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Lágrimas del Turia

Un funeral en una ciudad doblegada por la certeza de la derrota es infinitamente triste, tanto como la orfandad más repentina. Eso fue, precisamente, lo que le ocurrió a Araceli: su madre, del mismo nombre, se había agostado abruptamente y sin causa, como si ya no quisiera seguir viviendo. Había fallecido en Valencia, en un pisito con vistas al Turia, mohína y apagada, como la época que le había tocado vivir. Corría el mes de diciembre de 1938.

Un cura de paisano, jugándose el tipo ante las seguras represalias que se daban en una ciudad sin ley, donde los desmanes eran habituales, ofició un breve responso, como breve había sido la agonía de la finada. La familia Sandoval tenía una rama de católicos republicanos, por mucho que a algunos les costase conciliar tales posturas. «Todo, menos abandonar un alma bondadosa al infierno de la condena eterna», concluyó el sacerdote clandestino. Vestía ropa tosca y oscura. Era joven, pero tenía arrugas tiernas en el rostro. Parecía haber vivido varios siglos. Cerró su libro de oraciones y desapareció tras besar en la frente a la huérfana reciente.

Lucía un sol de injusticia en aquel día claro, mientras la tierra se tragaba a una mujer madura que no había tenido tiempo de asimilar los años de barbarie que presenciaba. Yacía en un buen trecho de suelo del cementerio general de Valencia. Esos palmos se cotizaban a precio de oro en tiempos de guerra, cuando proliferaban las anuladoras fosas comunes. La familia no tenía posibles, al menos que Ramón supiera.

La soledad se cernía sobre la joven hija, cuyo padre había desaparecido al inicio de la guerra civil, en los combates de la sierra madrileña. A la dureza por sentirse realmente sola en el mundo se le unía la acuciante necesidad de sobrevivir en plena contienda.

Sus primos, Manuel y Ramón, con los que la unió en el pasado diverso grado de cercanía, habían hecho el inmenso esfuerzo de acudir para apoyarla en esa jornada. Desplazarse en una España partida por la lucha intestina no era cosa fácil, pero ellos lo habían hecho.

El más joven, delicadamente pálido, venía imbuido del recuerdo romántico que su prima le despertaba. El primer amor, por muy prohibido que fuera, era algo que nunca dejaba de escocer en el alma. No hacía tanto de sus encuentros prolongados entre roces casuales de manos y miradas inflamadas, firmados con algún que otro beso no demasiado robado. Transcurrieron tan solo dos primaveras desde que pasearan su inconsciente cariño por El Retiro, pero en el mundo habían ocurrido demasiadas cosas. Desde entonces no pudieron hablar, solo unas letras los unió.

Ramón, delgado y duro como una caña, traía los padecimientos de la lucha depositados en el fondo de sus ojos. Acudió con el sincero deseo de socorrer a su prima. Nunca pensó en ella en otros términos. Eso le parecía una aberración, por mucho que hubiera leído que la familia era un jodido invento burgués.

Un golpe de aire, cargado de mar y de frío, le hizo girar la cabeza. Observó cómo se alejaba aquel religioso, con paso rápido y el miedo dibujando su silueta. Le perdonó la vida. Así era, pues no sería ese el primer cura que se había llevado por delante. A Ramón la guerra le había ofrecido caminos extraños.

Todo el mundo conocía los sucesos de mayo del 37 en Barcelona. Era como un secreto en un serrallo. Se habían hecho tristemente célebres las disputas sangrientas con la CNT y el asesinato de Andreu Nin a manos de agentes soviéticos, pero en Madrid y Valencia también hubo purgas y checas. Eso bien lo sabía Ramón. Había pegado muchos tiros alejado de las líneas del frente, realizando labores de limpieza para el Partido.

Concluida la ceremonia se acercó a su prima Araceli. El pésame que le dio se convirtió en una balacera de emociones. Ramón la notó arisca, madura, encallecida por el repentino dolor, pero agradecida por su presencia. La mano rozando su mejilla así se lo hizo saber:

—Gracias por estar aquí —le dijo en un susurro.

—Para eso está la familia, digo yo.

Asintió cansada y, mientras él apretaba la mano firme del oficial de artillería serio y seguro que parecía sostener a su prima, pudo apreciar el sentido beso que su hermano le plantó a su adorada Araceli. Ella, cauta, se dejó hacer, pero no respondió.

—¿Y usted es? —le preguntó Ramón al hombre que llevaba toda la ceremonia detrás de su pariente.

—El capitán Esteban —respondió, duro y sin titubeos.

—Mi marido —sentenció ella.

La dulce prima Araceli se había convertido en una mujer dispuesta a vencer la adversidad. Nada había dicho en su telegrama del enlace, nadie sabía de ese tipo... Manuel fulminó a su hermano mayor con todo el odio que pudo concentrar en su mirada. Siempre lo consideraría culpable de haberlos separado. Nunca supo lo acertado que estaba.

El inapropiado romance entre primos se inició en agosto del 36, mientras otras pasiones incendiarias y bélicas asolaban el país. Poco después, cuando falleció el padre, víctima de las balas nacionales, Ramón vio el cielo abierto. Movió todos los hilos y consiguió trasladar a la viuda y a su hija a Valencia. No era nada raro; alegando una mayor seguridad, ríos de gentes dejaban la capital hacia el que creían seguro resguardo de Levante. Ellas serían dos refugiadas más bajo las firmes alas de la protección del Partido. Tan solo la madre supo de las presiones de Ramón.

Araceli y Manuel, seguros como estaban de sus sentimientos, se tomaron el revés como una prueba de amor. Aún no habían descubierto que el tiempo y la distancia, unidos a la necesidad que crea la guerra, son los mayores disolventes universales. Si alguna vez tuvieron a su alcance ese joven amor, ese momento había pasado. Sus ilusiones se diluyeron como cenizas en el viento.

 

Un primer amor no se entierra con un breve responso, necesita hacer sangrar sus heridas. Tardó dos días en encontrarla, pero finalmente lo hizo. Manuel había necesitado bastante información, tesón y tiempo para ver a su prima sin despertar sospechas.

El joven, deseoso de ocultar sus miedos tras una estudiada pose y enturbiarlos con humo, había comenzado a fumar. Era media tarde cuando la vio entrar por uno de los arcos de la plaza del Cid y el corazón se le disparó. Lanzó la colilla al suelo, se levantó del borde de la fuente que decoraba el centro del lugar y la miró. Ella le devolvió la mirada.

La plaza, cuyo legendario nombre había sobrevivido a los cambios impuestos por la República, estaba triste. Bajo los escasos toldos apenas había género. La miseria se había apoderado de la ciudad y ese coso, antes comercial y alegre, no escapaba a aquella crudeza. La gente y el tono apagado completaban una estampa desoladora.

—Ven, acércate a los soportales, que mi marido puede vernos. Una de nuestras ventanas da aquí. —Había salido de su casa pertrechada con unos justificadores aperos de la compra. Una descolorida bolsa de tela colgaba de su mano izquierda.

—¿Y qué? Soy tu primo, ¿no?

—Sí, pero no eres solo mi primo —le susurró con el recuerdo en la piel de una intimidad antes cercana. Las miradas decían que los sentimientos previos no se habían apagado del todo, sino que lo que les había ocurrido era, simplemente, la vida—. Además —empezó ella para romper ese instante eterno—, no le gustó tu cercanía conmigo en el entierro de mi madre, por no decir que desprecia a los milicianos, como Ramón. Dice que son unos sanguinarios indisciplinados.

—Necesitaba verte —se lanzó Manuel. Ella calló, pero su frágil inmovilidad, su duda en el fondo de los ojos, los tenía clavados al suelo.

—Yo también —dijo al fin—. Sabía que estabas aquí. —Y señaló con el dedo hacia las ventanas que se abrían sobre ellos. Él comprendió que lo había visto esperándola.

Nadie les había dicho, cuando se enamoraron en Madrid, que el amor duele. Nunca supo que las cosas podían ser así. Quiso llorar, arroparla entre sus brazos, apoderarse de ella, protegerla de las hordas franquistas que en esos momentos avanzaban hacia la ciudad y desaparecer juntos. ¿Por qué esperar más? Pensó, súbitamente:

—Araceli, huye conmigo, vámonos...

Ella, a pesar de la emoción que denotaba su rostro, alzó una mano y lo hizo callar. Lo contuvo posando esa misma palma en su mejilla encendida. Ese roce era la vida, pero en sus miradas encontradas entendió que su historia había llegado a su fin. Ella, con una madurez añeja, le mostraba el camino, mientras las respiraciones agitadas se iban calmando y la tarde fluía perezosa hacia las sombras.

—Debo volver con mi marido. —Había caído la noche, cuando Araceli inició su despedida.

—Dime, ¿por qué tuvisteis que iros de Madrid? —preguntó él, más dolido que enfadado. Los ojos de ella se abrieron demasiado, como si no les cupiese un secreto—. ¿No tendría mi hermano nada que ver?

—No —mintió ella, que conocía la verdad por boca de su madre—, lo que nos ha pasado, Manuel, ha sido esta guerra.