11
Un amigo
Hacía frío, la ciudad estaba triste y, por un momento, un cielo albayalde amenazó con llorar nieve. El jardín refugio, adosado al Museo Cluny, acogía perezoso una tímida hora violeta. El sol, esquivo durante toda la jornada, comenzaba a despedirse del horizonte.
Las bajas temperaturas herían las manos y el rostro como infinitos y finos cristales. Ramón, sentado en su banco habitual, fumaba despacio tratando de acallar los demonios que se habían despertado en su interior. Tan solo un periódico, mudo y usado, era testigo de la conversación:
—Y eso no es lo peor... —le decía a su amigo Rafael, acomodado junto a él. Este era un hombre mayor, con una considerable calva de la que sobresalían, haciendo las veces de antenas, unos cabellos escasos y prodigiosos, pues mantenían una ondulante verticalidad que daba alegría a su cara. La barba entrecana y corta y los ojos chispeantes completaban la estampa del antiguo profesor.
—Dime, dime —dijo inquieto—, que me tienes en un membrete.
—¿Cómo? Será en un brete —corrigió Ramón.
—Pues eso, en un membrete —concluyó el otro, divertido. Desde sus años de estudiante de filología le habían gustado los equívocos y juegos de palabras.
Ramón rio sin ganas el mal chiste y la tensión se relajó momentáneamente:
—Papon quiere —empezó, como si no pudiese decirlo—, no te lo vas a creer —se detuvo de nuevo—, ¡que haga de escolta de la Darnell!
—Pero ¿cómo es eso? —La frente arrugada concentraba toda la incredulidad de la que aquel anciano era capaz.
—Sí, como soy su chófer, me pide que la vigile de cerca, que esté atento a posibles amenazas, que si se encuentra en una situación comprometida actúe a su favor.
—Pero, Ramón, si hace más de quince años que no participas en ninguna operación, puede que tengas más oxidada el alma, y las articulaciones, que tu viejo revólver.
—Lo sé. Le he dicho que no estoy preparado para esa tarea, pero...
—No me digas más, no te ha escuchado. —Rafael, quizá por su edad, era consciente de las ocultas e ingobernables fuerzas que lo dirigen todo.
—Exacto, pero, además, el muy cabrón —dijo cada palabra con una extraña intensidad— me ha recordado mi pasado de miliciano, la época de la resistencia, por la que incluso me ha felicitado, el maquis... sabía bastante sobre mí.
—No lo dudes, un tipo como ese cuenta con mucha información.
—También me ha dicho que el que ha luchado en una guerra, el que ha usado las armas, nunca podrá olvidar determinadas cosas, y —se detuvo un momento sopesando la idea— algo de razón tiene.
—Perdona la desconfianza, pero ¿se supone que tú solo vas a hacer frente a una incierta agresión?
—No te preocupes que, en este caso, la duda no ofende. En realidad, me ha dicho que ellos montarán un discreto y eficaz sistema de vigilancia a nuestro alrededor. Yo solo debo colaborar y estar pendiente de lo que surja. Menuda papeleta, ¿verdad?
—Así, sin más.
—Eso es.
—Aquila non capit muscas —sentenció el profesor—. No entiendo cómo un hombre tan poderoso acude a ti para tales labores. Todo esto me huele muy mal.
—A mí también me lo parece —confirmó Ramón—, pero no puedo negarme. Me ha insinuado que al otro lado de la frontera se alegrarían mucho, dado mi pasado y mi actividad política, si me denegasen la residencia en la República Francesa. —Hizo una mueca y concluyó—: Hay que joderse.
La noche había tomado al asalto el cielo parisino y esas mismas sombras se instalaron en sus ánimos. Ramón siguió:
—Esta situación me ha recordado tantas cosas... —Se detuvo con la mente en el pasado—. A otros lugares y a otras gentes, pero sobre todo a la guerra y lo que se siente en ella.
—Puede que nunca la hayas abandonado del todo. —Hablaba con la mirada perdida—. Quizá yo tampoco.