2

Amanece París

La estancia recibía el impacto intermitente de los neones cercanos. Azul, rosa, azul, rosa... El local del luminoso, situado frente a la pensión Les Vilandes en pleno barrio de Montmartre, se llamaba La Vie en Rose. Era, en realidad, un burdel con pretensiones que utilizaba el título de la famosa melodía de la Piaf.

Ramón apuraba un cigarro apoyado en la barandilla de su pequeña terraza. Bajo sus pies, la entrada del lupanar bullía de actividad a pesar de la hora. Saboreó la última calada, expulsó el humo y trató de relajarse mientras el aire de la noche lo envolvía.

Entró en su austera habitación, se subió el cuello de la camisa y se ajustó la corbata de trabajo. En menos de cincuenta minutos comenzaría su servicio. Con la chaqueta puesta y a punto de salir a la calle se sintió indispuesto. Lo atenazó un súbito nudo en el estómago. Buscó tabaco en sus bolsillos y, mientras la tristeza se apoderaba de él, encendió un nuevo cigarro. Solo, de pie y a oscuras, fumó buscando algo a lo que aferrarse. En ocasiones como esta se rompía por dentro y le resultaba imposible escapar al desamparo. Los recuerdos estaban allí para asegurarse de ello.

Aunque esta vez la desazón no duró mucho: las cansinas e inconfundibles pisadas de madame Fabrise, su casera, sustituyeron al dolor, acercándose hasta el umbral de su cuarto:

—¿Monsieur Sandoval? —dijo con su inconfundible acento parisino, cantarín, vivaracho y educado—, ¿está usted ahí?

Ante la falta de respuesta, la anciana refunfuñó, deslizó algo bajo la puerta y se alejó lentamente.

Ramón vio un sobre detenerse al lado de sus pies, pero no se molestó en cogerlo. Sabía que era la mensualidad, escrita con la caligrafía infantil de quien ha aprendido tarde las primeras letras.

Apagó el pitillo, esperó a que la angustia lo abandonase por completo y salió a toda prisa para recuperar el ánimo con la ayuda de sus rutinas. Ya en la calle, saludó con una inclinación de cabeza, como solía hacer, a la escultura de Théophile Alexandre Steinlen que coronaba una placita frente a su portal. El pintor bohemio y jaranero, autor del más célebre anuncio del cabaret Le Chat Noir, besaba en el anonimato de la noche moribunda a una pétrea compañera, como si huyendo del cercano prostíbulo ambos hubiesen cometido el error de volver por un instante la vista atrás.

Enfiló las callejuelas sinuosas y se sintió reconfortado mientras recorría el conocido camino al trabajo. A medida que avanzaba crecía la claridad. Los tejados y buhardillas de la ciudad comenzaban a verse tímidamente iluminados por el amanecer de un día gris. El estruendo del tráfico, aún contenido, aguardaba el paso del tiempo para apoderarse de las avenidas. En algún momento próximo de aquella mañana él mismo formaría parte de ese estruendo.

En apenas diez minutos llegó a las puertas de un garaje cochambroso que, sin embargo, albergaba en su interior una considerable flota de coches. Contrastando con el resto del edificio, lucía impoluta una pequeña placa dorada a la derecha del portón principal, en la que podía leerse «Paris cinq». Un extraño nombre para un floreciente negocio de alquiler de vehículos con chófer.

El dueño, monsieur Corot, un hombre calvo, bajito y regordete, con un grueso bigote negro que trataba de suplir a duras penas las deficiencias capilares de su cráneo, aseguraba en la publicidad de la empresa que eran capaces de recoger a un cliente y trasladarlo, con todo tipo de comodidades, a cualquier punto de París en un máximo de cinco minutos. A nadie se le escapaba que aquello no pasó nunca de ser un ardid publicitario.

Ramón sabía de mecánica, la aprendió trabajando de correo motorizado durante la guerra civil española. En plena contienda, un vehículo bien reparado podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte para sus ocupantes, así que se hizo un experto a la fuerza. Por ello, cuando finalmente se estableció en París, y tras algo más de un año entre motores, monsieur Corot había decidido ascenderlo a conductor. Gracias a su buena disposición, Ramón Sandoval llevaba más de diez años como taxista de lujo. Comenzó con encargos sencillos y salidas breves, para finalmente convertirse en uno de los trabajadores mejor considerados en la empresa.

Entró en el garaje, que a pesar de lo temprano de la hora se hallaba en plena actividad. El aire estaba sucio, mezcla de humos y efluvios de gasolina. Mientras cruzaba el lugar, salteado de compañeros que charlaban, mecánicos operando motores abiertos en canal y manchas de aceite, notó más miradas de las habituales pesándole en la nuca. Antes de entrar en el despacho del jefe se detuvo, apenas un instante, miró a los que se encontraban allí y saludó con una ligera inclinación de cabeza.

La estrecha habitación estaba escasamente iluminada. Su única ventana, situada al fondo, permanecía entreabierta, sin aportar demasiada luz, puesto que daba a un patio interior. Había una solitaria lámpara de pie, cuya claridad trepaba por uno de los muros. El mobiliario, pretencioso y añejo, parecía adquirido en el saldo de un anticuario. Las paredes se vestían con fotos de estrellas de cine. Entre las más iluminadas destacaba un retrato del rey, Clark Gable. Bajo el rostro del galán, aún sin su característico bigote, aparecía ilegible una firma. Corot aseguraba que era del actor. Su muerte, en noviembre del año anterior, había convertido aquella hoja gastada en un objeto de culto para su propietario.

En la estancia, además del dueño del negocio, tras una pulcra mesa que nadie diría de trabajo, había otro hombre sentado frente a él. Ramón vaciló un instante, lo tenía de espaldas y en una zona de penumbra, pero al avanzar enseguida reconoció en aquella pequeña figura masculina, envuelta en un elegante traje de chaqueta, con su canoso pelo corto y sus aires de seductor maduro, a François de la Rouen. Un personaje bien conocido en París tanto por su actividad periodística especializada en la crónica rosa y pseudointelectual —solía firmar sus artículos con el sobrenombre de Pierre Duchamps— como por frecuentar el mundo del artisteo. El bueno de François, practicante habitual del polifacetismo más extremo, podía aparecer en el Teatro de la Ópera para informar en los medios locales sobre un estreno, así como concertar un encuentro, totalmente amistoso y consentido por ambas partes, entre un aristócrata y una aspirante a vedette, siempre que hubiera algún provecho que obtener.

—Así que este es monsieur Sandoval —dijo al aire mientras se ponía suavemente en pie y Corot asentía en silencio—; sí, recuerdo haberme cruzado alguna vez con él por aquí —concluyó mientras se acariciaba la barbilla con los dedos.

Tras unos segundos de silencio, y cuando Ramón se disponía a preguntar, extrañado, a qué se debía tanto interés en él, aquel hombrecillo volvió a hablar, esta vez lleno de energía:

—Servirá —sentenció, y comenzó a caminar hacia la puerta—, lo dejo todo en tus manos, viejo amigo. —Sus afirmaciones, acostumbrado a calar a la más variada fauna social, solían tener algo de premonitorio.

Ramón no supo qué decir cuando ya escuchaba un «au revoir!» seguido del portazo de salida.

—¿Se puede saber de qué coño va todo esto? —soltó el español. No solía ser tan brusco. Los misterios de buena mañana no le hacían mucha gracia. En cuanto lo dijo se arrepintió de sus maneras, pero el mal ya estaba hecho.

—Sandoval, calla y siéntate aquí —ordenó su jefe, que parecía salir de una leve ensoñación, señalando el sillón que había quedado libre—. Escúchame bien y no me interrumpas —continuó Corot—. ¿Sabes quién es Linda Darnell?

La cara de Ramón se contrajo en una extraña mueca, como si tuviese un retortijón, y no supo qué decir. La pregunta lo había cogido por sorpresa.

—¡Joder, Sandoval!, ¿en qué mundo vives? La actriz americana. La prensa lleva semanas bombardeándonos con la noticia de su visita a París, pero si el mismísimo De Gaulle va a recibirla en audiencia.

—Pues qué quiere que le diga, a mí me saca de la Bardot...

—Que sí hombre, una morenaza imponente, quizá ya no sea una jovencita, pero fue una gran estrella de Hollywood. —Corot movía la cabeza con gesto serio, pero en el fondo le agradaba la franqueza del español—. Hará unos años estuvo en boca de todos, después de que se estrenara una película de vaqueros muy buena en la que aparecía... cómo era... Pasión de los fuertes, creo que la llamaron. —Tomó aire y, sin esperar ni permitir respuesta, siguió—: Bueno, el caso es que, en busca de nuevas ideas musicales, de la inspiración europea o de una buena ración de carne patria, solo Dios lo sabe —los dos se sonrieron con cierta complicidad—, va a llegar dentro de dos días a París...

—Pero ¿qué tiene todo eso que ver conmigo? —le interrumpió Ramón.

—Déjame acabar, que enseguida entras tú en esta historia. Por mediación del siempre bien relacionado François, he conseguido que Paris cinq —cambió a un tono de voz más grave y levantó el dedo índice en el aire para dar solemnidad a lo que decía— se ocupe de los desplazamientos de la actriz durante su estancia en «la ciudad del amor». —Corot parecía entusiasmado con las perspectivas del negocio.

—Eso está muy bien, pero... —Ramón ya no sabía cómo preguntar dónde encajaba él en aquel asunto.

—Lo bueno es que, tras la aprobación de François, que se acaba de producir hace un momento, tú vas a ser el chófer personal de madame Darnell —explicó Corot con una sonrisa en los labios.

La noticia dejó a Ramón descolocado. Había hecho trabajos de confianza para la compañía, pero nunca nada como esto.

«Yo, un republicano español en el exilio, seré la cara visible de este negocio paseando a no sé qué actriz por las calles de París. Menudas piruetas nos regala el destino. Mis camaradas de la brigada motorizada harían sangre de todo esto», reflexionó Ramón mientras se llevaba la mano al pecho para comprobar que tenía el paquete de tabaco en el bolsillo interior de la chaqueta. Sacó un cigarrillo con un movimiento mecánico y, al ir a buscar cerillas, observó cómo su jefe se inclinaba, solícito, con el mechero en la mano para darle fuego. No le dio tiempo a disfrutar de la primera y tranquilizadora calada:

—Recuerda lo que nos jugamos. Aparte del prestigio de la empresa, está toda la publicidad que este asunto puede generar —aseguró entusiasmado Corot—. Imagínate dejar bien satisfecha a una figura como esta, las fotos de las revistas con nuestros coches detrás, los contactos que pueden surgir... —continuó, con los ojos chispeantes y el rostro tenso, enumerando los posibles beneficios de la operación—. Así que haznos un favor a todos y no la jodas.

—Pero ¿por qué yo?

—Mira, Sandoval, no eres uno de mis empleados más sociables, pero eres honrado y sé que no te abalanzarás sobre las turgentes curvas de la Darnell a la primera oportunidad que se te presente, como haría la mayoría de los que están ahí fuera —respondió—. Además, tengo pocos conductores como tú, que además de defenderse bien en inglés, vengan de cara.

Ramón no pudo descifrar si aquello era un cumplido o un ataque a su hombría, así que optó por esperar y ver dónde quería llegar su interlocutor.

—Solo te pido que te esmeres al máximo en este trabajo y que, aunque tu carácter no te lo permita, seas amable hasta el límite de la humillación.

La amenaza de Corot quedó flotando en el aire.