13

Como a Cole se le daba algo peor que a mí cocinar, tomamos un café y nos preparamos unos gofres congelados para desayunar. En realidad estaban bastante buenos, y disfruté de la confortable sensación hogareña de comerlos en su cocina bien iluminada, leyendo juntos el periódico y rozándonos las manos con los dedos cuando nos apetecía.

Incluso me ofrecí a recoger, ya que no suponía mucho más que cargar el lavavajillas y tirar a la basura el envase de cartón de los gofres congelados.

Me serví otra taza de café y miré el móvil para ver si tenía alguna llamada.

—Debería irme ya —dije—. Tengo que cambiarme antes de que empiece mi turno de las diez. Además, quiero ir a ver a mi padre antes.

Cole levantó la vista de la sección de economía.

—No —dijo, y retomó la lectura del periódico.

Alargué la cuchara que tenía en la mano y le bajé las hojas del periódico.

—Repite lo que has dicho.

—Ya me has oído. No.

—No —repetí—. Espero que te refieras a que ha llamado Glenn y que no empiezo en el turno a las diez. Porque si te refieres a que no puedo visitar a mi padre, voy a cabrearme bastante.

—No puedes visitar a tu padre.

Retiré la silla de golpe de la mesa y me levanté de un salto. ¿Cole creía que él tenía carácter? Bien, pues no tenía ni idea del carácter que tenía yo.

—Siéntate, Kat —dijo con un tono prácticamente de aburrimiento—. Siéntate y piensa. Sabes que tengo razón.

—Quiero ver a mi padre.

—¿De verdad? Porque siempre que vas, aumenta el riesgo de que alguien haya descubierto qué relación tenéis. De que estén siguiéndote y de que lo encuentren.

Me senté. No pensaba reconocerlo —en cualquier caso, no a menos que me obligara—, pero tenía razón.

—No conviene tocarle mucho las narices a Ilya Muratti. Y me da igual el cuidado que hayáis tenido tu padre y tú durante todos estos años, Muratti tiene muchos recursos.

—Tienes razón —admití—. Lo que pasa es que estoy preocupada. Quiero verlo. Hablar con él.

—Entonces llámalo con el móvil de prepago. Cuéntale que tenemos un plan.

—¿Tenemos un plan?

—Lo tendremos —respondió—. Y hasta que lo tengamos, tu padre no tiene por qué preocuparse.

—Eres bueno en esto —dije.

—Tengo mucha práctica —respondió, y alzó su taza.

—Me lo creo. —Me levanté para ir a por la jarra de café y nos serví a los dos—. ¿A qué te dedicas exactamente? Además de a falsificar manuscritos de Da Vinci, quiero decir.

—Digamos que estoy metido en varios asuntos y no todos son legales.

—¿Todavía?

—Evan es el único que está limpio del todo. Va a casarse con la hija de un senador. Y tiene otras razones. Lo pasa mucho mejor dirigiendo una empresa legal que no planeando un atraco o una estafa.

—¿Y tú?

—¿Está usted sometiéndome al tercer grado, señorita Laron? ¿Tengo que cachearla para ver si lleva un micro oculto?

—Cachéame si quieres; te lo pregunto porque me pica la curiosidad. —No confesé que deseaba conocer hasta el último detalle de su vida, aunque era la pura verdad.

—Créeme, tengo la experiencia y los recursos necesarios para ayudar a tu padre. Y no me ando con remilgos. Haré lo que haga falta para mantenerlo a salvo, sin importar lo que sea. ¿Vale?

Asentí en silencio, porque lo que acababa de afirmar me ayudaba de verdad. Aún quería saber cosas sobre el pasado de Cole: ¿qué le ocurrió cuando era niño? ¿Cómo acabó en el reformatorio donde conoció a Evan y a Tyler? Sin embargo, todo eso podía esperar. En ese preciso instante necesitaba centrarme en mi padre.

—Bueno, ¿y cuál es el plan?

—Todavía estoy valorando las opciones. Dame un día para pensarlo. Para hablar con Evan y con Tyler y…

—Cole, no. No quiero que crean que… —Hablé con un hilillo de voz y me encogí de hombros, porque no estaba segura de qué quería ocultar.

Alargó una mano y entrelazó nuestros dedos.

—Todo el mundo tiene secretos. Los tres lo entendemos mejor que nadie. Los cuatro —rectificó—, contando contigo, claro.

—¿Estás contando conmigo?

—Por supuesto.

Esperé un segundo.

—Sí, pero mantenme informada, Cole, ¿vale? Se trata de mi padre. Y el plan que dices que tienes… quiero saber en qué consiste. Prométeme que me informarás —dije—. Prométeme que me contarás el plan.

—Te lo prometo.

Asentí en silencio, satisfecha. Luego ladeé la cabeza y me quedé mirándolo con detenimiento.

—¿Sabes?, no me has parecido muy sorprendido cuando te he confesado que no soy una ciudadana del todo honrada y ejemplar.

Me lanzó una mirada encendida por la llama de la pasión.

—No es precisamente un secreto que me gustas. Llevo un tiempo intentando averiguar cosas sobre ti.

—¿De verdad? —No pude ocultar el tono de sorpresa en mi voz.

—De verdad —reconoció—. Se te da bien ocultar tus huellas. No he logrado encontrar ni un solo dato anterior a tu llegada a Chicago. Es lo que me ha parecido más sospechoso.

—Mmm… —dije con un tono de total inocencia.

—Supongo que eso te convierte en una especie de Afrodita, nacida del mar. O del lago Michigan, como mínimo.

—¿Desnuda y saliendo de una concha? Me parece que no.

—Katrina Laron —dijo como si mi nombre fuera un suflé de chocolate, ligero y esponjoso sobre su lengua—. ¿Quién se inventó el nombre?

Llevaba tanto tiempo viviendo en mi burbuja de falsa identidad que estuve a punto de replicar que no entendía qué insinuaba. Pero hice memoria y respondí la pregunta.

—Fui yo. Escogí Katrina porque se parece a mi verdadero nombre.

—¿Que es…?

Le sonreí.

—Deberías saberlo.

—¿Catalina?

—A mi padre también le gusta esa isla.

—¿Y lo de Laron?

—El apellido lo escogí porque me gustaba el juego de palabras.

—Está bien. Me rindo. ¿A qué juego de palabras te refieres?

—En realidad, es un nombre de pila masculino, y es de origen francés. Significa «ladrón». Creí que me iba como anillo al dedo.

Por su expresión, quedó claro que estaba de acuerdo.

Fruncí el ceño al pensar en mi nombre y en mis diversas identidades, y en todas las cosas que hacían las personas que querían ocultarse, y en las cosas que podían hacerse para localizarlas.

—Cole —empecé a decir, pero él me hizo callar con un simple roce de la mano.

—No pueden encontrarte. No es fácil. Y aunque te localicen, no encontrarán a tu padre. Confía en mí, Catalina. Todo saldrá bien.

Y, como era Cole quien lo decía, le creí.

Unos diez minutos después de irme de su casa, me sonó el teléfono.

Miré la pantalla, vi que era Cole y sentí el dulce pálpito de la expectación en el pecho.

Alargué la mano hacia el móvil y apreté el botón de contestar llamada con el altavoz.

—Qué pasa, forastero —dije—. ¡Cuánto tiempo!

—Ha pasado demasiado tiempo —admitió—. Necesito que encuentres un lugar donde aparcar.

Torcí el gesto; hablaba con demasiada seriedad.

—¿Todo bien?

—Por lo que a mí respecta, todo de maravilla —dijo—, incluida tú.

—¡Ah! Pero entonces ¿qué…? —Recordé mi sugerencia de practicar sexo telefónico—. ¡Ah!

Él rió, y su risa fue puro fuego y malicia, y supe que no me equivocaba.

Maniobré para entrar al aparcamiento de un supermercado de la zona, me dirigí hacia el almacén de la parte trasera, donde se entregaba la mercancía, y aparqué en las plazas para empleados. Allí tendría cierta intimidad, o eso creía.

Había imaginado que recibiría esa clase de llamadas —si es que llegaba a recibirlas— estando en mi casa.

Pero no pensaba discutir. Y menos cuando Cole estaba dándole una oportunidad a mi ocurrencia.

Y, además, ya estaba cachonda. El simple sonido de su voz —el simple pensamiento de que me deseaba, de que estaba pensando en acariciarme y en follarme—, ¡por el amor de Dios!, solo por eso ya estaba mojada y tenía los pezones tan erectos y tan duros que casi me dolían al rozar con el encaje del sujetador.

—¿Dónde estás? —me preguntó.

—Estoy en el coche. En la parte trasera de un supermercado. Muy lejos de donde aparca el resto de los coches.

—No, no estás ahí.

—¿No?

—Estás en una habitación. Las paredes están pintadas de rojo. Hay una cama en el centro del dormitorio con una cabecera tapizada y una colcha de satén blanco. ¿Ves la habitación?

—Sí. ¿Es tu habitación?

—No —respondió—. Ahora mismo es nuestra habitación. Dime qué más hay en la habitación.

—Pues… velas —dije—. No hay luz eléctrica, pero hay velas en los candelabros de las paredes. Otras están colocadas en sencillos botes de cristal puestos en el suelo. La habitación está en penumbra y parece bailar con las llamas.

—Lo veo —dijo—. Y también veo algo más. Dos cosas. ¿Sabes cuáles son?

Me humedecí los labios con la lengua.

—Dímelo.

—Un baúl. Antiguo. De piel. Caminas hacia él y lo abres.

—¿Y qué hay dentro? —le pregunté imaginando el interior del baúl.

—Juguetes —se limitó a decir con un tono que me hizo evocar toda clase de fantasías eróticas—. El que me interesa es el que está arriba del todo. ¿Lo ves? Tiene un mango, casi como una porra envuelta en cuero negro. Y también tiene unos flecos. Finas tiras de terso cuero, más de una docena.

—Es un látigo —dije, y percibí mi tono de excitación y de fascinación.

—Muy bien.

—Ya te dije que no era tan inocente —comenté con la voz ronca.

—¿Alguna vez lo has usado?

—No.

—Bien —dijo—. Quiero que tu primera vez sea conmigo.

—Cole… —Y dejé la frase inacabada, pues no estaba muy segura de lo que quería decir.

—¿Sí?

—Yo… ¿Qué más hay en el dormitorio?

—Solo una cosa más. Una cruz de San Andrés. ¿Sabes lo que es?

—La verdad es que no —reconocí.

—Imagínate una equis hecha con travesaños de tersa madera. Está encajada en un marco, y ese marco está colocado en la pared. Tienes que situar el torso justo en el punto de cruce del aspa. Los tobillos abajo y las muñecas arriba. Estás atada, Catalina. Lo entiendes, ¿verdad?

Tragué saliva y asentí con la cabeza, aunque sabía que él no podía verme.

—Atada y desnuda y sin poder moverte. Para no poder hacer nada más que sentir. Quiero que vayas hasta allí, Kat. Quiero que vayas hasta allí, te desnudes y te coloques sobre la cruz.

Cerré los ojos y me lo imaginé. Imaginé los pasos que daba, lentos e inseguros. Me imaginé colocando los pies, apoyándome contra la cruz y levantando los brazos.

—Por debajo de las muñecas, los tobillos y el vientre, la cruz está acolchada. ¿Lo notas?

—Sí —respondí. Me removí en el asiento y separé las piernas. Un tímido fuego empezaba a arderme por todo el cuerpo, alimentado por el simple poder de la imaginación y la expectación generadas por las palabras que Cole aún no había pronunciado.

—¿Sabes por qué hay tantas sumisas a las que les gusta ser azotadas?

—¿Sienten placer?

Se echó a reír.

—Dicho con pocas palabras, sí. Pero es algo más profundo. La verdad es que al principio no produce placer. El placer se obtiene gracias al dolor, y no se puede alcanzar el primero sin haber sufrido el segundo.

—¡Ah! —exclamé de forma entrecortada y con una pizca de preocupación. Me obligué a recordar que estaba en el coche y que no había ningún látigo a la vista. Era solo un juego. Y estaba jugando con Cole; todo saldría bien.

—Estoy rodeándote los tobillos con las tiras —dijo—. Primero el izquierdo, luego el derecho. Me deslizo hacia arriba por tu cuerpo. Voy acariciándote la cara interna de los muslos, rozándote el sexo con la punta de los dedos, para provocarte. Solo un poco. Solo para asegurarme de que estás cachonda. De que lo deseas. De que tienes el cuerpo a punto.

—Está a punto. —Me di cuenta de que me había puesto la mano entre los muslos. Estaba toqueteándome el sexo y empezaba a contonear las caderas ligeramente, en busca de la cantidad justa de placer.

—Estoy subiendo un poco las manos, siguiendo la curva de tu culo, te agarro por la cintura, por los costados, y sigo subiendo para colocarte los brazos sobre la cruz. ¿Lo notas?

—Sí —dije.

—Ábrete de piernas —murmuró, y me di cuenta de que ya lo había hecho—. Los brazos arriba y bien separados. ¿Lo has hecho?

—Sí.

—¿Cómo estás?

—Cachonda. Muerta de curiosidad. Y un poco nerviosa.

—El placer se intensifica por la expectación creciente. Ahora sé que estás preparada. Quiero empezar con suavidad. Con sensualidad. También hay música. ¿Has escuchado la cantata Carmina Burana? —me preguntó refiriéndose a la conocida pieza de intensidad creciente, inspirada en cánticos sacros de la Edad Media.

—Sí.

—Está sonando de fondo. ¿La oyes?

—Sí —susurré, y la oía. Es una de mis piezas favoritas: emocionante, potente y ligeramente perturbadora, todo al mismo tiempo. Era la banda sonora perfecta para la situación.

—Voy rozándote con los flecos la espalda y los hombros. Y voy bajando cada vez más y más, hasta que te meto el látigo entre las piernas y… Oh, ¡Dios mío, Kat!, estás empapada.

—Sí —asentí, porque en ese momento fui incapaz de pronunciar otra palabra.

—Lo levanto y las tiras de cuero te acarician el sexo, te rozan el clítoris y lo estimulan. No te duele, los movimientos todavía son demasiado suaves, pero vas poniéndote cada vez más cachonda. Estás ardiendo. Y el roce hace que la llama empiece a avivarse.

Tragué saliva, porque lo sentía. El crepitar del calor entre los muslos. La estimulación del clítoris por el roce del cuero.

Deseé bajar más la mano, acariciarme y tocarme hasta que la suave pulsación de mi sexo se convirtiera en algo más salvaje y desenfrenado, pero eso iba contra las normas, y seguí con las manos apoyadas con firmeza contra la capota del coche.

—Te hago lo mismo por la cintura… Y, Kat, ahora voy a centrarme en ese punto. Pero la sensación te recorrerá todo el cuerpo. La sentirás por todas partes. Ya lo… Bueno, ya lo verás.

Tenía los ojos cerrados para imaginarlo mejor.

—¿Lo notas? ¿El delicado avance del cuero por tu piel? Desde la cintura: primero, por un lado de la espalda, luego por el otro. Voy imprimiendo ritmo, nena; llevo el látigo hacia atrás y lo hago restallar hacia delante. Un poco más fuerte cada vez, luego un poco más, y los flecos te fustigan en el mismo lugar para que la sensación vaya aumentando; cada vez más y más, hasta que llega un punto en que no solo lo sientes, sino que lo experimentas. Cuando el dolor se transforma sutilmente en éxtasis. Cuando empiezas a flotar.

—Lo estoy sintiendo, ¡oh, Dios, Cole!, lo estoy sintiendo. —No tenía forma de saber si sería igual en la vida real, pero en ese mundo imaginario, veía mi espalda cada vez más roja. Imaginé cómo el dolor iba en aumento y entonces, justo cuando ya creí no poder aguantar más, el dolor fue sustituido por algo muy similar al éxtasis. Algo que me recorrió todo el cuerpo, que me encendió y que incluso me sacó de mí misma para permitirme alzar el vuelo, sujeta al ritmo de la mano de Cole y a la certeza de que él no me dejaría salir flotando.

Él siguió fustigándome con intensidad, describiéndome lo que yo estaba sintiendo, haciéndome levitar cada vez más arriba, y entonces, justo cuando estaba a punto de salir volando hasta un punto tan alto que temía no poder volver a descender, fue espaciando los latigazos hasta dejar de fustigarme en seco.

—Ya estás lista, nena, y ahora estoy justo detrás de ti. Siento cómo tu cuerpo irradia calor y te beso con suavidad los costados de la espalda, mientras te acaricio con una mano entre las piernas y con los dedos te estimulo el clítoris. Ahora te meto un dedo. ¡Estás tan mojada, nena, tan cachonda! Estás a punto de explotar, y voy a llevarte hasta el límite. Voy a ayudarte a alzar el vuelo una vez más.

—¡Por favor! —le supliqué mientras sentía la presión de sus dedos sobre el clítoris. El sexo me palpitaba con fuerza, y lo contraía para acoger las acometidas de Cole, para obtener más placer.

Seguí con las manos en el techo del coche, aunque quería tocarme. Quería llegar al éxtasis, aunque al mismo tiempo deseaba que fuera Cole quien me llevara hasta allí, porque estaba tan a punto de hacerlo y…

—¡Ahora, nena! ¡Córrete para mí! Deja que sienta tu dulce coñito contrayéndose sobre mis dedos. Déjame sentir cómo estallas.

Sabe Dios que lo hice; mi cuerpo se arqueó y empezó a temblar de tal modo por la violenta descarga de placer que estoy segura de que el coche empezó a temblar. Me recorrió entera como una serie de infinitas oleadas orgásmicas, y experimenté un extraño momento de delicioso aturdimiento cuando temí que no pararía jamás. Creí que me quedaría perdida para siempre en el placer.

Pero los temblores empezaron a remitir y logré volver a respirar con normalidad.

—¡Oh, Dios! —exclamé, y me di cuenta de que no había parado de repetirlo, una y otra vez.

—¿Kat? —Percibí cierto tono de preocupación en el tono de Cole—. Nena, ¿estás bien?

—Estoy bien. Estoy mejor que bien. —Aún sentía los efectos secundarios en mi cuerpo, caliente y estremecido, y supe que quería experimentar lo mismo en la vida real. No estaba segura de qué significaba eso; nunca se me había ocurrido que algo así pudiera gustarme. Pero me había gustado. Sí.

—Ha sido… no sé. Ha sido mucho más intenso de lo que esperaba.

—Yo nunca… —empezó a decir, pero dejó la frase inacabada.

—¿Qué? —le exigí saber con impaciencia.

—Tú ni siquiera estás aquí, y ha sido una de las experiencias más íntimas que he tenido jamás.

—Pero ya lo habías hecho antes, ¿no?

—No contigo —se limitó a responder.

Cerré los ojos, estremecida. Deseaba retener sus palabras y atesorar la cercanía que me habían transmitido.

—¡Oh, gracias!

Se hizo un silencio entre los dos, pero no fue incómodo. Todo lo contrario, me sentía deliciosamente cercana a él.

—¿Puedo pedirte algo?

—Por supuesto —respondió.

—¿Sabes lo que se siente?

Se produjo una brevísima pausa, luego dijo:

—Lo sé.

—Así que no solo has fustigado a otras mujeres, sino que en realidad has recibido…

—Sí.

La simple idea me relajó. No estaba muy segura de cómo asimilar el hecho de que me gustara la sensación de recibir latigazos. Sabía que en realidad nadie me había fustigado, pero Cole había conseguido sugestionarme muy bien. La experiencia había sido tan estremecedora que estaba convencida de que había reaccionado como si hubiera sufrido las punzantes laceraciones del auténtico cuero.

Al saber que Cole sabía qué se sentía, no me dio tanto reparo descubrir esa nueva faceta en mí.

—Me alegro —dije—. Me alegro de que a ti también te haya gustado.

—Lo necesito —dijo con un tono de voz neutro y pausado. Y luego, antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, añadió—: Evan ha llegado. Tengo que colgar.

Cortó la llamada, y me recosté en el asiento, todavía jadeando y con la piel sensible por el suave tacto del látigo. Me sentía excitada y deliciosamente agotada.

Pero sobre todo me sentía deseada.

Cerré los ojos y recé en silencio para que el sentimiento que empezaba a crecer entre Cole y yo siguiera evolucionando, fuera el que fuese. Porque desde que se había colado en mi vida, no tenía el convencimiento de poder seguir adelante sin él.

No recuerdo haber ido jamás a trabajar al Perk Up de mejor humor. Bastó un cuarto de hora para que Glenn me hiciera bajar de las nubes.

—¿De verdad crees que los clientes quieren oírte tararear? —me preguntó mientras servía dos tazas de café a una de las clientas habituales.

—Me da igual si no quieren —repliqué.

—La cita de anoche acabó bien, ¿no? —preguntó Sarah, la clienta habitual.

Me limité a sonreír, porque soy demasiado educada para ir contando según qué cosas.

Sarah me guiñó un ojo cuando le entregué los cafés, y yo me agaché para seguir reponiendo el contenido de la pequeña nevera donde guardábamos las rodajas de limón y la crema de leche.

En cuanto Sarah se alejó y ya no quedaban clientes cerca que pudieran oírnos, Glenn se pegó a mí, me cogió por las caderas y dijo:

—A eso me refería exactamente. A nadie le interesa tu vida sexual.

Lo miré a la cara, un tanto indignada, algo confusa y bastante cabreada.

—No he dicho ni mu sobre sexo —repuse.

—Y más te vale no hacerlo, maldita sea. —Señaló la nevera—. No quiero ver ni una mancha —dijo—. Y necesito que abras tú mañana.

Lo miré con la boca abierta.

—Mañana libro.

—Ya no.

Me incorporé y, al levantarme, tiré por accidente una jarra de café helado.

—¡Por el amor de Dios, Katrina! Limpia este desastre y date prisa. En cualquier momento empezarán a entrar los estudiantes.

Ignoré la mancha de café que iba haciéndose cada vez más grande.

—Mañana firmo el contrato de compra de mi casa. Hace semanas que pedí librar mañana.

—Beth se va. Ha conseguido un puesto de sustituta en un bufete de abogados o algo así. Y te toca a ti reemplazarla.

—Maldita sea, Glenn, no puedo.

Se quedó mirándome.

—Vale. ¿A qué hora es la firma del contrato?

—A las diez.

—Pues vienes y abres. Te dejo salir a las nueve y media, y vuelves a la once y media. —Levantó las manos anticipándose a mis protestas—. Es lo mejor que puedo ofrecerte.

Por un lado quería matarlo. Por otro, pensé en que el hecho de que siguiera vivo decía mucho de mi increíble capacidad de autocontrol.

—¿Tienes la menor idea de lo mucho que he trabajado para conseguir esa casa? ¿De lo mucho que significa para mí?

—¿Y tú sabes que a los parados no les conceden hipotecas? Haz lo que tengas que hacer y vuelve corriendo para llegar puntual.

—Glenn —dije con dulzura—, ¿sabes lo que me gusta de ti?

Entrecerró los ojos ligeramente.

—¿Qué?

—¡Ni una sola cosa, joder! —Y luego, con el gesto más teatral que pude, me quité de golpe el delantal del Perk Up, se lo tiré a la cara y salí por la puerta.