7
—Por los maridos y las casas —dijo Sloane, alzando el manhattan para que Angie y yo pudiéramos brindar con ella—. En un par de semanas, tendréis los vuestros.
Angie me miró con aire burlón.
—Me pido el marido —espetó, haciéndonos reír a Sloane y a mí.
—No hay problema —repuse—. Yo me contento con la casa.
En esos momentos estaba muy contenta con la casa. Y con el hombre. Pero no me apetecía contarles a mis amigas que había tenido sexo telefónico en el que pronto sería mi salón. Sobre todo cuando aún disfrutaba de sus efectos.
—Por ahora te contentas con la casa —intervino Sloane—. Pero pronto querrás un hombre que te cambie las bombillas y te corte el césped del jardín. Así va el mundo.
—¿Por eso estás tan entusiasmada con Tyler? —bromeó Angie—. ¿Por lo estupendamente que cambia las bombillas?
—Esa es una de las ventajas de vivir en una suite del Drake —replicó Sloane con aire de superioridad—. No tenemos jardín y los de mantenimiento se encargan de las bombillas, con lo que nos queda más tiempo para el sexo.
Y, como ni Angie ni yo podíamos rebatirle esa respuesta, volvimos a brindar y bebimos otro sorbo.
Llevábamos ya dos horas en Coq d’Or, el histórico bar del Drake. Yo iba por el tercer manhattan y sentía esa especie de regocijo que produce la combinación de buenas copas y estupendas amigas.
Angie apoyó el codo en la barra y descansó la barbilla en el puño mientras miraba más allá de donde estábamos Sloane y yo.
—Se me ocurre que tu casa va a necesitar más de un cambio de bombilla y un buen corte de césped. Imagino que Cole manejará bien las herramientas.
Miró a Sloane y las dos rieron a carcajadas.
Yo meneé la cabeza fingiéndome espantada.
—¿No nos vas a contar lo que pasó? —preguntó Sloane—. Estabais los dos en la fiesta y de pronto desaparecisteis.
—Una mujer decente no va aireando por ahí sus intimidades —respondí haciéndome la interesante.
—Por lo menos hubo intimidades —intervino Angie.
Alcé la mano para detenerlas.
—Basta ya, locas. —No me apetecía hablar de la extraña evolución de mi relación con Cole, pero lo dije con desenfado y con una sonrisa en los labios, para que mis amigas no notaran mi incertidumbre—. Se nos acaba el tiempo y hay que hablar de la boda. Solo quedan unas semanas —le dije a Angie—, ¿estás nerviosa?
—¿Por qué? —preguntó tan sincera que supe que no bromeaba.
—¿No están nerviosas todas las novias? —inquirí.
Levantó un hombro con indiferencia.
—Si lo están, no entiendo por qué se casan. ¿Cómo iba a ponerme nerviosa la idea de pasar el resto de mi vida con Evan?
—Creo que más que el marido es la propia boda lo que agobia a las novias —repuso Sloane.
—Por suerte, para eso tenemos a mi madre —replicó Angie, mirándome fijamente.
—Y no sabes cómo te lo agradezco.
Cuando Angie me había pedido que fuese su dama de honor, le había dicho que lo haría encantada, pero que, si quería una boda sin sobresaltos, quizá no le convenía que alguien que no tenía ni idea se ocupara de todo lo que le corresponde organizar a una dama de honor en una boda tradicional.
Mi absoluta carencia de recursos no fue un problema dado que la madre de Angie estaba casada con un senador y tenía una idea muy concreta de cómo debía ser la boda de su hija, además de una enorme plantilla de profesionales con la que encargarse de todo.
Mi papel se había reducido a salir de copas con la novia, tranquilizarla el día del evento y organizar la despedida de soltera con Sloane.
Quizá no fuera lo habitual, pero a nosotras nos valía.
—Por cierto —dije mirando el reloj—, ¿no tenías que hacer esta tarde algo importantísimo para el gran día? Tu madre nos ha dicho que solo podríamos estar contigo tres horas y teniendo en cuenta que yo he llegado tarde…
Puede que no fuera una dama de honor convencional, pero, si conseguía que la novia llegara puntual a sus citas y que su madre estuviera contenta, cumplía de sobra con mi cometido.
Sacó el móvil para ver la hora y soltó un improperio.
—Vale, no os divirtáis mucho sin mí —dijo, y apuró la copa de un trago.
—Vaya, pues se nos fastidia el plan de esta tarde —replicó Sloane mirándome.
Angie puso los ojos en blanco y después se fue. En cuanto salió por la puerta, Sloane le hizo una seña al camarero para que nos sirviera otra ronda.
—¿Estás loca? —pregunté.
—Un poco —admitió—. Aún estaremos aquí una o dos horas más, así que te da tiempo a despejarte. Esta noche no trabajas, ¿no?
—Mañana por la mañana —dije, e hice una mueca.
Había aceptado el empleo en Perk Up porque la cafetería estaba cerca del campus de Northwestern y andaba detrás de la hija de cierto senador a la que creía lo bastante ingenua y lo bastante aburrida como para caer en una trampa que había ideado en torno a una falsa operación de marketing a varios niveles.
En cuanto había empezado a conocer de verdad a la hija del senador, había pospuesto el plan, y Angie aún no sabía que un plan de hurto había sido el desencadenante de nuestra sólida amistad.
El caso es que no tenía intención de seguir trabajando en la cafetería, pero, por muchas pegas que se me ocurrieran, necesitaba el dinero. Aunque el sueldo fuera un asco, el horario era flexible y me gustaba poder disponer de mi tiempo mientras la mayoría trabajaba de nueve a cinco. Además, ya estaba en nómina y la idea de buscar otro empleo me daba jaqueca.
Llevaba años diciéndole a mi padre que dejara el mundo del hampa, que se estaba haciendo mayor y no tenía sentido arriesgarse habiendo ahorrado ya lo suficiente con los golpes que había dado para vivir tranquilo en Palm Beach o algún otro destino de jubilados.
Así que resultaba paradójico que fuera yo quien abandonara el negocio primero… o lo intentara, al menos. Porque mi intervención cada vez era menor y, tan pronto como firmara la compraventa de la casa, iba a tener que plantearme muy seriamente mi vida, mi futuro y todo lo demás.
Porque, cuando echara raíces, ya no iba a poder seguir con los trabajitos, ni siquiera los fáciles que organizaba al principio por diversión y por estar activa.
Como solía decir mi padre, solamente los peces cagan donde viven. No era una frase muy elegante, pero tenía razón. Por ese motivo, cuando yo era niña, nunca nos quedábamos en el mismo sitio más tiempo del necesario.
—¿Dónde andabas? —Sloane me sacó de mis elucubraciones y, al mirarla, vi que me escudriñaba perpleja—. Te he preguntado por la cafetería y te has ido a miles de kilómetros de aquí.
—Perdona. No estoy muy contenta con mi trabajo últimamente.
—Si quieres, puedo hablar con Tyler. Igual hay algo para ti.
El camarero trajo las bebidas, y yo le di un buen sorbo a la mía antes de responder.
—Lo que hacéis me parece extraordinario —dije—, pero no es para mí. Además, terminaría odiándoos, porque yo estaría archivando documentos y atendiendo el correo, y vosotros robando fotos colgados de alguna farola.
Como había sido policía, Sloane estaba perfectamente cualificada para trabajar en la exquisita firma de investigación y de seguridad de los caballeros. Yo, no tanto. Salvo que quisiera ser asesora en el delicado arte del fraude, algo que, por supuesto, no quería.
—No suelo colgarme de las farolas —repuso Sloane—, pero te entiendo. ¿Has pensado en algo?
—Puede —contesté.
Lo cierto era que había barajado la posibilidad de cambiar de profesión, me lo había planteado alguna que otra vez y le había dado unas cuantas vueltas. Aún me fascinaba la idea, pero no lo bastante como para hablar de ello. Todavía no. Me encontraba en esa fase mágica, como de luna de miel. Hablaría de ello cuando hubiera superado el entusiasmo inicial y estuviera lista para abordarla en serio y decidir si podía o no funcionar.
A propósito de lunas de miel…
—Pero no es de mí de quien deberíamos estar hablando —protesté—. Hay una fiesta que organizar. Y habría que hacerlo mientras aún estemos a tono —añadí señalando las copas.
El problema de que el novio fuera dueño de un club de striptease era que llevar a la novia a uno perdía todo su encanto. Sin embargo, bajo el efecto de los manhattan, nos pareció que un Destiny en versión tíos buenos podría resultar. Y, como estábamos tan pedo, decidimos además que rematar la noche llevando a Angie al Destiny para que le hiciera su número a Evan sería aún más divertido.
Con el tiempo sabríamos si era un buen plan o uno de esos que solo suenan genial cuando vas bebida.
—Hablando de los caballeros y de citas sexis —dijo Sloane apoyando la barbilla en el puño y escudriñándome con los ojos entornados—. ¿Dónde te metiste anoche?
—En casa —contesté con rotundidad.
—¿En compañía de…? —inquirió—. Venga ya, Kat, suéltalo. No es posible que, con un vestido tan increíble, no consiguieras impresionar a nadie.
Pensé en el vestido, que estaba hecho un gurruño en mi cubo de basura, y sonreí.
—Conseguí impresionar, desde luego.
—¡Ja! —replicó triunfante—. Lo sabía. Cuenta.
Sloane, al parecer, era condenadamente intuitiva.
—No fue del todo como había previsto —reconocí, y eso era todo lo que estaba dispuesta a confesarle.
—Muy bien —añadió despacio—. ¿En el mal o en el buen sentido?
—En ambos.
Enarcó las cejas.
—¿En serio? ¿Por qué no me cuentas los detalles?
—No pienso hacerlo.
—Pero ¿estuvo bien?
No pude evitar reírme.
—Para haber sido policía, no estás muy atenta. Sí, estuvo bien. Tuve un momento de celos antes: una mujer llamada Michelle, que decía haberme visto en el Destiny, se abrazó a Cole. Entonces decidí que ella, Cole y otro tío debían de tener algún negocio juntos y dejé a un lado los celos, sabia decisión por mi parte, porque después Michelle se marchó y pasé un rato con Cole y fue… una auténtica delicia —sentencié finalmente—. Al menos hasta que se enrareció el ambiente. —Pensé en el encuentro de hacía un rato en casa—. Luego volvió a ser una delicia.
—Una delicia está bien —dijo Sloane—. Conozco a Michelle —añadió.
—¿Sí? Y trabaja para ellos, ¿no?
—Claro —contestó sorbiendo la bebida sin mirarme a los ojos y, alargando el brazo, cogió de la barra una carta que había dejado otro cliente—. Deberíamos comer algo. Me muero de hambre.
—Ya —dije—. Conozco algunos niños más sutiles. ¿Qué pasa?
—No pasa nada. Tengo un bajón de azúcar, en serio. Necesito comer. ¿Pedimos unas patatas fritas?
—Quiero que me cuentes lo que sea que me estás ocultando.
—Dos de patatas —le dijo al camarero—. Y unos champiñones rellenos. Para alegrarlas un poco.
—Sloane.
—No es nada, en serio.
—Si alguien dice que no es nada es porque es algo —señalé—. Es algo de Michelle, así que suéltalo ya. ¿Salían Cole y ella? Dios, ¿están saliendo ahora?
—No están saliendo, desde luego —respondió con inesperada rotundidad.
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—Ay, por favor, Kat. Yo qué sé. Ya te he dicho que Cole no sale con nadie. Él solo folla. Y se está follando a Michelle.
—Ya veo. —Pero no. Ni siquiera estaba segura de que me gustara lo que veía.
—No creo que sea eso.
—¿Eso, qué? —inquirí.
—No creo que sea más que dos personas que se vienen bien una a otra. Me ha parecido justo que lo supieras, porque, aunque anoche dijiste convencida que solo era un rollo, tengo la impresión de que buscas más.
Me centré en pinchar la cereza de mi copa con un palillo.
—La verdad, no sé lo que busco —confesé—. Pero sí, supongo que «más» se le acerca.
—Lo siento —dijo Sloane.
—No lo sientas. No tengo ningún derecho sobre él. Y, por lo que dices, tampoco Michelle.
—Hay más. Y lo cierto es que no es asunto mío, pero somos amigas y creo que deberías saber dónde te metes, porque quizá no te convenga.
—Muy bien —señalé algo preocupada, algo intrigada—. Cuéntame.
—Cole y Michelle son socios de un club local, el Firehouse. ¿Lo conoces?
Asentí con la cabeza.
—He oído hablar de él.
Nunca había estado allí, pero Flynn había ido una o dos veces con clientes. Era un club de sado. Muy exquisito. Muy exclusivo.
Y del todo al margen de mi ámbito de experiencia.
—Como digo, no es asunto mío, pero sé de buena tinta que Cole va por allí. Y también que no sale con nadie. Así que, si lo que buscas es una relación o el rollo sado no te va, más vale que te retires. Te aprecio y aprecio a Cole, y no quiero que ninguno de los dos sufra.
Volví a asentir, valorando sus palabras mientras sopesaba las posibilidades. ¿Era aquello lo que necesitaba?
No lo sabía.
Solo sabía que, en lo relativo al sexo, la había cagado mil veces desde el domingo.
Pero aquello… aquello me intrigaba. Quizá fuera del todo inútil, pero sentía curiosidad.
Y por nada del mundo pensaba retirarme en ese momento.
Se madruga mucho cuando se trabaja en una cafetería.
Como abría yo, llegué al Perk Up hacia las cinco y, antes de dejar entrar a los clientes, puse en marcha las máquinas. Ya había dos coches aparcados fuera, y en cuanto volví la llave, los conductores apagaron los motores e hicieron cola en la puerta. Apenas cinco minutos después había una fila cuádruple de coches a la entrada.
Un día más en el habitual ir y venir del trabajador desplazado.
La mañana se me fue entre cafés solos, con leche, expresos, bollería y copas de fruta coronadas de granola. Cuando al fin pude respirar, eran más de las diez y hora de prepararse para la avalancha de las comidas.
Lo único bueno fue que no tuve tiempo de pensar en lo de Cole, ni de angustiarme o de agobiarme por ello.
Me convencí de que era mejor así, pero en cuanto pude respirar, volvió a asaltarme el pensamiento.
—Tómate el descanso —me dijo Glenn, el gerente—. Y, si sales, aprovecha para limpiar las mesas de la terraza.
Asentí, me eché un litro de crema en el café para enfriarlo rápidamente, cogí el periódico del día anterior de la sala de descanso y salí a la terraza. El calor era casi insoportable, pero me gustaba.
Mi vida había sido un no parar de altibajos económicos, con frecuentes malas rachas en invierno. Como el truco favorito de mi padre para ahorrar era amontonar mantas e ignorar los radiadores, pasaba muchos inviernos enterrada bajo edredones y mantas de felpa. Y, aunque se lo ocultaba a mi padre, siempre tenía helados los dedos de los pies y de las manos, y el frío me calaba los huesos.
Miré por encima del periódico mientras me empapaba de sol. No me interesaba la política de Chicago, ni los chismes de sociedad. Más que nada, miraba los anuncios. Cuesta perder las viejas costumbres y se puede aprender mucho sobre los habitantes de una ciudad por los anuncios de la prensa local. Con la información adecuada, puede venderse lo que sea a quien sea, desde una casa junto al mar en Arizona hasta un planeta lejano con el nombre de esa querida abuela ya fallecida.
Ese día no vi nada interesante entre los anuncios, pero la inauguración ocupaba el suplemento entero a doble página de la sección de tendencias. Había fotografías de los invitados, de los artistas, hasta de los aperitivos. Aunque la única que me importaba era una en la que salía Cole.
Nunca lo había visto en una situación en que no estuviera impresionante, pero en esa foto parecía un ángel caído, a la par hermoso y peligroso. El fotógrafo había usado un gran angular, pero tan cerca de Cole que la luz del flash no solo lo hacía resplandecer, sino que parecía recortarlo sobre el fondo. El efecto era exótico y lograba atraer hacia aquel hombre la mirada del que hojeaba el diario.
Cole, en cambio, estaba centrado en algo muy distinto.
Al principio, no era evidente, y quizá fuera yo la única del mundo entero, aparte del fotógrafo, que sabía lo que estaba mirando Cole. Pero eso no cambiaba lo esencial: que Cole no miraba a la multitud que requería su atención. Sus ojos estaban fijos en alguien cerca de la barra. Alguien con un vestido y unos zapatos rojos.
Alguien que era yo.
Sin embargo, fue la expresión de su rostro lo que me llamó la atención. Lujuria. Anhelo. Ese deseo intenso que inspira canciones de amor y sonatas.
Maldito fuera. Maldito por negarse a sí mismo y, de paso, a mí.
No soy un alma cándida. Ni mucho menos. Pero, después de la mañana de increíble sexo telefónico del día anterior, Cole me había dicho que me protegería incluso de sí mismo. Por entonces no tenía ni idea de a qué se refería, pero la revelación de Sloane sobre el Firehouse me lo había aclarado.
Me deseaba, me lo había dicho, y aquella foto lo demostraba, pero creía que no iba a poder con lo que suponía estar con él.
Iba a demostrarle que se equivocaba.
No sabía bien cómo abordar el asunto, pero daba igual. No tenía pensado verlo hasta el cóctel del viernes por la noche en el barco de Evan. Un pequeño encuentro prenupcial para amigos y familia. Para eso quedaba casi una semana. Sabía por experiencia que podía organizar una estafa en menos de una semana. ¿Cuánto más podía complicarse aquello?
Procuré imaginar diversos escenarios mientras proseguía con mi trabajo, pero elucubrar no combinaba bien con el espumado de leche para capuchinos o la preparación de granizados de café y, cuando acabó mi turno, estaba agotada.
Volví a casa con la capota del Mustang bajada, para que el viento me alborotara el pelo. Hacía más de diez años que tenía ese coche y siempre había sido mi orgullo y mi alegría, siempre conseguía levantarme el ánimo. Conduje muy deprisa y puse la radio muy alta y, cuando entré en el aparcamiento de detrás de mi apartamento de Rogers Park, me sentía de maravilla.
Subí las escaleras tarareando lo último de Taylor Swift y llamé a Flynn.
No contestó, pero lo oía trastear en la cocina. Aún mejor, olía lo que estaba horneando.
¿Galletas?
Apreté el paso, llamándolo a voces mientras me dirigía a toda prisa a la cocina.
—Como esas galletas sean para alguna fiesta a la que vas y tengas pensado no dejarme probarlas, tú y yo vamos a tener unas palabras.
Paré en mi cuarto para ponerme unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes y fui disparada a la cocina, pero me detuve en seco al ver al hombre que había de pie junto a los fogones, con un delantal atado a la cintura y una mano enfundada en un guante de horno.
—Catalina —dijo con aquella sonrisa que me hacía sentir tan a gusto. Me abrió los brazos—. Hola, cariño.
—¿Papá?
Me quedé quieta un instante, algo perpleja y muy confundida. Después todos los pedazos de realidad que constituían mi mundo volvieron a su sitio.
—¡Papá! —repetí.
Esta vez corrí hacia él y me arrojé a sus brazos abiertos.