lo arrancó de sus recuerdos. A unos cuarenta metros frente a él, ahora que el muro de policías se movía en todas direcciones, vio el coche negro de Maurice Papon y, como un rayo, se plantó delante.
Resoplando, aturdido y tenso, se colocó a un lado del coche, como hiciera en otras ocasiones. El prefecto de policía bajó media ventanilla y lo observó desafiante, sin decir nada, su rostro aniñado no mostraba ni preocupación, ni la más mínima muestra de arrepentimiento por lo que estaba ocurriendo. Ramón pudo verlo mejor tras el fogonazo del mechero con el que se prendía un nuevo cigarrillo. Se sintió utilizado por las mismas manos poderosas de siempre. El comisario había jugado bien sus cartas, había cernido una amenaza fantasma sobre la Darnell y lo había utilizado para construir esa ficción. Solo era un peón en una farsa que nunca sabría bien hasta dónde llegaba. El objetivo del manipulador que tenía en frente se había concretado allí, en aquel día, en ese momento, en esa violencia. Lo vio todo claro. Supo, con la misma claridad de la luz del día, que solo había sido, como en tantas otras ocasiones de las que había huido, una pieza más del engranaje del poder. En su interior se acumulaban las emociones como los estratos de la historia con el paso de los siglos. De repente, se sintió cerca de Jacqueline y un lejano rencor lo invadió por el hecho de que Papon hubiese sido colaboracionista con los nazis, lo había tenido siempre ahí, pero ahora salía a la superficie. Volvió a recordar a Manuel, muerto en una guerra que no era la suya, pero en la que el prefecto de policía se había ocupado de involucrarlo. Pensó en la traición involuntaria en la que lo habían hecho caer, necesitaba desprenderse de ella. Era un veneno que le sellaba cada poro de la piel. Cruzó su mente la imagen del joven argelino cayendo desplomado a sus pies frente a Linda Darnell y todo ello se unió en su garganta. Los rencores antiguos se sumaban a los nuevos. Las afrentas sufridas, más aún cuando se ha huido de ellas, pedían una reparación, y en el corazón del español saltó una espoleta. Como impulsado por un latigazo eléctrico, metió su mano en el interior de la chaqueta, agarró fieramente el revólver y lo sacó describiendo una línea curva en dirección al jefe de policía. En ese momento pensó en su buen amigo Paco, compañero de fatigas caído en la resistencia, y se dio cuenta de la paradoja. La misma pistola con la que nunca pudo encañonar al entonces joven Maurice Papon cumplía, diecisiete años después, su anhelado propósito. En cuanto fijase el objetivo tiraría a matar. No llegó a hacerlo, pues antes de que su brazo se extendiera del todo, completando el recorrido, el gesto quedó interrumpido por lo que le pareció un impacto colosal, primero en el brazo y justo después en los riñones. Los golpes le produjeron una descarga nerviosa. Fueron tan contundentes que perdió el arma y se desplomó sobre los adoquines de la calle. Mientras se desvanecía, creyó percibir una figura oscura, ancha y trajeada que se alejaba de él. Los gorilas de Papon, eficaces hasta el fin.