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El mar de arena

Cuando aún humeaba el suelo por el impacto de los proyectiles que acabaron con la vida de Manuel, aparecieron unas sombras en el horizonte. La otrora colosal y altiva caravana surcaba el desierto a lomos de sus camellos. Los imohag, como se llaman a sí mismos los hombres de la arena, los tuareg, han recorrido durante siglos los páramos del sur argelino. La menguada comitiva, tocada con turbantes azul eléctrico, no pasaba de ser un escaso cuarteto, todos integrantes de la misma familia, la célebre Sayah. Desde la distancia se diría que sus figuras bailaban, como juncos sometidos a los caprichos del viento, al son de cada paso de sus monturas.

Se refugiaron a la sombra de una extraña formación rocosa, surgida entre las dunas como un rayo procedente del centro de la Tierra, situada a escasas jornadas de los montes de Hoggar. Tras haber avanzado incontables kilómetros, habían observado en la lejanía el vuelo picado de unas aves carroñeras. Los buitres se daban un festín de despojos sobre el mantel de la tierra yerma. Sería, sin duda, por el efecto de las poderosas bestias de acero que pocas horas antes habían visto sobrevolar la arena. Lo que no sabían es que el efecto de los bombarderos había destrozado a toda una unidad de combate argelina.

Durante la parada, el hombre maduro que encabezaba el grupo comió un dátil y tomó un sorbo de agua. Al terminar, giró la cabeza hacia la roca. Sabía lo que encontraría allí. Una pintura milenaria adornaba la superficie de la inmensa piedra. Una esfera, que podría representar al Sol, estaba rodeada por un círculo mayor, en torno al cual se asomaban lo que parecían hombres y bestias. Las siluetas lo saludaron alegres desde otra época. Los pigmentos rojizos y negros le hicieron recordar la noche estrellada en que su padre, muchas lunas atrás, le hizo partícipe de la magia de aquel lugar intenso. Retornó de sus cavilaciones y ordenó seguir la marcha.

Cuando alcanzaron el lugar se detuvieron, mientras los cuerpos descompuestos eran atacados por los picotazos de las aves. Cada vez se unían más a la comilona, atenuando su vertiginoso descenso desde el cielo despejado con sus grandes alas. El primer jinete contempló la escena. Las guerras de los europeos nunca les habían interesado, a pesar de que los franceses, desde su llegada al desierto, habían controlado los pozos y aduares, sometiendo a las tribus nómadas poco a poco, sin una guerra, sin una gran batalla, tan solo con el dominio del terreno. Nunca se habían unido a los independentistas, su nación no era esa, sino la de los hijos del viento, su propio pueblo, los tuareg.

Observaron que uno de los cadáveres, irreconocible por las heridas y la incipiente descomposición, sostenía, como si de una garra se tratase, una piedra con una extraña inscripción y forma de corazón entre sus dedos. El más joven de la comitiva quiso acercarse para verla mejor, pero quien abría la marcha se lo impidió, tajante, con un gesto que lo obligó a volver a su montura. Arrancar la piedra de esa mano hubiera sido peor que robarle el alma a aquel hombre.

El zumbido lejano de un jeep acercándose, seguramente atraído por el vuelo de los buitres, les hizo reanudar la marcha. Por la zona en la que se encontraban podían ser tanto franceses como hombres del FLN, pero, fueran quienes fuesen, los imohag preferían evitar el contacto, este nunca les había reportado nada positivo. Continuaron su camino con el ánimo alterado y la retina llena de perturbadoras imágenes.