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No es el sexo lo que lo estropea todo. Es el deseo.

En cuanto el sexo entra a formar parte de la ecuación, todo el mundo tiene una baza con la que negociar. Es como un contrato en el que todas las partes ganan. Puede que no sea espectacular o que sea para tirar cohetes, incluso que los participantes estén tan absorbidos por sus propias neurosis que estas lo enmascaren todo. Pero incluso así, los parámetros básicos están ahí y todo el mundo sabe qué se espera de él.

Con el deseo no pasa lo mismo.

Cuando hablamos de deseo, todo es unilateral. No tienes nada en lo que basarte más allá de la percepción. Una sonrisa. Un gesto con la cabeza. Una encajada de manos que dura demasiado. El roce de un dedo sobre un mechón de pelo.

Pero todas esas cosas se pueden ocultar y también pueden fingirse.

Cuando creces entre timos y estafadores, aprendes a fingir muchas cosas y a leer la verdad en la gente.

Al menos, eso es lo que crees.

Yo pensaba que había captado la esencia de Cole. Creía que había percibido las señales que validaban mi propio deseo. Las sutiles pistas y los movimientos, las miradas casuales y los roces involuntarios.

Creía haber visto todas esas señales, pero al mismo tiempo no estaba segura. Y si quería una respuesta tenía que ponerme a la cola.

Por eso el deseo es una putada.

Una putada que en ese preciso instante me sujetaba por el hombro con una mano de hierro y me empujaba a través de la multitud hacia el objeto de mi deseo. Lo había apartado de la concurrencia una mujer de unos setenta años y elegantemente vestida que parecía estar interrogándolos, a él y al artista, sobre las sutiles diferencias entre dos de las piezas que formaban parte de la muestra.

Tenía tres puntos a mi favor y me aferraba a ellos como a un salvavidas. Primero, mi educación me había convertido en un camaleón, capaz de cambiar y también de adaptarse. También me había proporcionado una piel gruesa y la habilidad de fingir seguridad en mí misma. Algunos niños les dan las gracias a sus padres por obligarlos a practicar un deporte porque eso les ayuda a fortalecer su carácter. Yo le daba las gracias a mi padre por enseñarme a montar timos rápidos y estafas a gran escala.

Segundo, había percibido la llama del deseo en los ojos de Cole al menos en dos ocasiones durante toda la velada. Puede que estuviera proyectando mis deseos, pero estaba casi segura de que no era así. Y si él también quería algo conmigo, eso hacía que mi objetivo fuera mucho más asequible.

Finalmente, me había bebido dos copas de vino en cuestión de cinco minutos y siempre he sido un peso pluma en lo que al alcohol se refiere. Eso quiere decir que estaba flotando en una nube de valor líquido, tal y como le había dicho al camarero. Y, al menos de momento, no tenía ningún problema con ello.

—Puede analizar —escuché que decía Cole mientras me acercaba— o puede sentir.

Los dos cuadros de los que estaban hablando eran enormes, de unos dos metros de alto por uno y medio de ancho. Estaban colocados uno al lado del otro y los brillantes colores de ambos parecían saltar de un lienzo al otro. El artista, un chico procedente del South Side de unos veinte años que se hacía llamar Tiki, asentía enérgicamente desde su posición al lado de Cole.

—Es como yo digo. —Se golpeó el pecho con la base de la mano—. Tiene que hacer lo que sienta aquí dentro. Puede mirarlo y compararlo con todas las muestras de colores que quiera o llamar a un decorador de esos caros, pero eso no le va a ayudar a saber qué va a sentir cada vez que entre en una sala y vea el lienzo colgando de la pared de su casa.

La mujer aspiró por la nariz.

—Joven, puede que tenga razón, pero mi esposo acaba de pagarle un dineral a nuestro diseñador para que le reforme el estudio y le aseguro que si lo que compro no pega con la nueva decoración, no será su arte lo que sienta precisamente.

Tiki se echó a reír.

—Ahí me ha pillado, Amelia.

—Creo que una decoración cara no vale ni un centavo si el dueño no hace suya la estancia. —Me acerqué a los cuadros y cambié a modo operador. Esto sí sabía cómo hacerlo—. Si tuviese una estancia completamente vacía sobre la que trabajar, ¿cuál escogería?

Observé los dos lienzos mientras Amelia pensaba su respuesta.

—Ya sé que es una elección difícil —añadí—. Son parecidos y al mismo tiempo cada uno tiene su propia personalidad. Ambos son evocadores —continué—. La explosión de colores. La sutileza de las zonas más apagadas.

Miré a la anciana, vi que asentía levemente y empecé a tirar del anzuelo.

—No sé tú… Espero que no te importe que te tutee —dije, porque estábamos hablando de mujer a mujer—, pero yo los miro y me levantan el ánimo.

De un solo vistazo, inspeccioné a Amelia de los pies a la cabeza. Las líneas clásicas de su vestido. El pelo, recogido con esmero. Estaba considerando la posibilidad de comprar arte moderno, sí, pero era una mujer elegante con raíces profundas que posiblemente se remontaban varias generaciones.

Ese análisis me dio una pista sobre el siguiente paso que debía dar.

—Hacen que me sienta… —Guardé silencio, como si buscara las palabras—. Es como estar en una sinfonía —dije al final—. Cuando la música parece levantarte del suelo y llevarte muy, muy lejos.

—Sí —murmuró Amelia—. Sí, exacto.

—Lo que me impresiona es la forma en que las dos piezas se confunden. ¿Los ves? Los colores se complementan los unos con los otros. El rojo de este te lleva al púrpura del otro. —Señalé primero un lienzo y luego el otro—. Trabajan en equipo. Sinceramente, separarlos sería como retirar todos los violines de la Quinta Sinfonía de Beethoven.

Miré a Cole y vi que tenía los ojos ligeramente entornados, pero no pude saber si estaba impresionado por mis esfuerzos o preocupado ante la posibilidad de que le jodiera una venta.

La expresión de Tiki era más fácil de leer. Su amplia sonrisa sugería que sabía exactamente hacia dónde iba yo.

Intenté no pensar en ninguno de los dos. Lo que menos necesitaba en aquel preciso instante era añadir nervios al batiburrillo emocional en el que ya estaba sumida.

—¿Cuál escogerías tú? —preguntó Amelia.

—¿Sinceramente? —Me incliné hacia ella con aire de conspiración—. Yo haría trampas.

Abrió los ojos como platos, como si yo acabara de hacer el comentario más escandaloso que jamás hubiera escuchado.

—Si tuviera una sala vacía que llenar, no me iría de aquí con uno solo. Intentaría comprar los dos.

Amelia dirigió su atención de nuevo hacia los cuadros. Podía ver el interés en su mirada y la forma en que sus cejas dibujaban una «v» profunda justo por encima de la nariz.

—Pero todo esto es hipotético. No tengo carta blanca.

—En realidad —dije sonriendo abiertamente—, sí la tienes. ¿Cuál es el esquema de colores de la habitación?

—Tonos tierra salpicados de melocotón.

—Estos colores —asentí, indicando un trozo de lienzo a mi izquierda.

Miré a Tiki en busca de aprobación y de ayuda. Confirmó mis palabras, pero no intervino como yo esperaba.

Fue Cole quien recogió el testigo.

—Tiene razón, ¿sabe? —dijo, dirigiéndose a Amelia—. Por sí solo, puede que el otro cuadro no funcione igual con esa paleta de colores. Pero ¿ve aquí? —Hizo un gesto entre los dos lienzos, destacando con sus movimientos las formas y los colores—. Estos marrones y estos verdes de aquí son el complemento ideal para estos rosas y estos melocotones.

—Sí, tío, tienes razón —intervino Tiki—. Los dos lienzos son como un equipo. Como el ying y el yang, ¿lo pillas?

Observé a Amelia y vi cómo en sus labios afloraba una sonrisa. Era una sonrisa que conocía a la perfección de mis días y mis noches en Florida, vendiendo cuadros con mi padre. Era la sonrisa de una mujer forrada que acababa de encontrar la excusa perfecta para gastárselo.

En otras palabras, mi trabajo estaba hecho.

Apreté la palma de la mano suavemente contra su brazo.

—Lo siento. No era mi intención enrollarme de esta manera. Os dejo a solas para que habléis.

—No creo que haga falta hablar más, Tiki querido —escuché que decía mientras yo me perdía entre la concurrencia—. Solo necesitamos a esa chica tan maja, la que lleva el datáfono, para pagar con tarjeta.

—Menuda interpretación —dijo Cole unos segundos más tarde.

Me cogió del brazo y me llevó a un lado. Yo me dejé hacer, mientras todo mi cuerpo vibraba por el firme contacto de sus dedos sobre mi codo desnudo. Caminaba ligeramente por detrás de mí, de modo que no podía verle la cara.

—¿Buena o mala?

—Por lo que a mí respecta, digna de una ovación con el auditorio en pie.

—¿En serio? —pregunté, ridículamente complacida por haber impresionado a Cole.

Me soltó y se colocó frente a mí. Enseguida eché de menos el tacto de sus manos, pero el cambio valió la pena. Yo nunca había sido la clase de chica que se desmaya cuando ve un calendario de bomberos macizos y solo había visto Magic Mike una vez, pero en lo que a caramelos visuales se refiere, Cole era una chocolatina con patas y tan o más tentadora.

—En serio —asintió, y en sus labios brotó una sonrisa. Sacudió lentamente la cabeza con un placer más que evidente—. No sabía que para trabajar en una cafetería se necesitaran tantas dotes comerciales.

—Soy un mujer de múltiples talentos —repliqué, e hice aletear las pestañas.

—Y que lo digas.

Respiró hondo mientras me miraba. Por mucho que lo intentara, no tenía ni idea de qué podía estar pensando.

—Eso que acabas de hacer supone una buena comisión para la galería —dijo finalmente—. Creo que vas a recibir postales de Navidad de Tiki durante el resto de tu vida.

—Eso espero. ¿Y de ti? —pregunté incapaz de morderme la lengua y echándole la culpa al vino. Lo miré a los ojos y deseé con todas mis fuerzas que los míos fueran una ventana a mi alma, porque en aquel preciso instante quería que pudiera ver dentro de mí—. ¿Qué voy a recibir de ti?

—Eso depende de lo que tú quieras.

—De lo que yo quiera —repetí.

Cuando se trataba de Cole, ¿es que había algo que no quisiera?

—Ya te lo he dicho antes, me debes una —continuó—. ¿Quieres que nos declaremos en paz?

—¿Tú quieres?

Permaneció un momento en silencio y luego añadió unos segundos más.

—No —respondió al fin.

Levanté la barbilla bien alta.

—Me alegro.

La expresión de su rostro seguía siendo perfectamente estoica. Alzó una mano hacia mi cara, pero de pronto la dejó caer como si se tratara de un niño al que sus padres descubren haciendo algo malo.

—No pasa nada —le dije, y mi voz apenas era un susurro—. No me voy a romper.

—No estés tan segura, rubia. Soy conocido por haber roto cosas mucho más resistentes.

—Yo no soy una cosa. Y tranquilo que no me destruirás. —Dudé un segundo y di un paso hacia él. Nos separaban apenas unos centímetros, pero el aire parecía más pesado, como si a mis pulmones les costara más llenarse de oxígeno—. No pasa nada.

A nuestro alrededor, la fiesta seguía su curso, pero ninguno de los dos parecía ser consciente de ello. Era como estar atrapado en un vórtice; en nuestro pequeño rincón del tiempo y del universo, no importaba nada más, solo existíamos nosotros.

Contuve la respiración y deseé con todas mis fuerzas volver a sentir sus manos, tanto que por un momento creí percibir el sabor de su piel. Me acarició la mejilla con el pulgar y tuve que reprimir un gemido de placer al sentir el contacto de sus dedos.

De pronto apartó la mano y retrocedió, dejándome huérfana de su tacto y haciendo que todo a nuestro alrededor cobrara vida de nuevo.

—Tenía que comprobar si estaba en lo cierto —dijo.

—¿Sobre?

—Tu piel. Es como tocar una promesa.

—¿En serio? —murmuré.

—Tierna —respondió Cole—. Y un poco misteriosa. Una capa encima de otra, esperando a ser descubiertas.

Por un momento creí que no me saldrían las palabras.

—No sabía que pensaras eso —dije—. De hecho, no sabía que pensaras en mí.

Cole permaneció en silencio durante tanto tiempo que temí que no me contestara. Cuando al fin me respondió, fue como si sus palabras me atravesaran, dulces y afiladas como puñales.

—Pienso en ti más de lo que debería.

De pronto, pensé que en la galería hacía un calor insoportable y sentí que tenía la nuca cubierta de pequeñas gotas de sudor. Necesitaba respirar; era como si alguien hubiera chupado todo el oxígeno del local.

No sé cómo —de milagro, eso seguro— pero conseguí formar las palabras.

—¿En qué estás pensando?

Vi la respuesta que tanto ansiaba oír en las líneas de su cara y en el control férreo que ejercía sobre su cuerpo. La sentí en la forma en que el aire chisporroteaba y brillaba a nuestro alrededor. Incluso la olí, cálida y almizclada como el deseo.

La rotundidad de su respuesta me rodeó, me tentó sin cuartel, y, sin embargo, cuando abrió la boca sus palabras negaron la realidad. Me negaron a mí, nos negaron a los dos.

—Estoy pensando que no —dijo, y con cuatro sencillas palabras le bastó para destruirme—. Y estoy pensando que será mejor que vuelva con mis invitados.