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Una estrella no tan rutilante
La majestuosa estancia estaba tranquila. En las sombras se distinguían únicamente, macizas y barrocas, las siluetas de muebles y lámparas. Unas pisadas, las de Claire, amortiguadas por las lujosas alfombras, anunciaban que algo de vida comenzaba a surgir de la oscuridad.
Tras la puerta entreabierta del dormitorio de madame Darnell se dejaba ver la crudeza de una estrella madura. El rostro descolgado por el relajo la desfiguraba, asemejándola más a una muñeca que a una actriz veterana. Su pecho, acariciado por un camisón negro rematado de finos encajes, bailaba medio destapado al son de sus respiraciones. El cuerpo que surgía de entre las sábanas no estaba sereno, algo turbaba su descanso. No fue el golpeteo de unos nudillos en la puerta lo que la sacó de su ensoñación, sino el aroma prometedor del café recién hecho. La estrella pugnaba, perezosa, por librarse de las garras de Morfeo. Cuando logró erguirse sobre la cama, no sin haber apurado antes el último sorbo de uno de los Bloody Mary que formaban una selva licuada en su mesilla de noche, preguntó:
—Pero, Claire —comenzó quejumbrosa—, si aún no es de día, ¿por qué me despiertas? —Una leve resaca, controlada por la costumbre, le hincaba una alcayata en cada sien.
—Mony, ¿acaso lo has olvidado? —dijo sin reproche, mientras le tendía con una mano la entazada calidez de un café humeante y con la otra señalaba el teléfono cercado de copas abandonadas.
—No, desde luego... —y titubeó un instante antes de lanzarse al piropo—, ¡eres un sol! —Le cambió la cara por completo y sus ojos se llenaron de un brillo muy especial; acto seguido sorbió, alegre, el preciado líquido marrón.
Claire, diligente y cariñosa, colocó un carrito, emperifollado con un mantelito blanco cuyos volantes contrastaban con la lencería negra de la Darnell, cerca de la cama para que pudiese desayunar. En él descansaban un amplio surtido de viandas junto a una decorativa orquídea fresca. Hecho esto, inició el proceso que tanta ilusión había despertado en su jefa. Descolgó el teléfono y pidió en recepción que la pusieran con el número que les había facilitado anteriormente. Allí ya sabían qué hacer.
—Mony, recuerda que allí son siete horas menos que aquí. Lola está a punto de acostarse —se explicó Claire—. Aunque nosotras estemos aún terminando la noche, ella estará cansada, así que no la atosigues y pregúntale por su día.
—No te preocupes, sé cómo tratarla, al fin y al cabo... —No pudo terminar la frase porque el pesado teléfono sonó con fuerza, como un elefante barritando, e hizo agitarse la débil mesilla art nouveau. Si hubiera podido, Monetta habría dicho que al fin y al cabo se trataba de su hija, por muy adoptiva que esta fuera. Lola había sido el resultado de su primer matrimonio, pero lo que no intentó decir fue que, aunque le profesaba un gran cariño y se ocupaba constantemente de ella, había ocasiones en las que no lograba comprenderla.
El aparato resultaba inmenso entre las manos de la star, que se asía ilusionada a él como si fuera un salvavidas. El sonoro y efusivo «mamá» proveniente del otro lado del Atlántico empapó la lujosa habitación de hotel. La primera ráfaga de sonido había llegado con fuerza. El rostro de Monetta Eloyse Darnell se contorsionó en una mueca que podría desembocar en un río de lágrimas, pero que se tornó en una sonrisa enfangada. El gesto intermedio mostró las contradicciones de aquella mujer, cuyos rasgos señalaban lo baqueteada que estaba por la vida.
Las respuestas vivaces de la niña no cesaban de llegar y la Darnell se estremecía, a pesar del retardo en la línea. No pensó que la echaría tanto de menos. La voz de Lola surgía del auricular con un extraño matiz metálico, como si hubiera perdido su inherencia infantil. Esto, unido a las modulaciones y ruidos de fondo, desazonaba a la artista, que notaba diferente a su hija.
Claire observó su efímera y parcial felicidad al hablar con Lola y no pudo evitar recuerdos cercanos menos gratos. Los últimos dos años no habían sido buenos para la actriz. Los había pasado casi íntegramente realizando shows musicales junto a Thomas Hayward en los más variopintos hoteles y clubes de todo el país. Desde Hawái hasta Las Vegas, o su Dallas natal, todos querían tener la cálida voz del cantante de moda y la prestancia de la estrella femenina amenizando sus veladas. El tono de la Darnell no era bueno, nunca fue una cantante de éxito, aunque se hubiera defendido, pues la sensualidad acompañaba a su timbre. No le gustaba tener al público tan cerca, los locales eran una suerte de cárcel actoral para ella. Añoraba el cine, el secreto encanto que solo la cámara puede captar. Cada día soñaba con su regreso al celuloide, ese era su ansiado deseo.
Tras la actuación de Chicago, unos meses atrás, el alcohol se convirtió en algo más que un compañero de viaje. Con él pretendía sobrellevar, entre otras cosas, la frustración de sentirse actriz y verse convertida en una reyezuela del vodevil. La estancia forzosa en una clínica de desintoxicación no había resuelto el problema, simplemente lo había pospuesto. Las desavenencias conyugales de la estrella, que ya existían, se multiplicaron a partir de entonces, pero lo peor estaba por venir. No sería hasta el descubrimiento de la infidelidad de su marido, cuestión en la que Claire había sido desafortunadamente reveladora, con una joven corista yugoslava de la que se rumoreaba que había sido amante del mismísimo mariscal Josip Broz Tito cuando se sintiera impulsada a aquel viaje. Era más una huida hacia delante que una búsqueda de argumentos para nuevas películas o musicales.
A Linda Darnell, aunque lo intentaba de veras, nunca se le había dado del todo bien ejercer de madre, aquello le provocaba una desazonadora sensación de madurez.
Ante una nueva réplica de Lola y la continuación de la conversación, Claire no pudo dejar de acordarse del reciente decimotercer cumpleaños de la niña. Aquel día, la estrella de cine se había levantado con todo su esplendor a primera hora de la mañana y, tras coger una botella de Moët Chandon, había acudido a despertar a su hija. La efusiva felicitación vino precedida del tintineo de las dos copas que llevaba en la mano. Brindaron con el burbujeante líquido al borde de la cama mientras le decía a la preadolescente que allí se iniciaba para ella la vida adulta. La singular ceremonia de puesta de largo era un canto a la experiencia que la joven no entendió. El desayuno francés que le regaló su madre quedaría como una anécdota más de su infancia, que solo comprendería con el paso de los años.
Aquel lujo trajo a Claire a este. Tanto el dispendio en general, como la habitación del hotel en particular, le resultaban excesivos, pues conocía muy bien el estado financiero de la actriz. En sus arcas había dinero por la reciente gira finalizada, pero si no continuaba trabajando o se divorciaba, su efectivo menguaría rápidamente. Aun así, se había empeñado en realizar el viaje sin reparar en gastos. El Ritz, el coche de alquiler y los mejores restaurantes simbolizaban para ella los destellos titubeantes de un fulgor lejano, al cual no estaba dispuesta a renunciar.