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Le Procope

Bordeaban los jardines de la abadía benedictina de Saint-Germain-des-Prés, sede del primer enterramiento de los reyes merovingios, sumergidos en la fría noche parisina. Ramón no dejaba de pensar que ese era el camino para llegar al jardín interior, puesto que el Museo Cluny se encontraba pocas calles más arriba. La desazón por la nueva misiva de Manuel había venido a hacerse más fuerte que su preocupación por Rafael. Le angustiaba que todo acabase coincidiendo en esa maldita guerra colonial. Un hermano luchando en ella y un amigo implicado políticamente en la defensa de los argelinos, aunque se negase a reconocerlo. Una vez más, la política venía a asaltar su pacífica existencia alterándolo todo, como en los años de las grandes guerras.

El DS surcaba, preciso, las calles de la ciudad. En esta ocasión, los asientos tapizados de elegante cuero blanco se encontraban completamente ocupados. En el asiento trasero, madame Darnell era flanqueada por François y por el hermoso Marcello, mientras que a su lado, haciendo de copiloto involuntario, estaba Claire. Todos de etiqueta para una suntuosa cena, organizada, una vez más, por el cicerone máximo, el periodista a ratos, maduro galán y ocasional informador de los servicios secretos franceses. Entre los privilegios del bueno de François estaba el de conocer a todo el mundo en París.

Los lúgubres pensamientos de Ramón no se hicieron, esta vez, extensivos a todo el vehículo. El ambiente distendido se reflejaba en las miradas furtivas que Linda Darnell lanzaba, entre calada y calada, al sardo, que se las mantenía con una sensual sonrisilla instalada en los labios. El chófer captó la situación desde el espejo retrovisor y se alegró. Llevaba unos días con aquellas personas, antes tan extrañas, y les había tomado afecto. Miró entonces de reojo a Claire, se fijó en las pecas que moteaban su piel clara y deseó besarlas. Tenía muchísimas ganas de verla tras el mágico roce de sus manos, pero no sabía cómo comportarse. Le avergonzaba parecer un colegial enamorado y mostrarse torpe a su edad. Lo cierto es que se sentía como si fuese su primer amor. No habían vuelto a hablar; es más, no había hablado con ella desde que sus dedos, y él esperaba que también sus almas, se encontraran en la actuación musical de la Baker.

París era un caos de coches a pesar de la hora, las calles bullían de actividad. Aquel año de 1961 morían más personas por los accidentes de tráfico en los desplazamientos de fines de semana que en las guerras de la República. A pesar de ello, tuvieron suerte y encontraron un espacio para estacionar a pocos metros del restaurante. Le Procope estaba situado en la estrecha calle de L’Ancienne Comédie, número 13, perpendicular a la avenida Mazarino, en pleno barrio latino. La apuesta del anfitrión era realmente acertada. El exterior, decorado con travesaños de madera pintados de azul oscuro, dejaba ver las luces del que se consideraba el restaurante más antiguo de la capital, con una historia que se remontaba hasta 1686. Ramón entró cerrando el grupo y percibió, en los extremos de la calle, las voluminosas sombras del cuerpo de policía. Papon no dejaba cabos sueltos y había mandado a sus hombres a cubrir también aquella salida nocturna. Esa certeza le puso algo nervioso, recordó que era más lo que no sabía que lo que conocía de las tensiones que se estaban ejerciendo a su alrededor y soltó un rabioso «joder» en voz baja. A saber qué sorpresas le depararía la noche.

Nada más entrar en el establecimiento los recibió un elegante y amable jefe de sala. El afectuoso saludo a la estrella de cine y a sus acompañantes concluyó prácticamente con una reverencia. El gesto, muestra tanto de aprecio como de servilismo, les hizo sentirse rápidamente a gusto:

—Si me permiten, antes de llevarles a su sala privada —el restaurante ofrecía para los visitantes de excepción la posibilidad de salones para su uso exclusivo—, sería para mí un honor enseñarles algunos lugares interesantes de nuestro local.

Todos asintieron y comenzó un ilustrativo y breve recorrido por los más emblemáticos personajes históricos que se sentaron alguna vez a comer, o a beber, en el establecimiento. Voltaire, padre de la enciclopedia, tenía un impoluto escritorio de mármol allí instalado. Robespierre, Danton y Marat, los jacobinos de la Revolución Francesa, también llamados de la montaña por ocupar la parte alta de la Asamblea Nacional, se reunían en otro rincón del local, y por último, y como muestra de aprecio para la estrella norteamericana, les mostraron el lugar donde Benjamin Franklin gustaba de tomar café o chocolate caliente durante sus visitas a París. Aseguraba el guía que allí pergeñó el texto de la Constitución americana. El discurso final fue premiado con unos tímidos aplausos de Monetta y Claire, a las que les pudo el patriotismo.

Los instalaron en una acogedora mesa redonda de uno de los salones del piso superior. Se sentaron junto a una lujosa estantería de roble y un ventanal de gruesos cortinajes a juego con el mantel. Las paredes estaban decoradas al estilo del siglo XVIII, pero claramente restauradas para conservar el lujo del local.

—Recuerden, queridos amigos, que, aunque el edificio se haya remozado y actualizado —empezó François—, los adoquines de las calles son los mismos que adornaban la ciudad cuando vio la luz la enciclopedia, por lo que los lugares que hemos pisado tras dejar el coche son los mismos por los que pasaron esos hombres ilustres de los que nos han hablado.

—Resulta verdaderamente fascinante —dijo la Darnell, que siempre había gustado de ciertos elementos fetichistas, pero que nunca los había vivido con tanta intensidad como en aquel viaje.

Marcello no quería quedarse atrás en anécdotas e importancia, así que soltó:

—Creo haber leído que la educación y cortesía de los camareros de este café, como la que acabamos de presenciar, es legendaria. Tanto es así que en tiempos de Napoleón III aún seguían llevando las pelucas propias de épocas anteriores solo para dar solera al lugar.

—Eso sí que es mantener las tradiciones —bromeó la actriz.

Ramón se sintió súbitamente fuera de lugar. No entendía cómo había pasado de chófer a guardaespaldas, para acabar finalmente de acompañante nocturno. La situación no tenía sentido; aunque toda aquella gente fuese cordial con él, le resultaba difícil adaptarse a aquel mundo que nunca había sido el suyo. Claire, como si percibiera sus sentimientos, se acomodó en el asiento contiguo al suyo y, al hacerlo, rozó nuevamente su mano izquierda, encendiendo otra vez la ilusión de la jornada anterior. Ramón dudó de si se trataba de un error, un simple toque al azar, pero la mirada que ella le dedicó le hizo concluir que no y se animó notablemente, sin dejar de pensar lo mudables que somos ante los acontecimientos más nimios.

La cena transcurrió en un ambiente espléndido, entre vino del Loira y de Borgoña. Unos entrantes variados compuestos por viandas, como un par de ensaladas provenzales con legumbres crujientes, cebolla gratinada y raciones de caracoles a discreción. La mayor parte de los comensales se decidió a tomar de segundo la cabeza de ternera al estragón, el plato estrella del local, cocinada al estilo de 1686. Solo Claire y François se inclinaron por el marisco, eligiendo de común acuerdo una selección de frutos del mar.

La animada conversación deambuló del galanteo oficial a las trivialidades. Fue en los postres —un surtido variado de quesos de temporada con panecillos y mermelada de frutas acompañado por un vino italiano, pero de nombre francés, llamado Petit Rouge— cuando Marcello se atrevió a interpelar al español:

—Tengo entendido que luchó usted contra el franquismo. —Nadie le había preguntado nada directamente en toda la velada y Ramón se sintió algo incómodo.

—En efecto, así es.

—Ya sabe que en mi país también sufrimos el fascismo. Entiendo cómo debe sentirse al no poder volver a su tierra. —Daba la sensación de que el sardo hablaba por sí mismo, pero no se atrevía a ser claro sobre su pasado.

—No, no creo que se haga una idea de lo que significa dejar tu casa para no volver. El exilio es como una hoja en blanco. Hay que escribirlo, cada uno lo vive a su manera. Algunos siguen luchando, otros lo abandonan todo y otros... —Ramón se detuvo. Pensó que el italiano tenía edad suficiente para haber luchado en la Segunda Guerra Mundial, quizá se habían encontrado en algún frente, en trincheras enemigas, y ahora compartían cena, o quizá había sido uno de esos colaboracionistas con el fascismo que supieron nadar y guardar la ropa. Una familia poderosa como la suya sabría cómo hacerlo. En cualquier caso, nunca lo averiguaría y tampoco le importaba, bastantes diablos del pasado tenía ya encima.

—¿Otros qué, monsieur Sandoval? —preguntó madame Darnell amablemente.

—Otros... simplemente tratamos de sobrevivir en un mundo como este.

—Y bastante bien lo hace —le dijo François—, ¿no cree?

La cena concluyó entre risas y buenos deseos bastante tarde. Los licores, mezclados con el humo de los puros que Marcello y Ramón habían elegido, empezaron a hacer efecto y la Darnell decidió que era hora de dejar el establecimiento. Hubo un momento lleno de emoción para Claire, que esperaba haberlo sabido disimular adecuadamente. Había observado al español toda la cena: sus gestos, su manera de comer, el modo contenido de hablar... Cuando este tuvo que elegir tabaco, entre la inmensa cantidad de los que se le presentaron, se decidió por un cigarro canario. Puede que fuera una casualidad, pero aquello le trajo recuerdos familiares. Su madre, Nayra, era de esa misma procedencia y una fumadora incorregible de vegueros, a pesar de lo heterodoxo que pudiera parecer. Ese olor lo había vivido en su casa tantas veces que se sintió tremendamente atraída por aquel hombre, a la vez que la inundaba una cálida melancolía.

A los pies de la escalera los esperaba el chef, que recibió la efusiva felicitación de todos los comensales. Mientras François le daba un fuerte apretón de manos y charlaba animadamente con él, un hombre se levantó de una mesa al final del establecimiento, donde compartía bebidas con varias parejas. Era delgado, su rostro resultaba amable, vestía vaqueros y camisa azul de manga larga, cuyos puños sobresalían de la cazadora de cuero marrón que llevaba. Tenía un aspecto singular, nariz fina, ojos verdes muy vivos, pelo castaño largo con la raya a un lado, frente despejada y un aire de sutil inteligencia coronando todo el conjunto. Se dirigió hacia la Darnell y Ramón se preparó para salir a su encuentro, estaba decidido a cortarle el paso, cuando vio que saludaba a François con una familiar palmadita en la espalda mientras departía con el chef. Este le devolvió el saludo y Ramón se relajó. Un amigo del excepcional anfitrión no podía ser peligroso.

Madame Darnell —dijo casi con devoción—, soy un gran amante del cine americano y de sus obras en particular. Es un placer conocerla —terminó en un buen inglés.

—Me siento muy halagada —respondió ella.

—Nunca olvidaré a su femme fatale de ¿Ángel o diablo?, estuvo usted espléndida.

—Gracias, joven —contestó a punto de ruborizarse.

—Le importaría a usted... —Y señaló a uno de sus amigos que ya los apuntaba con una cámara bajo la atenta supervisión de Ramón.

—Por supuesto que no.

Posaron para unas cuantas instantáneas, cargados del glamour hollywoodiense y del encanto parisino de aquel hombre. El fotógrafo se recreaba a petición del joven en la figura de la estrella.

—Mil gracias —dijo al besarle la mano, y desapareció al fondo del local.

Salieron a la calle con François riéndose a carcajada limpia. Todos se giraron hacia él, mientras Ramón inspeccionaba la vía desierta.

—¿Sabes con quién te acabas de retratar? —preguntó, divertido, entre respiraciones agitadas.

—La verdad es que no. Era un joven encantador.

—Ese tipo encantador no es otro que —contuvo la risa—mi tocayo François Truffaut, el enfant terrible del cine francés. —Al ver que ninguno reaccionaba, continuó—: El director de la premiada Los cuatrocientos golpes o Tirad sobre el pianista, su más reciente creación.

Las caras de estupefacción fueron notables, pero la más llamativa fue la de la estrella norteamericana:

—Pero ¿por qué no me has avisado? —preguntó algo molesta.

—No he tenido tiempo. Además, así habrá visto tu verdadera personalidad y tu sincera gentileza, quién sabe, puede que te quiera contratar para alguno de sus siguientes trabajos. Se le veía encantado.

De este modo iniciaron todos, con una sonrisa en los labios, el breve camino hacia el coche. Cuando se encontraban en la calzada, Ramón se dio cuenta de que dos hombres, vestidos con trajes grises y corbatita negra, se les acercaban a la carrera. A medida que se aproximaban, distinguió en ellos la piel oscura y los rasgos árabes. Sintió miedo, aunque no se trataba de los mismos que había observado a la salida de la embajada española y en la madrugada de Montmartre, a estos no los conocía. El primero de ellos estaba a punto de alcanzar a la Darnell, mientras François y Marcello charlaban, ajenos a todo lo que ocurría. Claire no percibió más que una cierta excitación en Ramón. El hombre misterioso tenía aspecto aniñado y un aire de debilidad que le recorría el cuerpo. A la vez que avanzaba, se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Ramón se preparó, había llegado el momento de actuar. Se acordó de las amenazas de Papon, de las dudas de Pep y de los argumentos sin sentido, pero debía proteger a aquella mujer, no por sus ideales políticos, si es que aún los tenía, sino porque era lo correcto. Tenía las piernas atenazadas y un hormigueo furioso en el estómago, pero no estaba dispuesto a dejar que le hiciesen daño a nadie. Cuando el individuo se situó a la altura de la estrella, esta lo miró y él comenzó a sacar la mano de la chaqueta. En ese mismo instante, Ramón se cruzó entre ellos como una exhalación y, con un acto reflejo, mil veces ejecutado en otros tiempos, desenfundó con un movimiento circular la Webley Mk IV, golpeando con la culata del pesado revólver la sien de aquel tipo. Había sido como un relámpago. Todo ocurrió en un instante. El golpe le salió desde el dolor de tantos años de humillaciones, de los amigos perdidos y las injusticias vividas. Fue un impacto cargado de emoción para evitar más muertes absurdas. El árabe se desvaneció con un hilo de sangre en la sien y los ojos cerrados, parecía que su alma había decidido abandonarlo allí mismo. El agudo grito ahogado de la Darnell coincidió con el momento en que la mano del individuo salió despedida del bolsillo interior de la chaqueta, dejando caer en el suelo húmedo, con un sonido ridículo, una estilográfica plateada y un cuadernito. El otro hombre llegó y observó la escena horrorizado, pero antes de que pudiera reaccionar aparecieron tres gorilas uniformados con sus trajes de chaqueta negros y sus músculos de hierro para llevárselos, entre los gritos de desesperación del segundo, sin hacer preguntas. Ramón sintió que un rayo lo partía en dos. Se había equivocado y había vuelto a infligir sufrimiento a un inocente. Con el ánimo destrozado y el revólver aún en la mano, les ordenó meterse en el coche.