20
—¿Cole?
—Mmm. —Su voz sonaba distante y cercana a la vez.
—Antes de dormirte, ¿crees que podrías quitarme la cuerda y, en fin, todo lo demás?
Oí el murmullo sordo de una risa.
—No lo sé. Me entran ganas de dejarte así, ligada para mi propio deleite, mía para tomarte cuando me apetezca.
—Ya soy tuya —repuse—. No necesitas las cuerdas.
Vi la emoción en sus ojos como respuesta a mis palabras. Y cuando con suma delicadeza me quitó el tapón y la cuerda, pensé que nunca había experimentado nada tan erótico como ser atendida por ese hombre.
Después yacimos sobre las sábanas con las piernas entrelazadas. Yo paseaba los dedos por su torso, disfrutando del contacto con su piel.
—Gracias —dije al fin—. Por enseñarme esto. Por enseñarme que a mí también me gusta.
—Ay, nena. —Me acarició la mejilla, y aunque su tono era inequívocamente dulce, pude ver los nubarrones que le empañaban la mirada.
—¿Qué he dicho?
Incorporó el torso y se inclinó hacia delante, acompañando el gesto con dos profundas inspiraciones.
—Me alegro de que te guste. No hay nada que desee tanto como darte placer.
Se levantó y se dio la vuelta para mirarme. Me senté en la cama, inquieta por el tono comedido de sus palabras. Quería suplicarle que me explicara qué ocurría, pero sabía que lo haría tarde o temprano. Simplemente necesitaba hacerlo a su ritmo, y yo simplemente necesitaba ser paciente.
—Para mí no es una cuestión de gustos. Es una necesidad, un requisito. Maldita sea, es lo que me alimenta.
Tenía la mirada fija en mi rostro e ignoraba qué veía en él. ¿Comprensión? Un poco, quizá. En realidad solo quería abrazarle, porque al margen de que lo entendiera o no, sabía que Cole estaba sufriendo. Y lo único que deseaba —lo único que volvería a desear jamás— era ver a ese hombre feliz.
—Quiero ayudarte —dije simplemente—. Quiero entenderte.
—Lo sé. Yo también lo quiero. Te dije que no quería secretos y lo dije en serio. Pero eso no significa que sea fácil.
—No lo es. Creo que lo más difícil que he hecho en mi vida es hablarte de Roger.
—Tú eres más fuerte que yo, Katrina Laron, aunque en el fondo siempre lo he sabido.
—Eso no es cierto —repliqué—. Cuéntamelo todo. Por duro, horrible o complejo que sea, busca el principio y empieza por ahí.
Me miró un largo instante antes de estrecharme entre sus brazos y besarme con vehemencia. Luego tomó asiento en el borde de la cama y corrí a sentarme a su lado, con una pierna debajo del muslo para poder estar de cara a él.
—Tú tienes a Roger viviendo en la sombra de tu pasado —comenzó. Sus palabras destilaban dolor—. Yo tengo a Anita.
Tomé su mano y la sostuve con fuerza. No dije nada, pues sabía que continuaría cuando pudiera.
—Nunca pensé que hablaría de ella. Quería olvidarla, hacer ver que esa cabrona no existía.
—Pero existe —repuse quedamente—, y aunque pudieras olvidarla, eso no cambiará lo que te hizo. No obstante, hablar ayuda. —Acerté a esbozar una sonrisa de ánimo—. Por si te lo estabas preguntando, sé por experiencia que hablar de las mierdas de la infancia con alguien que te importa es una gran ayuda.
Se aferró a mi mano unos segundos antes de soltarla y levantarse. Caminó hasta la ventana y abrió las cortinas. Era tarde ya, el cielo estaba oscuro y las estrellas no podían atravesar la cortina de luz artificial que envolvía la ciudad como un halo.
Detrás de Cole se divisaba la silueta de edificios, algunos de no más de tres plantas, que llenaba el espacio y terminaba abruptamente en una oscura extensión de océano que parecía elevarse y fundirse con el negro intenso del cielo nocturno.
—Tenía once años cuando me metí en el mundo de las bandas. Era joven, pero no para esa vida. Sobre todo no para un niño como yo, que necesitaba dinero. Porque vivía con mi abuela y mi tía, y yo cuidaba de ellas. No había otros hombres, por lo menos ninguno que se quedara, y tampoco creo que las hubiese dejado a cargo de ellos. ¿Cómo iba a hacerlo si mi abuela me había acogido y se había matado lavando y cosiendo para otros cuando la zorra de mi madre me dejó en sus manos, y luego se quedó sin nada cuando la cabeza empezó a fallarle?
—¿Dónde está tu madre?
—Murió —respondió Cole sin el menor atisbo de emoción—. Era yonqui y puta, y murió cuando yo tenía cinco años. Y menos mal que la palmó. Ya se había envenenado a sí misma y me había envenenado a mí. Mientras estaba embarazada de mí bebía, fumaba crack y hacía Dios sabe qué cosas más, y dio a luz a un bebé escuálido y llorón que estaba tan enganchado como ella.
Estaba paralizada. No tenía la menor idea de cómo reaccionar a algo así. Quería levantarme y abrazarle. En lugar de eso, le di espacio.
—Joder —dijo después de pasarse las manos por la cabeza y tragar aire—. No pretendía desviarme así. El caso es que mi abuela cuidó de mí casi desde el día que nací. Me hizo trabajar, me hizo pensar, me hizo ser algo mejor de lo que habría sido. Así que cuando el Alzheimer llamó prematuramente a su puerta, aunque yo solo tenía once años, supe que a partir de ese momento me tocaría a mí cuidar de ella y de mi tía.
—Demasiada responsabilidad para un niño —dije.
—Demasiada, y prácticamente inviable si quieres conseguir el dinero de manera legal. Pero si no tienes demasiadas manías, siempre están las bandas. Y como las tienes delante de las narices desde que pones un pie en este mundo, ya te sientes cómodo entre ellas. Yo formaba más o menos parte de los Dragones desde el instante que abandoné el útero, pero a los once ingresé oficialmente.
—¿Los Dragones? ¿Era el nombre de la banda?
Asintió.
—¿Por eso tienes un tatuaje de un dragón?
—No. Lo tengo porque salí de ella. —Se dio la vuelta para que pudiera verle mejor la espalda—. El símbolo de la banda era un dragón pequeño que te hacías en el hombro derecho. ¿Lo ves?
Busqué con detenimiento y encontré el contorno de un dragón oculto en el dibujo más audaz e intrincado de la hermosa criatura que cubría la espalda de Cole.
—Este lo diseñé yo. Contraté a un artista para que me lo grabara en la espalda. El objetivo principal era cubrir esa marca y crear mi propio símbolo.
—Es fantástico —dije absurdamente orgullosa no solo de que hubiera hecho tal cosa, sino de que se le hubiese ocurrido—. Convertiste algo horrible en algo hermoso.
—Por lo menos lo intenté. Pero la parte horrible todavía acecha en los márgenes. Me estoy adelantando —dijo antes de que pudiera preguntarle qué había querido decir con eso—. Estaba hablando de la banda. Andábamos metidos en todo, pero principalmente en drogas, y el resto del tiempo lo dedicábamos a proteger nuestro territorio y a todas las gilipolleces que acompañan esa clase de vida. Ya entonces sabía que eran gilipolleces —reconoció mirándome a los ojos—, pero también sabía que era la única opción que tenía.
—Debió de ser muy duro. —Podía imaginármelo, tan joven y con la inocencia arrebatada. Los ojos se me llenaron de lágrimas y las enjugué enseguida.
—No fue fácil. Pero no pretendía convertir esto en una clase sobre la cultura de las bandas.
—Querías hablarme de Anita —señalé.
—Fue mi rito de iniciación —dijo en ese tono apagado que me daba ganas de abrazarlo con todas mis fuerzas.
—¿Qué significa eso?
—Significa que para recibir tu parte de cualquier ingreso obtenido por la banda tenías que ser miembro pleno. Y nadie era considerado miembro pleno hasta que perdía la virginidad. Peor que eso. No les bastaba con una noche, no, tenían que iniciarte a conciencia. Y ahí es donde entra Anita.
—Fue tu primera experiencia.
—No imaginas hasta qué punto. —Su voz rezumaba odio—. Le gustaba el dolor. El dolor de verdad. Darlo y recibirlo. Quemaduras de cigarrillo. Estrujarte la polla con un alambre. Cuchillos. Pajas metidas por la uretra y a saber qué cosas más por el culo. Era una cabrona sadomasoquista, y supeditaba cada maldito orgasmo a uno de sus jodidos juegos.
Meneé la cabeza, negándome a creer lo que me estaba contando.
—Te hizo…
—El dolor tiene forma de parábola. Después de un rato se convierte en placer. No solo la clase de dolor que he compartido contigo, sino el dolor de verdad. El dolor de la tortura. La clase de dolor que sonsaca secretos de Estado y delata a espías. Pero si cruzas la línea, la tortura deja de funcionar porque la víctima entra en un estado de euforia. Por tanto, si quieres cargarte las conexiones sexuales del cerebro de alguien, coges a un niño, un niño que apenas haya tenido una erección y aún menos un orgasmo, y te dedicas a ponerle caliente y hacerle pajas una y otra vez. Primero le haces daño, luego le das placer, luego le haces daño otra vez… —La voz, dura hasta ese momento, se le quebró—. Mierda.
—No tienes que contarme nada más —dije.
—He de hacerlo, porque en mi caso hay algo más aparte de la manera en que los enfermizos juegos de Anita me trastornaron y trastocaron todo lo que me la pone dura. Puso a prueba mis límites con el sexo, pero a eso has de sumarle la mierda que me dejó mi madre: problemas para controlar los impulsos y manejar la rabia, toda esa mierda que se queda contigo cuando tienes la condenada etiqueta de «bebé del crack». Eso me convierte en una puta bomba a punto de explotar, y puedes estar segura de que el sexo es uno de los detonantes.
Caminó hasta el fondo de la habitación, regresó y se alejó de nuevo. Yo le observaba con el corazón roto por el niño que había sido y el hombre que era.
Finalmente se detuvo delante de mí.
—La conclusión final es que estoy jodido hasta el fondo.
—No. —Me levanté para tomar su cara entre mis manos—. La conclusión final es que eres el hombre más fuerte que conozco.
—Kat…
—No —dije con firmeza—. No te atrevas a discutirme eso. Puede que estés jodido, ¿y qué? ¿Quién no lo está? Pero no estás loco. No llevas las cosas tan lejos. No explotas. No te haces daño ni me haces daño a mí.
Vi que quería interrumpirme y le puse un dedo en los labios.
—Has desafiado tu pasado de muchas maneras, Cole. —Mantenía el tono dulce, confiando en que comprendiera lo muy en serio que iban mis palabras—. Tú no eres como Anita. Ella es cruel, tú no. Tú eres todo lo contrario. —Lo abracé y descansé la mejilla en su pecho—. Lo sé porque eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Al principio tropecé con un cuerpo rígido, pero después noté el roce de sus labios en mi pelo y sus brazos rodeando mi cintura. Se relajó y pegó su cuerpo al mío.
—Caray, Kat —dijo—, me dejas sin aliento.
El corazón se me llenó de dicha. Me aferré a él otro instante antes de separarme para poder verle la cara.
—Vuelve a la cama conmigo —dije—. Quiero que me abraces.
—Si te abrazo, ya no podré soltarte.
Me tumbé en la cama y lo arrastré conmigo para sumergirme en la sensación de sus brazos alrededor de mi cuerpo y su piel contra mi piel.
—Me encanta estar así, simplemente tendida a tu lado. Es agradable.
—Sí —respondió él al cabo de un instante. Me acarició el hombro con las yemas de los dedos—. Dentro de ti arde una energía salvaje tan intensa que cuesta soltarla, pero estos momentos dulces… son la leña que necesitas para arder.
Me estremecí, conmovida por sus palabras.
—Realmente eres un artista —susurré—. Expresas belleza no solo con la pintura, sino también con las palabras.
—Puede. O a lo mejor es simplemente que tú eres mi musa.
Como la idea me gustó, cerré los ojos e intenté conciliar el sueño. Pero había algo que me tenía intrigada, y al final la curiosidad pudo más.
—Cole, ¿estás despierto?
—Mmm.
—¿Tú también necesitas el dolor? Quiero decir, ¿necesitas recibirlo?
Tardó en contestar, y cuando lo hizo sus palabras sonaron extrañamente distantes, como si temiera poder espantarme si daba demasiada importancia a la pregunta, y no digamos a la respuesta.
—Lo he necesitado, pero no te pediría que me lo hicieras.
Medité su respuesta. Luego rodé sobre el costado para descansar mi mano en su pecho y notar los latidos de su corazón. Estaba abrumada por todo lo que me había contado. No solo por los hechos, sino por las emociones y las necesidades que ocultaban.
—Si lo necesitas —susurré—, solo tienes que pedírmelo. Dices que soy tuya, Cole, pero tú también eres mío. —Respiré hondo y confié en que comprendiera que hablaba completamente en serio—. Y siempre te daré lo que necesites.
—Lo sé —dijo—. Gracias.
Satisfecha, asentí con la cabeza. Pese a mi confesión, él aún no me había dicho que me amaba. Pero me había contado sus secretos. Me había confiado su pasado.
Había abierto su corazón y me había permitido entrar en él.
Y con un hombre como Cole, tan celoso de sus secretos, esa era la esencia del amor.